Uno de los problemas más comunes cuando abordamos textos y discursos en el campo de las ciencias sociales y las humanidades es la formulación de ideas y argumentos carentes de contacto alguno con lo real, construcciones teóricas edificadas a partir de las filias o fobias del autor, sus prejuicios e ilusiones, y que tradicionalmente se refieren a productos resultado de su imaginación.
Ese puede ser un punto de partida, pero la única forma de que dicha intuición avance hacia una formulación legítima en el terreno del conocimiento es si busca su base en la realidad y la demuestra racionalmente. Demasiados textos en el campo de la filosofía, la teología, la historia, sociología o teoría política, articulados en una maraña de palabras que los hace lucir como “razonamientos profundos”, no soportan el mínimo cuestionamiento que demande su demostración en el terreno de lo real.
¿Qué es lo real? Nuestro universo, lo único que conocemos, y que hasta el momento calculamos que tiene poco más de 13 mil millones de años y que tiene la misma cantidad de energía desde su surgimiento, en constante expansión y transformación. Eso no es una intuición, ni mucho menos un dogma, es lo que han logrado pocos miles de investigadores desde el siglo XVII hasta el presente, y está sujeto permanentemente a revisión y reformulación en base a nuevas evidencias. La supremacía de la ciencia en el conocimiento radica en su apertura constante a nuevos datos y métodos de estudios, siempre sometidos a revisiones, y abiertos a desechar formulaciones de los fenómenos que nuevos descubrimientos demuestran que no correspondían con lo real.
Y es de los mismos materiales que componen el universo que se forma la vida, la única que conocemos hasta el momento, en nuestro planeta, y de la cual no tenemos todavía evidencia de si surgió aquí o provino en sus estructuras elementales de otros lugares del cosmos. Y es el ser humano parte de ese desarrollo de la vida en el planeta tierra, formado por los mismos elementos del universo (Carl Sagan decía bellamente que estamos hechos de polvo de estrellas) y las mismas estructuras orgánicas que los demás seres vivientes. Y de los mismos elementos, organizados de formas altamente complejas poseemos conciencia, de sí, de los otros y del mundo del que somos parte, somos curiosos y capaces de organizar nuestro pensamiento, dotados de grados de libertad y empatía.
Hemos desarrollado a lo largo de miles de años lenguajes diversos, códigos para expresar ideas y relaciones entre los entes, música, pintura, danza, canto, y todas las ricas formas de expresar nuestras emociones y esperanzas. Experimentamos dimensiones como las espirituales y procuramos reflexionar previo a nuestras actuaciones para que nuestra conducta (como decía Kant) pueda ser norma universal.
Todo ese despliegue que nos permite nuestra estructura psíquica basada en neuronas y sinapsis legítimamente nos lanza a un universo interno de imaginación y fantasías, pero ni la imaginación, ni la fantasías, son conocimientos de lo real. Pueden ser intuiciones germinales de conocimiento, pero demanda fundamentarlas de manera racional. Hasta en el psicoanálisis los sueños han sido tema de investigación científica, pero no para ofrecernos números de lotería, sino develar conflictos en el seno de nuestra conciencia. El punto es que para articular explicaciones racionales, basadas en criterios científicos, no podemos nunca desconectar nuestros despliegues teóricos de los fundamentos de lo real.
Muchas teorías sobre la organización social de los seres humanos han pretendido establecer distinciones raciales, de género, cultura y hasta de grado civilizatorio entre unos seres humanos y otros. Estructuras de poder en base a grupos familiares o étnicos, son parte del repertorio de formas de dominación y discriminación que conocemos a lo largo de la historia y que no tienen ninguna justificación. Biológicamente hablando no hay ninguna distinción significativa entre los seres humanos. Ni por género, ni etnia, mucho menos por ubicación cultural, creencias o condiciones económicas de la familia en que nació. Todos surgimos a la existencia de la misma manera, por tanto la especie humana comparte una fraternidad esencial que anula todas las formas de misoginia, racismo, discriminación económica, cultural o religiosa.
Todas las ideologías políticas, económicas o religiosas que establecen diferencias de origen entre los seres humanos son tonterías que buscan justificar el dominio de unos sobre otros, pero no tienen ni un ápice de fundamentación científica. Y las corrientes de pensamiento que postulan el individualismo para justificar la ausencia de solidaridad social en las organizaciones estatales o sociales, son estulticias producto de egos desquiciados, pero nunca productos científicos fundamentados en la realidad.
No es de extrañar que los movimientos racistas, misóginos, nacionalistas, integristas religiosos y de semejantes calañas, son hostiles a las ciencia, al diálogo racional sereno y usualmente promueven formas de exclusión a la lectura y el estudio crítico y favorecen formas de pseudociencia. Con la expansión de las redes sociales millones de actores divulgan tonterías por canales de videos o mensajería que son recibidos por miles de millones de personas con bajo nivel educativo como si fueran verdades en mármol.
El modelo se repite en la actualidad, semejante a Hitler y el nacionalsocialismo. Discursos altisonantes, insultos a los que no piensan como ellos, apelaciones autoritarias al poder, censura contra libros y universidades, chovinismo, una misoginia mayúscula y diversas formas de racismo. Los riesgos de que lleguemos a los mismos resultados que en los años 40 del pasado siglo son altos.