Cursaba el décimo cuatrimestre de la carrera de derecho en PUCMM-RSTA, año 2005, cuando un maravilloso accidente de la vida académica me enfrentó a una excelente oportunidad para iniciarme desde las aulas como abogado litigante de los tribunales de la República Dominicana, cosa que aproveché y sigo disfrutando hasta nuestros días, de lo cual este artículo es una prueba. Aquí la historia:

El entonces juez y profesor de Derecho Inmobiliario, Lic. Víctor Santana Polanco, nos había asignado a grupos de tres estudiantes preparar exposiciones sobre capítulos previamente distribuidos del entonces proyecto de ley de registro inmobiliario –que derogaría la Ley No. 1542 del 11 de Octubre de 1947, de Registro de Tierras-, a la sazón sometido al Congreso Nacional por la Suprema Corte de Justicia -en adelante SCJ-, en virtud de las atribuciones que le confería el antiguo artículo 38 letra c) de la Constitución de 1994, modificada por última vez en el año 2002.

Mi grupo -el último de la lista- estuvo conformado por mis entrañables compañeras y hoy distinguidas colegas, amigas cercanas desde mis primeras horas de universitario, Valeria Pérez Modena y Fabel Sandoval. Para el día de la exposición habíamos convenido que me encargaría de la presentación del tema con una breve introducción, luego retornando en el cierre, para cuyo contenido decidí unilateralmente explicar “a nombre del grupo” la inconstitucionalidad de los artículos 122 (relativo al poder reglamentario general de la SCJ), 117 (relativo a la potestad normativa de la SCJ para establecer los elementos configuradores de las tasas por servicios prestados por la Jurisdicción Inmobiliaria) y 131 (relativo a la facultad también de la SCJ para disponer la entrada en vigencia parcial y progresiva de la ley). Y para qué fue eso…

Como si mencionar el término inconstitucionalidad significase insultar al profesor con los más vulgares epítetos, intervino interrumpiéndome a los pocos minutos de iniciar, reprochándonos lo que consideraba un atrevimiento de “nuestra parte”, por “cuestionar esa obra de la SCJ. ¡Irrespetuosos!” -añadió con cara de bulldog-, entre otros pronunciamientos similares, decidiendo calificar con cero nuestra participación, o como si hubiésemos estado ausentes. Ahí empezó mi viacrucis frente al llanto de mis amigas que conmovidas por la frustración me solicitaban resolver ese lío con el que -ciertamente- ellas nada tenían que ver. Y eso hice.

Les confieso que si alguna vez he sido un lambiscón fue en aquel cuatrimestre, pues para salvarnos del meollo en que metí al grupo, otra opción no advertí, y dentro de las medidas estratégicas que implementé, me hice vendedor de la obra del “maestro”, libro de texto “por excelencia” de la materia, y por tanto de adquisición obligatoria: Derecho Procesal en Materia de Tierras Tomo I. (En menos de un mes vendí 20 tomos entre estudiantes y abogados a quienes asaltaba en sus oficinas en mi entonces calidad de alguacil, cobraba y entregaba al autor sin dilación en cada clase el monto recaudado, sin siquiera descontar el pasaje que invertía en cada ruta de cobros, y siempre con mi gran sonrisa)

Hoy que aún recuerdo el primer párrafo de la presentación de esa obra, se los comparto para que como yo en su momento, entiendan de dónde quizás pudo venir la reacción del maestro-inquisidor, perdón, rectifico: -solo por ese cuatrimestre, y años después en una que otra audiencia donde coincidía con el honorable magistrado- “maestro de maestros en derecho inmobiliario”:

Estudia y Trabaja, fueron estas las palabras que recibí de los labios del Magistrado Dr. Juan Luperón Vásquez Juez de la Suprema Corte de Justicia, al ser juramentado el 22 de Octubre del año 1998, por el Presidente Magistrado Dr. Jorge A. Subero Isa, como Juez del Tribunal de Tierras de la Jurisdicción Original del Departamento Central. Palabras éstas que quedaron grabadas con letras de fuego en mi cerebro”.

Concluido el curso, logramos pasar la materia aruñando y poniendo en riesgo los honores, pero pasamos!, y yo en adición con el mayor grado de convicción sobre la denunciada inconstitucionalidad, cosa que cargado de rencor -que más tarde superé- me había propuesto llevar hasta las últimas consecuencias para demostrar al profesor su error frente a nosotros, o bien, reivindicarme ante mis compañeros, yo -con el ego propio de un presidente del Comité de Estudiantes- que nunca había experimentado lo que era ser cogido de sambá en una clase.

Fue esa la tragedia que me llevó a tomar para mí aquel consejo de “estudia y trabaja” hasta lograr organizar una línea argumentativa capaz de hacer convincente mi planteamiento aún frente el más incrédulo, redactando un artículo sobre la referida cuestión que titulé “Los Jueces Legisladores”, y que luego sería publicado en la revista Gaceta Judicial, edición No. 211, de fecha 30 de Julio 2005, páginas 18 a la 23.

En un momento histórico en que la comunidad de juristas dominicanos estaba más en esto que en farándula y otras banalidades de esta generación líquida, compartí el artículo aún inédito entre algunos profesores, logrando muy buena recepción, al punto de que enterándose por aquellos algunos distinguidos abogados, entre estos los doctores Jottin Cury, Juan Miguel Castillo Pantaleón, Mario Read Vitinni y Juan Demóstenes Cotes Morales, me contactaron acordando asignarme la tarea de redactar una instancia de inconstitucionalidad para accionar contra la indicada ley 108-05 promulgada el 23 de marzo de 2005. Imagínense como me sentía, un novatico amateur llamado de sorpresa como abridor a un juego de estrellas de grandes ligas, sin más ni menos.

Entre tantas tuve la oportunidad de compartir mis ideas con el entonces director de la Escuela de Derecho, Eduardo Jorge Prats, quien enterado de que “por ahí anda un estudiante promoviendo una acción de inconstitucionalidad”, me invitó a su despacho a discutir sobre esa tesis, que no compartía del todo, pero que apoyaba sin reservas como iniciativa; también me sorprendió comentándome otros artículos que a esa fecha yo había escrito y eran de su conocimiento (Vgr. “Las articulaciones constitucionales de los derechos fundamentales”, en Gaceta Judicial, Año 9 No. 209, 30 de junio de 2005. Págs. 26-29), aportándome algunas referencias doctrinales para mi incipiente acervo jurídico, entre las cuales hoy sigo apelando a Pablo Lucas Verdú.  [Desde ese encuentro a la fecha nuestra relación continúa en prosperidad, aunque a veces pienso que al distinguido Jorge Prats se le va la guagua y reacciono con duras críticas hacia él, recientemente me demostró que a todos nos pasa igual -al menos a los que vivimos pensando y publicando ideas-, lo que valió de nuevo cultivo a nuestra confraternidad.)

Antes de finalizar junio 2005 había sometido el borrador de la instancia a la revisión de sus otros suscriptores, quienes la aprobaron solo con leves cambios en aspectos de forma. Depositamos el 7 de julio próximo, y continuamos la batalla en foros académicos esperando saber si se consumaría o no el presagio que había expresado como reflexión final en “Los Jueces Legisladores”, al afirmar:

“(…) me atrevo aventurar que difícilmente, por no extremarme a lo imposible, dicha disposición sea declarada inconstitucional por nuestra SCJ; no sólo porque la misma sea su obra, sometida al Congreso en ejercicio de su iniciativa legislativa de conformidad con el Art. 38 letra c) constitucional, sino porque la experiencia acumulada por las actuaciones de nuestro máximo tribunal, de manera específica el caso de la ley No. 327-98 de Carrera Judicial en el cual nuestros sabios magistrados tuvieron la delicadeza de declararse vitalicios sin restricción alguna, me impide racionalmente sostener lo contrario. Si una solución vislumbro para el particular disparate debe ser la abrogación de dicha ley. El Congreso Nacional debe (…) sin más ni menos derogar dicha ley como un acto de rectificación de sus errores, demostrando con ello representar un verdadero guardián de la constitucionalidad.

Lo que se había develado por una incorreción pedagógica en un aula universitaria, a los pocos meses constituía un tema de Estado sensible pues, más allá de la constitucionalidad o no de algunas disposiciones legales, se encontraban en juego serios intereses de trascendencia política e institucional en torno a la sustracción de una entidad auxiliar de recaudación impositiva de la estructura orgánica de la administración central -Dirección General de Catastro Nacional-, vía fusión con otra dirección, pero del Poder Judicial, para crear una nueva que se denominaría Dirección Nacional de Mensuras y Catastro.

Tan así era la situación esos días, que un antiguo funcionario de catastro -cuyo nombre me reservo- compartió vía correo electrónico el siguiente testimonio: “Licenciado, como le dije antes, esto es lo que pasa a nivel interno en la DGCN. Nos han recomendado un bajo perfil en las declaraciones a la presa, debido a que el jefe de la SCJ se pone iracundo cuando alguien de acá habla o dice algo contrario a la 108-05. Excúseme lo cifrado de esta minuta.”. Al leer eso pensé entender la lógica en la sanción aquella que nos aplicará el referido profesor de tierras.

[Ese estado de cosas motivó a que en agosto 2005 el presidente Leonel Fernández -haciendo suya parte de la línea argumentativa expuesta en nuestra instancia- sometiera al Congreso Nacional un proyecto de ley que más tarde se convertiría en Ley No. 51-07, de fecha 23 de abril de 2007, modificándose la Ley No. 108-05 al restablecer las disposiciones de la ley 317 de 1968 sobre Catastro Nacional.]

A los nueve meses y unos días de haberse depositado la instancia, el Pleno de la SCJ se pronunció mediante sentencia número 3, de fecha 15 de marzo de 2006 publicada en el boletín judicial 1144, página 21, correspondiendo con mi presagio, al rechazar la acción y evadir diversas cuestiones formalmente presentadas en la instancia, entre estas lo concerniente a la violación del principio de legalidad en materia tributaria. La decisión se fundamentó en una consideración general que vista al margen del caso concreto y de nuestro ordenamiento jurídico-constitucional entonces vigente, hoy puede admitirse de impecable -sin dejar de constituir un truco del razonamiento judicial que no pocas veces advertimos en nuestra jurisprudencia y que oculta un verdadero abuso del poder jurisdiccional-. A continuación la ratio decidendi de ese fallo:

“(…) la Suprema Corte de Justicia reitera el criterio que expresó en su sentencia dictada en fecha 15 de octubre del 2003, Boletín Judicial No. 1115 [caso en nada coincidente con el de la Ley 108-05, pues en aquel se juzgó la inconstitucionalidad de un reglamento para interceptaciones de comunicaciones telefónicas en investigaciones criminales dictado por un Procurador fiscal sin ningún tipo de cobertura o delegación legal], en el sentido de que en el estado actual de nuestro ordenamiento jurídico y conforme la Constitución de la República, el Presidente de la República es el encargado de cuidar de la fiel ejecución de las leyes, en virtud del poder general que en ese sentido le acuerda el artículo 55, numeral 2 que le confiere la facultad de dictar normas de aplicación general obligatorias para sus destinatarios; que, sin embargo, dada la imposibilidad de que el Primer Mandatario vele personalmente por la aplicación de todas las leyes, el poder de reglamentación ha sido extendido a otras entidades de la administración pública o descentralizadas de esta, razón por la cual dicha facultad puede ser ejercida, además del Presidente de la República, por la autoridad u organismo público al que la constitución o la ley haya dado la debida autorización, tal como ocurre por ejemplo con la Junta Monetaria, en el primer caso y con la Ley No. 153-98 General de Telecomunicaciones, en el segundo caso; que como en el caso de la especie el poder reglamentario le ha sido otorgado a la Suprema Corte de Justicia, por los artículos 117 y 122 de la citada Ley de Registro Inmobiliario, la violación a los cánones constitucionales señalados carecen de fundamentos y deben ser desestimados;”.

La parte que resalto en negritas corresponde al criterio que hoy, y en virtud de nuestra Constitución 2010, sirve de razonamiento justificativo básico en derecho administrativo dominicano para la admisión de la denominada técnica de “colaboración reglamentaria”, cuyo abordaje plantea el alcance de la reserva de ley, o bien, los posibles límites de la potestad regulatoria de la administración a través de disposiciones de carácter general dictadas por ella en materias originalmente regladas por el legislador, sea de forma incompleta o deficitaria, siempre que la ley en cuestión encargue a las normas reglamentarias la especificidad o desarrollo de su contenido. [Meses después Eduardo Jorge Prats publicaría sus consideraciones sobre este precedente de la SCJ en un trabajo de dos entregas consecutivas, bajo el título: “La potestad reglamentaria de la Administración, el reglamento como fuente del derecho”, en Gaceta Judicial, año 10 No. 239, 30 de octubre de 2006. Págs. 33-37]

 

Como dato curioso relacionado al tema en nuestro relato histórico, mediante sentencia TC/0133/20, de fecha 13 de mayo de 2020, el Tribunal Constitucional declaró inadmisible una acción de inconstitucionalidad promovida por una abogada a título personal contra la citada ley 108-05 sobre registro inmobiliario, y tres de sus reglamentos de aplicación dictados por la Suprema Corte de Justicia, por no “especificar de manera concreta de qué manera los artículos del texto legal impugnado vulneran la Constitución, ni cuáles son los argumentos jurídicos que justificarían una eventual declaratoria de su inconstitucionalidad (…).” [De haberme enterado de esa acción oportunamente no dudo que hubiese procurado evitar su devenir histórico como amicus curiae]

 

Pasando de la técnica legislativa de colaboración reglamentaria, en una próxima entrega me referiré a la exigencia de cobertura legal en derecho administrativo sancionador, a raíz de nuestra jurisprudencia constitucional, tomando como leading case el precedente TC/0030/22, de fecha 26 de enero de 2022, en el que -por otro maravilloso accidente en mi carrera profesional- hube de participar con éxito como mandatario ad litem y asesor legal, respecto de dos de las partes instanciadas.