En este ensayo se propone que los gobiernos progresistas de América Latina plantearon reformas políticas relativamente profundas, pero no un programa revolucionario que restructurara la sociedad. Se lograron avances significativos reformando, en algunos casos, las constituciones nacionales y aplicando cambios sociales, pero nunca se tocó realmente las estructuras económicas. Lo que si lograron estos gobiernos fue iniciar un proceso para “democratizar la democracia” dentro de los parámetros de la democracia liberal. Se argumenta que estos cambios, aunque acotados, preocuparon a las elites latinoamericanas, las cuales se organizaron para llegar al poder y revertir las reformas políticas y sociales de los gobiernos progresistas.

La era de los gobiernos progresistas en América Latina empieza con la elección de Hugo Chávez a la Presidencia de la República en Venezuela en 1999 y continua con la elección de Ignacio Da Silva (Lula) en Brasil en 2002, Néstor Kirchner en Argentina (2003), Tabaré Vázquez en Uruguay (2005), Evo Morales en Bolivia (2005), Rafael Correa en Ecuador (2007) y Mauricio Funes en El Salvador (2009). Casi todos estos gobiernos enfocaron sus esfuerzos en realizar cambios en el régimen político mientras que dejaban los cambios económicos para otro momento.

Esta primera ola de gobiernos progresistas se extendió de 1999 a 2016 con la caída del gobierno de Dilma Rousseff en Brasil. La segunda ola de gobiernos progresistas surge con Andrés Manuel López Obrador (Amlo) en México (2018), Alberto Fernández en Argentina (2020), Gabriel Boric en Chile (2022), Xiomara Castro en Honduras (2022), Gustavo Petro en Colombia (2022), Yamandú Orsi en Uruguay (2024). Los gobiernos de la primera ola gozaron del alza de los precios de sus productos de exportación mientras que los de la segunda ola no tuvieron la misma suerte. No obstante, es muy notable que los gobiernos de la segunda ola hayan sido mucho más moderados que los de la primera y esto se debió no solo a que los precios de los productos de exportación habían bajado en el mercado internacional, sino también al auge de la derecha que se había organizado en torno a figuras conservadoras prominentes para lanzar sus campañas políticas. Entre estas figuras se encuentran Sebastian Peñeira (2010-2014 y 2018-2022) en Chile, Mauricio Macri (2016-2019) en Argentina, Guillermo Lazzo (2021-2022) en Ecuador, Nayib Bukele en El Salvador (2019 y relecto en 2024), etc.

Tanto los gobiernos de la primera ola como los de la segunda fueron, en cierta medida, el producto de amplios movimientos populares que exigían no solo una transición a la democracia sino también una mejoría sustantiva en sus estándares de vida. En realidad, los cambios políticos que empezaron los gobiernos progresistas fueron significativos contribuyendo, en cierta forma, a “democratizar la democracia”, es decir, ampliar sus derechos ciudadanos en el ámbito civil, social, político, género, diversidad sexual, etc. Estas reclamaciones sociales y políticas nos remiten a la necesidad de profundizar la transición democrática que había empezado en la República Dominicana en 1978 y que concluyó con el fin de los gobiernos militares en nuestra región. Sin embargo, la transición a la democracia vino acompañada de las reformas neoliberales en los ochenta y, lejos de ayudar a aliviar la situación económica de la ciudadanía, la precarizó en extremo. Esta situación, nuevamente, produjo un auge de los movimientos populares que protestaban contra las reformas neoliberales y, de esa manera, se constituyeron en la base social que impulsaría a líderes como Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, quizá los tres líderes más radicales de la primera ola.

Sin embargo, los gobiernos progresistas, una vez se consolidaron en Brasil, Argentina, Ecuador, Uruguay y Bolivia se distanciaron de los movimientos populares y no pusieron coto a la corrupción de algunos de sus miembros, aliados burgueses y de clase media, algo que, a la postre, le costó el poder en el contexto del auge de la derecha. Igualmente, estos gobiernos fallaron en el tema de la cultura como se lo señaló Frei Betto al presidente Lula. Frei Betto era el encargado del programa Bolsa Familia y le dijo al Presidente que sí se estaba alimentando a los pobres, pero no se estaba haciendo gran cosa para transformarlo en el ámbito cultural para que entendieran de dónde venían los programas sociales y que eran parte de un programa de consolidación de los derechos ciudadanos.

Lo mismo ocurrió en Ecuador y Bolivia donde estos gobiernos no tuvieron programas culturales fuertes para concientizar a la población sobre el significado de los derechos que se estaban construyendo y que estos eran reversibles si la derecha regresaba al poder. Venezuela, bajo Chávez y Nicolas Maduro ha sido la excepción a la regla por su promoción de los consejos comunales, las comunas, las universidades bolivarianas y otros programas. Sin embargo, la Revolución Bolivariana no ha estado exenta de críticas por la falta de supervisión y la corrupción en la aplicación de estos programas. Por ahora, luce que los gobiernos de la segunda ola progresista no han tomado en cuenta esta lección y parecen ignorar que la política social debe ir acompañada de programas de concientización; de lo contrario los programas sociales se quedan en el ámbito del asistencialismo.

En México, el gobierno de Amlo creó el Instituto de Formación Política y este ha empezado programas de formación de cuadros. Prominentes intelectuales de izquierda y liberales progresistas imparten docencia en este instituto, pero el partido de Regeneración Nacional (Morena) tendrá que aplicarse a fondo para asegurar que los cuadros que forman tengan una presencia definitiva en las bases para concientizar a la población sobre los derechos ciudadanos conquistado a través de elecciones. Morena ha rendido grandes beneficios a nivel electoral y ahora en el Segundo Piso de la Cuarta Transformación tendrá que aplicarse para asegurar con los programas sociales no se queden en el puro asistencialismo como pasó en Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador.

El mínimo común denominador de todos los gobiernos progresistas es que exceptuando a Hugo Chávez ninguno de ellos se propuso una transformación que fuera más allá de lo meramente político. Chávez llegó a proponer lo que denominó el Socialismo del Siglo XXI proponiendo a los sectores populares como los impulsores del cambio y no solo encabezado por la clase obrera como se hizo en la Unión Soviética, Cuba y otras experiencias. Sin embargo, el mismo Chávez tuvo serias limitaciones a la hora de aplicar reformas en el ámbito económico. En general, tal como los demás gobiernos progresistas, sus reformas se limitaron al cambio de régimen político, pero manteniéndose dentro de los parámetros de la democrática liberal, es decir, se participaría en elecciones periódicas a todos los niveles de gobierno, se respetaría las garantías constitucionales a la propiedad privada, se procurarían crear un ambiente apropiado para atraer las inversiones extranjeras, pero se ampliarían significativamente los programas sociales. No obstante, es innegable que Chávez hizo un gran aporte a la democratización de la democracia y, por consiguiente, a la consolidación de la ciudadanía social.

Sin embargo, los cambios en el ámbito político por parte de los gobiernos progresistas asustaron a las elites latinoamericanas y estas procuraron organizarse entorno a personalidades conservadoras. Resulta que los partidos políticos tradicionales en la región ya no les servían para mucho  a las clases dominantes. En gran medida, estos desaparecieron y dieron lugar a movimientos políticos tanto de izquierda como de derecha. Otro factor que impulsó a las elites a seguir a políticos conservadores es que las reformas políticas de los gobiernos progresistas empezaron a perjudicarles porque estos, como en el caso del Ecuador y Argentina, empezaron a aumentarles los impuestos para pagar por los programas sociales. En todo caso, las reformas políticas de los gobiernos progresistas acotaban las posibilidades de elites que se habían formado a la sombra del Estado. Estos gobiernos proponían que se ampliaran los derechos de los sectores populares y esto no era del agrado de elites que estaban acostumbrada a gozar de todos los privilegios habidos y por haber.

Significativamente, el auge de la derecha a nivel internacional ha favorecido a las elites latinoamericanas, las cuales han recibido apoyo no solo ideológico a través de la prensa sino político. Por ejemplo, Estados Unidos ha auspiciado préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI) a países como Argentina para favorecer al empresario y presidente Mauricio Macri. Este endeudamiento ató las manos de su sucesor, Alberto Fernández quien, en el contexto de la pandemia de la Covid-19 y debido a la abultada deuda ilegalmente aprobada por el FMI, no pudo ampliar los programas sociales que se habían impulsado por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. En el caso de Bolivia, Estados Unidos utilizó la Organización de Estados Americanos para auspiciar el golpe de Estado contra Evo Morales en 2019. En Perú, la Embajada de Estados estuvo involucrada en el golpe de Estado a Pedro Castillo en 2022 y, desde entonces, le ha dado todo su apoyo al gobierno autoritario de Dina Boluarte.

El bloqueo a Venezuela ha sido el caso más emblemático de la intervención de Estados Unidos América Latina. En 2019, Estados Unidos reconoció a Juan Guaidós, presidente de la Asamblea Nacional y quien se autoproclamó Presidente de la República y, en este mes, (noviembre 2024) ha reconocido a Edmundo González como presidente de Venezuela. González perdió las elecciones del 28 de julio de 2024 y actualmente se encuentra residiendo en España. La intervención de Estados Unidos en Venezuela no se limita a asuntos electorales, sino que desde la gestión de Barack Obama se le ha considerado como un problema de seguridad nacional y, desde la gestión de Donald Trump, se le han venido aplicando todo tipo de sanciones económicas que en cierto momento casi paralizan la economía. Pese al bloqueo estadounidense, los informes más recientes sobre la economía venezolana indican que esta se ha empezado a recuperar. No obstante, esta recuperación será puesta a pruebas por la nueva gestión de Donald Trump.

En términos generales, la derecha latinoamericana ha utilizado, entre otras, la estrategia de guerras judiciales para atacar a los gobiernos progresistas. Este ha sido el caso de Cristina Fernández de Kirchner a quien se le ha condenado por asuntos de corrupción sin mostrar pruebas contundentes. Lo mismo sucedió con la Ignacio Da Silva Lula en Brasil.

Más recientemente, México ha vivido una verdadera guerra judicial desde que el gobierno de Amlo intentó hacer una reforma judicial. En un primer momento, Amlo quiso que el sistema se reformara desde adentro, pero la Suprema Corte de Justicia de la Nación no hizo caso a su recomendación. Amlo le reclamó que sus miembros no podían percibir salarios superiores a los del Presidente de la República porque la Ley federal lo prohíbe. Los miembros de la Corte se ampararon para no reducirse sus salarios y proteger sus prestaciones. Peor aún, en su lucha contra el Ejecutivo, dieron amparos a diestra y siniestra a favor de innumerables narcotraficantes y de empresarios como Ricardo Salinas Pliego para que no pagara sus impuestos conforma manda la Ley.

Ante esa situación, Amlo tuvo que esperar hasta que su partido tuviera mayoría calificada en ambas cámaras para que se pudiera reformar la Constitución de la República. Esto se ha hecho y a partir del 1 de junio de 2025 habrá elecciones para todos los juzgadores. La reacción de Estados Unidos no se hizo esperar y durante el proceso de votación en el Congreso de la Unión, su embajador, Ken Salazar, se expresó públicamente contra la reforma judicial porque esta atentaba contra la democracia. Amlo le respondió que en 43 estados de Estados Unidos se elije a los jueces y preguntó por qué México no podía elegir los suyos. Por ahora, la guerra judicial ha fracasado en México y este es un gran ejemplo a seguir por los demás países latinoamericanos. Poner en práctica la reforma judicial es un gran reto para Claudia Sheinbaum, la sucesora de Amlo. Sin embargo, no cabe duda que la elección de los jugadores ayudará a profundizar la democracia en el ámbito judicial, uno de los sectores más conservadores y corruptos en la sociedad mexicana.

En conclusión, los gobiernos progresistas de América Latina contribuyeron a “democratizar la democracia” y, en cierta forma, a elevar el nivel de conciencia de la ciudadanía sobre sus derechos civiles, políticos, sociales, género, raza, etc. Sin embargo, esto provocó la resistencia de las elites latinoamericanas, las cuales percibían que sus privilegios les eran acotados. Estas elites ahora gozan del auge de la derecha a nivel mundial y la nueva gestión de Donald Trump en Estados Unidos no solo las aupará, sino que empleará todos los medios disponibles para subestimar a los gobiernos que no estén dispuestos a seguir a pie puntilla sus dictámenes. Por ahora, habrá que esperar a que la gestión de Trump tome el poder para apreciar hasta qué grado podrá aplicar políticas comerciales aislacionistas en un Imperio cuya economía parece estar de capa caída.