A mediados de los años noventa del siglo XX, había llegado yo desde el Distrito Nacional al Centro Universitario del Nordeste (CURNE), ahora UASD-San Francisco de Macorís, para impartir clases de Comunicación Social. Eran mis primeros días en el municipio capital de la provincia Duarte. Me sentía raro en aquel pueblo vibrante, próspero en arroz y cacao. No sabía cómo caminarlo, ni del hotel donde pernoctaría.
Una tarde, al terminar la labor, un estudiante pobre, pero millonario en solidaridad, se acercó y planteó que un grupo del curso quería que le acompañara una noche a cenar en la vivienda de una familia en uno de los suburbios del noroeste de la ciudad.
De entrada, evadí, diplomáticamente, la invitación del samaritano. Por formación doméstica, no comía fuera de casa, aun las tripas me estuvieran triturando. Pero él insistió.
Pensé que el desaire a tal gesto de humildad desencantaría y distanciaría a los discentes. Lo asumirían, tal vez, como un rechazo por su condición socioeconómica. Entonces, a regañadientes, acepté.
Llegado el día, bajamos por una callejuela sin asfalto hasta llegar a la casita en bloc y techada de zinc. Nos sentamos en sillas de guano, en el pequeño espacio de tierra accidentado entre la calle y la casa.
Las atenciones de aquella familia brotaban a borbotones, pese a la estrechez. Y yo las sentía espontáneas. Hubo brindis de café puro humeante; luego, un par de vasos de cervezas al ritmo de algunos cuentos populares.
Después de un buen rato, uno de los muchachos, anunció: -Ya está lista, venga a la mesa, profe. -Venga a la mesa, remarcó.
Sobre la mesa rectangular de madera rústica, cubierta por un mantel de cuadritos rojos, en el mismo centro, un caldero grande full de habichuelas con dulce aún hirvientes, con galletitas dispersas flotando y platos hondos con sus respectivas cucharas al lado dispuestos para una parte de los comensales priorizados. Los otros, en la segunda tanda. No había sillas ni mesa para “tanta gente”.
El sólo oler y ver hizo que el cerebro me transportara a mis tiempos de niño en mi natal Pedernales, y se me aguó la boca.
-Sírvase usted primero, profesor; nosotros vamos después-, insistía la madre del joven que había invitado.
Me sentía tímido. No conocía ese modelo de compartir las habichuelas con dulce. Lo hubiera entendido para un sancocho, mangú, arroz, habichuelas, carnes y ensalada… Pero, en mi pueblo, se hacían en latas grandes de aceite El Manicero, o en caldero, y la servían, informalmente, en tazas o vasitos.
Al fin, sentado a la mesa, la madre del joven me sirvió. Y repetía: –Pruebe, profesor, que está buena.
Tomé la cuchara, recordando con nostalgia la advertencia de mi madre ya muerta: “Mi hijo, en casa ajena no se come”. Me sobrepuse, agarré la cuchara y obedecí a la petición.
Tragué en seco. Al primer sorbo, no me supo a Pedernales. No estaba espesa. No veía trozos de batatas ni pasas. Me pareció que no tenía leche evaporada ni suficiente coco. Y unos granos de habichuelas cayeron como piedras en mi boca, algo jamás visto por mí. Aunque amante de tales leguminosas guisadas, para mi gusto, resultaba una herejía ver granos de ellas en dicho postre.
La doña me insistía: -Pruebe, que es bueno.
Yo miraba disimuladamente a los rostros de los demás comensales. Estaban felices. Ellos me miraban; yo apretaba las mandíbulas y sonreía. Preguntaban si me gustaban. Tomé dos o tres cucharadas y agradecí una y otra vez aquella noche memorable propiciada por dominicanos buenos que se enorgullecen de su cultura regional.
Las habichuelas con dulce o condolias también son parte de la gastronomía de Pedernales. No mancan en la Cuaresma. Ni la más honda crisis económica ha podido con ellas. Pero con suficiente batata, leches y nunca con granos. Y tiene que ser habichuelas, no habas, como se estila en otros pueblos como San Juan y Elías Piña.
Esta provincia del extremo sudoeste del territorio nacional, a 307 kilómetros del Distrito Nacional, tiene su identidad cultural, que la hace ni mejor ni peor que otras comarcas, sino diferente.
Y la gastronomía es un ejemplo. Las condolias o habichuelas con dulce aún viven y deberían presentarse como plato exquisito al turista y visitantes con otros roles.
Otros propuestas le dieron fama culinaria al Pedernales de las décadas 60 y 70, y deben ser rescatadas y recreadas en estos tiempos de afanes turísticos.
Ojalá construyamos sitios de elaboración de mondongo, como evocación a Alcides, Minita y Mai Bota. Del “picao” de Minita y Zulina (picadillo sazonado y picante de los componentes de la cabeza de vaca), y las empanadas y dulces de leche pura de la legendaria Linda Cumbero. La cultura es el alma de los pueblos y la gastronomía es parte de ella.