Una de las discusiones que tipifica el constitucionalismo contemporáneo circunda el atrevimiento episódico con que a veces la alta judicatura (el tribunal constitucional de turno) suministra una solución directa a problemas que originalmente debían ser afrontados por las cámaras representativas, por ser en ellas, y no en aquella, donde anida la verdadera legitimidad democrática. Dado que desde esa legitimidad es que han de resolverse los grandes conflictos de diseño y estructuración política que aquejan a la sociedad, lo que se cuestiona es que sea la judicatura, a la que no se vota –y que, por tanto, no siente el peso de la responsabilidad política—, la que finiquite los debates profundos que atraviesan al colectivo.
Esa narrativa ha resucitado a raíz de la decisión del Tribunal Constitucional dominicano sobre la razonabilidad de las normas sobre postulación a cargos electivos a través de candidaturas independientes. La decisión es la TC/0788/24, de 13 de diciembre de 2024, con la cual se recompone aquella normativa para inyectar algo de vitalidad a una institución olvidada. La sentencia se acompaña de dos votos particulares que reavivan aquella crítica (aquella “obsesión”, diría Barry Friedman) y, entonces, le imputan al voto mayoritario haber resuelto una cuestión que, en verdad, era competencia del legislador.
Naturalmente, la opinión pública se dividió entre quienes celebran la decisión y quienes la critican. Los motivos con los que se impugna lo resuelto por el Tribunal son varios, pero alcanzo a identificar dos razones esenciales. La primera es la ya apuntada: el voto mayoritario rindió decisión sobre una cuestión política que, en tanto tal, debía ser resuelta por el aparato legislativo del Estado. En mi opinión, esta objeción tiene algunos puntos débiles. De entrada, debe hacer frente al margen funcional que la propia ley delinea en favor del Tribunal. Porque el colegiado ha hecho justamente lo que su propia ley orgánica le permite. Así que este punto del debate inevitablemente conduce a impugnar dicha ley, cuestión distinta que, además, excede el propósito de estas líneas.
Por otra parte, creo que apuntarse a esa tesis implica ser consciente de que la agenda de las instancias políticas es errática por definición, de manera que no necesariamente coincide con el recetario de estímulos e impulsos que por momentos reclaman las comunidades democráticamente organizadas (cual ser vivo que sobrelleva sus propias necesidades vitales). Convendremos que, en sociedades polarizadas, híperconectadas, altamente empoderadas y saturadas de (des) información, el primer ítem en ese recetario es mantener la mayor cantidad de canales abiertos entre el poder público y la ciudadanía, no solo porque el primero está pensado para atender las demandas de la segunda, sino también porque las necesidades de hoy (en cuanto a representación política se refiere, por ejemplo) no son las mismas de ayer, lo que obliga a una revisión y actualización constante para detectar oportunamente los shocks que pueda requerir un sistema para seguir siendo democrático. En fin, que, a veces, abanderar esa crítica depara una insospechada credulidad frente a los rasgos típicos del itinerario de las instituciones representativas.
La segunda razón que detecto en la objeción a la STC/0788/24 encierra, a su vez, dos motivos: primero, que las candidaturas independientes comportan una suerte de amenaza existencial para el sistema de partidos; y segundo, que aquellas candidaturas se oponen al paradigma de representación política que condujo a la república hacia su consolidación democrática. Ante todo, creo que una valoración crítica sobre esto último implica moverse en los dominios de lo sociológico y lo historiográfico, ámbitos en los que no puedo entrar. En cualquier caso, parece innegable que la sedimentación del legado liberal y democrático que dejó el proceso independentista de 1844 está indisolublemente asociada a la política partidaria y sus inputs. Una cosa no se entiende (o se entiende mal) sin la otra.
Sin embargo, confieso que no alcanzo a identificar el punto en que conceder esto último sea incompatible con la vocación complementaria de las candidaturas independientes. Esto también sirve para desactivar la preocupación existencial manifestada desde el sistema de partidos: las candidaturas independientes no están pensadas como sustitutas del sistema partidario, sino como una suerte de suplemento que “oxigena” la oferta electoral, como corrector de las deficiencias (suficientemente documentadas) del sistema representativo, o bien como válvula de apertura hacia las preferencias individuales y colectivas que no encuentran amparo en el mundo partidario. Más que una panacea frente a los diversos males de nuestra democracia, las candidaturas independientes pueden suponer un buen mecanismo para ventilar el sistema representativo y reactivar el menú de opciones que se presenta al electorado.
Lo subrayo: las candidaturas independientes pueden cumplir esos propósitos. Pero no escapan a los males ya conocidos. Tener esto presente sirve para interpretar de mejor manera las preocupaciones externadas desde el sistema de partidos. En efecto, es perfectamente posible que aquellas candidaturas reproduzcan las mismas mañas y alimañas que, por ejemplo, ya ha prohijado el sistema de partidos. Dicho de otro modo, es igualmente probable que las candidaturas independientes terminen por reproducir los “demoníacos productos” (diría Piero Ignazi) que ya se han documentado respecto a la política partidaria, o que por su cauce terminen colándose opciones autoritarias, personalistas o demagógicas (o todas a la vez). Tener los ojos puestos en esa eventualidad es, en efecto, un ejercicio sensato.
No obstante, no parece sostenible criticar la peor versión de las candidaturas independientes desde la idealización del sistema de partidos, del mismo modo que (creo) no procede impugnar lo peor del sistema partidario a partir de cierta poetización de las candidaturas independientes. En fin, que el riesgo demagógico, la amenaza autoritaria o el déficit democrático son simétricos entre una cosa (el sistema de partidos) y la otra (las candidaturas independientes). Además, dado el panorama de nuestra democracia y el estado actual de sus signos vitales (siendo uno de ellos el paulatino declive en el porcentaje de personas que creen en ella), la calibración de las potencialidades de este nuevo marco regulatorio amerita un examen más realista, que considere la faceta más genuina de cada dominio. Ese examen bien puede suponer un ejercicio introspectivo para el sistema de partidos: sobre cuáles son (y han sido) sus prioridades, sobre hacia dónde van sus planes (y hacia dónde no), sobre su propio estado de ánimo y, si se quiere, hasta sobre su integridad espiritual.
Ambos renglones (el de las candidaturas independientes y el de las nominaciones partidarias) coexisten, por cierto, en un mismo orden de tareas y responsabilidades impuestas desde el ordenamiento jurídico. De modo que se antoja difícil concebir un escenario en el que los (as) candidatos (as) independientes se sustraigan de –por ejemplo— los deberes de transparencia y compliance que son exigibles a las organizaciones políticas. En todo caso, necesariamente habrá de intervenir la Administración electoral para definir el marco regulatorio específico que aplicará a las candidaturas independientes: desde su procedencia misma (aval a través de porcentajes mínimos, por ejemplo) hasta su integridad financiera y presupuestaria, pasando por el poso ideológico y pedagógico que establece la ley respecto de la política partidaria. Nada de ello es incompatible con lo resuelto por el Tribunal, ni excede la potestad reglamentaria que la Constitución y la ley reconocen a la Junta Central Electoral.
Este artículo, que pretendía ser corto (lo esencial está recogido en el informe que suscribí con los profesores Eduardo Jorge Prats, Luis Sousa y Roberto Medina, disponible en línea), ya se ha hecho largo. Diré finalmente que, en mi opinión, la STC/0788/24 postula verdaderas oportunidades de crecimiento para el sistema en su conjunto. Para el mundillo de partidos, la ocasión es ideal para redoblar la apuesta por su propia institucionalización e insistir en su (muy necesaria) actualización. Para el electorado, es una bocanada de aire fresco. A partir de aquí, recobra sentido aquello que sobre el pluralismo y la participación dice nuestra Constitución.