Visibilizar un fenómeno social debería ser el primer paso para su transformación. Ciertos movimientos propugnan por la necesidad de una masculinidad diferente, cuando lo que se ha generalizado ha sido su desaparición. No es posible identificarse como masculino sin que esto se convierta en sinónimo de una serie de etiquetas preelaboradas, tampoco se puede hablar de derechos sociales o jurídicos de un sujeto masculino.

Tan extremo es  la anulación de la masculinidad, que la OMS define la violencia de género como aquella ejecutada por el hombre contra la mujer (sic), lo que implica, no solo la invisibilidad  de las violencias donde es víctima el varón, sino su legitimidad. Ser hombre es negativo, entonces se espera una renuncia a ello.

La búsqueda y construcción de un modelo de convivencia se debe realizar sin el sesgo de un género “oscuro” frente a otro considerado siempre víctima y objeto del primero. Se espera una relación recíproca   de ciudadanía y pertenencia   con equidad social. Empero, la socialización en un marco de “sexismo invertido” solo  garantiza la perpetuación de la confrontación por un poder que, según Baudrillard es imaginario.

Un mismo discurso donde solo cambia la posición de los actores no es transformador sino perpetuador del conflicto, sostenido por anacronismos de desigualdades que hoy son inexistentes en las sociedades de occidente, por lo que se ha recurrido a sofismas como micromachismo.

La desidentidad del varón supone violencia simbólica, promueve frustración y confunde al niño que crece en un nuevo “orden simbólico” que, a priori, lo estigmatiza. Las marcas de identidad que el llamado lenguaje “hegemónico” utiliza para designar la vapuleada binariedad, están siendo suplantadas por otras  que solo hablan en femenino. Cara o cruz de la moneda que  sigue siendo sexista y excluyente.  Exclusión en la que, más allá de victimizar, criminaliza:  todo hombre es culpable hasta  prueba en contrario.

A pesar de que las ciencias han sido excluidas del necesario debate sobre el rol masculino en la sociedad de hoy, es pertinente decir que el mito de la violencia andrógina fue desterrado por múltiples investigaciones, las cuales establecen que no hay correlato hormona-violencia. Otros estudios encontraron presencia de testosterona en sangre de mujeres judicializadas. Mientras  critican los biologicismos, utilizan seudociencias para estigmatizar al varón.

Los roles y estereotipos sociales tienen sustento en el lenguaje dentro de una determinada cultura; pero además, como estudiara  Bandura, también en la conducta vicaria. El niño, no solo es marcado por  discursos, sino que su pensamiento y conducta son extraídos del modelamiento de padres, hermanos y entorno dinámico. Está  por estudiarse el impacto en la conducta de las generaciones emergentes que genera la confusión entre nuevos decires y remanentes de la conducta tradicional coexistiendo.

La conducta social está regulada por una gama de variables donde juega su rol la autoimagen que, a nuestro modo de ver, ha sufrido desregulación por los castigos sociales dirigidos a una imagen distorsionada del varón. Cualquier conducta distintiva de la masculinidad como: fuerza, manejo de las emociones, preferencias, incluso su propia sexualidad opera en el campo de la censura y el estigma.

En los discursos extremos de deificación de lo femenino frente a la satanización de lo masculino, se ha propuesto la feminización de la cultura.  En una vuelta de tuerca a  la negación de la mujer que plantea Simone de Beauvoir, hemos arribado a la tachadura de lo masculino, el espacio del género lo ocupa la mujer. El hombre no existe.

El proyecto de una masculinidad mejor, no está en las agendas de los movimientos de género. Aun en los propósitos emancipadores de la mujer, las campañas  contra la violencia doméstica y los itinerarios de las organizaciones para la salud, no han considerado la importancia de integrar miradas interdisciplinares para estudiar los modelos de educación de los niños, los reforzadores sociales a un imaginario masculino pernicioso.

Una nueva masculinidad supone, en orden dialéctico, una nueva feminidad, que desemboque en una cultura nueva. El androcentrismo decimonónico se vence  con la inclusión del hombre. El ginecocentrismo es solo otra cara del poder que conduce a una confrontación que diluye las luchas por la equidad social más allá de las marcas biológicas y las preferencias de los individuos.

La trampa en la que ha caído cierta izquierda consiste en la sustitución de las luchas sociales por las guerras sexuales.   Desatender los grandes problemas sociales (las conflagraciones, los desplazamientos, las hegemonías políticas, el derecho a la vida) para enfocarnos a los problemas individuales y privados (la erogeneidad, las preferencias, las percepciones personales, las trasferencias de género) supone un triunfo neoliberal de lo individual sobre lo colectivo.

El ginecocentrismo es solo otra cara del poder que conduce a una confrontación que diluye las luchas por la equidad social más allá de las marcas biológicas y las preferencias de los individuos.

Si fuera a proclamar un nuevo hombre, empezaría por el hombre nuevo del marxismo que propone  una ética renovada, con una conciencia de sí  y de su realidad, movido por el bien común y la solidaridad. Si para que haya una nueva masculinidad debo dejar de ser ese hombre, y en cambio debo asumir las agendas del goce, ciego ante la muerte, los genocidios modernos, el hambre y la desigualdad, entonces, no me interesa esa nueva masculinidad.

czapata58@gmail.com