La inscripción de las leyes en piedra y metal era una práctica que evocaba la perdurabilidad e inalterabilidad de las normas. El afamado Código de Hammurabi, la Ley de las XII Tablas de los romanos e, incluso, los Diez Mandamientos son ejemplos de ello. Sin embargo, esto es cosa del pasado, pues actualmente no existe duda alguna que las normas jurídicas son instrumentos sometidos a constante evolución.
La historia nos ha demostrado que la realidad supera velozmente a las leyes y esto obliga a que los poderes públicos promuevan adaptaciones legales para reencausar las normas a los nuevos paradigmas de la sociedad, así como a las cambiantes cosmovisiones políticas y económicas de las autoridades de turno. Ahora bien, que la transformación de las normas sea necesaria, no implica que estas puedan ser modificadas sin limitación o condicionante alguna.
El derecho, en tanto sistema, procura garantizar que la transición hacia un nuevo régimen normativo no suponga un menoscabo excesivo en perjuicio de las personas que se sometieron a un régimen jurídico y ahora deben migrar a otro y para eso la Constitución dominicana contempla, en su artículo 110, los principios de irretroactividad de la norma desfavorable y el de seguridad jurídica, principios que proscriben la alteración de situaciones consolidadas y la eliminación de los derechos adquiridos al amparo de normas anteriores.
En ese sentido, se ha pronunciado el Tribunal Constitucional en la Sentencia TC/0013/12 destacando que:
“(…) La garantía constitucional de la irretroactividad de la ley se traduce en la certidumbre de que un cambio en el ordenamiento no puede tener la consecuencia de sustraer el bien o el derecho ya adquirido del patrimonio de la persona, o de provocar que si se había dado el presupuesto fáctico con anterioridad a la reforma legal surta la consecuencia (provechosa, se entiende) que el interesado esperaba de la situación jurídica consolidada.”
Como puede apreciarse, la inalterabilidad, como parte fundamental de los principios constitucionales de irretroactividad y seguridad jurídica, solo es predicable ante la existencia de verdaderos derechos adquiridos o de situaciones jurídicas consolidadas. Para el Tribunal Constitucional allí donde no hay un derecho adquirido subyace una mera expectativa, la cual no alcanza un grado suficiente de materialización para ser amparada o protegida por el Estado dominicano.
Este sistema de extremos establecido por el Tribunal Constitucional, en el que solo existen derechos adquiridos y situaciones jurídicas consolidadas desconoce que, en el justo medio, se sitúan las expectativas legítimas, las cuales son merecedoras, aún en menor grado, de una protección jurídica ante los cambios normativos.
Las expectativas legítimas se generan como consecuencia de actuaciones y decisiones en proceso de consumación que, con alto nivel de certeza y de no haberse efectuado el cambio normativo, hubiesen conducido a un resultado beneficioso para la persona que operó bajo el manto normativo vigente en su momento.
En esas condiciones, y a diferencia a lo sostenido por el Tribunal Constitucional, es evidente que las expectativas legítimas, aunque no reúnan la misma cualificación que los derechos adquiridos o las situaciones jurídicas consolidadas, también suponen un límite a la potestad que tienen los poderes públicos de modificar el ordenamiento jurídico.
La tarea de impulsar cambios en leyes y reglamentos es delicada, ya que requiere correlativamente el deber de amparar las expectativas legítimamente generadas en las personas durante el tiempo que las normas han permanecido invariables. Esto implica que resulta necesario ponderar los efectos positivos, negativos, sacrificios y beneficios, de las modificaciones a los regímenes jurídicos con la finalidad de prever los mecanismos de mitigación o reducción de los costes de la transición a un nuevo régimen normativo.
Por ello, es de vital importancia que, en las sentencias venideras, el máximo intérprete jurisdiccional de la Constitución dominicana desarrolle jurisprudencialmente el equilibrio y la proporcionalidad que debe primar entre la obligación, existente pero desconocida, de proteger a quienes legítimamente confiaron en el régimen jurídico regularmente constituido con anterioridad, y la potestad de modificación de normas, que debe ejercerse respetando el principio constitucional de seguridad jurídica.