La bestia se sentía de un humor extraño. Refractario. En los pocos días que había pasado, antes de partir para Barcelona, lo habían llevado de un lugar a otro y sin descanso por Madrid y sus alrededores, le estaban dando un baño, un hartazgo de cultura, atiborrándolo de cultura, y la bestia se estaba cansando. Lo llevaron, sin contemplaciones, al Museo del Prado, a la corrida de toros, lo llevaron a la Plaza del Sol, a la Plaza de Neptuno, al Valle de los Caídos, lo llevaron al lúgubre monasterio del Escorial donde besó, en un arranque de devoción y misticismo, un fragmento de la Vera Cruz, el madero usado por los romanos para crucificar a Jesucristo. Literalmente le estaban metiendo por ojo, boca y nariz el esplendor, la grandeza, los grandes tesoros históricos de la ciudad capital. Le estaban dando más de lo que podía asimilar y es probable que no se sintiera cómodo. Después de todo él era un hombre moderno y era un guardia, nacido en el nuevo mundo y acostumbrado a otro estilo de vida. Los recibimientos y banquetes —como dice Crassweller—, se sucedían uno tras otro y es probable que la bestia no se sintiera a gusto en compañía de gente tan presumida, gente que destilaba tanta y tanta prosapia, tanta alcurnia, y que lo miraba seguramente con desprecio o como algo exótico, en el mejor de los casos. Gente —para peor— a la que no podía gritar ni insultar ni abofetear ni mandar a prisión o a ejecutar.
El esplendor añejo y señorial de Madrid, acompañado del exceso de atenciones y reconocimientos que recibía, producía en su ánimo un efecto contraproducente, se sentiría tal vez apabullado. El hecho es que ahora se comportaba de una manera errática, poco diplomática incluso. Se podría decir que no estaba feliz, que no manifestaba alegría más que en las fotos que le tomaban, una alegría escénica, si acaso era alegría.
Lo más probable es que la bestia sintiera que no encajaba en aquel ambiente, y su sentir no era infundado. Cada vez que abría la boca causaba una mala impresión y al parecer la abrió muchas veces y en muchos sitios. Se expresaba de una manera tan superficial, desagradable, chillona, que producía malestar y burla y nunca sabía qué decir, aparte de que lo decía mal.
Extrañamente, en una ocasión se negó a asistir a una cacería. La noche anterior había tomado parte en una suntuosa recepción en el Palacio Real. Una recepción y banquete acompañados de un discurso de Franco en su honor y en honor de los heroicos conquistadores del nuevo mundo. La riqueza y profundidad de una cultura como la española, y todo aquel ceremonial aristocrático llenaba de orgullo a casi todos los presentes, pero en el ánimo de la bestia rebotaba, no hacía mella, sólo conseguía aburrirlo, quién sabe si incluso humillarlo. El hecho es que al día siguiente estaba invitado a participar en una cacería y se negó, se resistió y se excusó. Se encerró en su habitación y permaneció un tiempo incomunicado. El edecán militar que le habían asignado no dejó de sorprenderse, pero no argumentó nada en contra. Se suponía que una actividad violenta y sanguinaria como la cacería no disgustaría a la bestia, pero la bestia se negó.
Con mayor razón, unos días después se negó a asistir a un evento cultural que ya había sido programado. Dice Crassweller que el ministro de educación se quedó sorprendido cuando llegó al Palacio de la Moncloa a buscarlo y escuchó la negativa en su boca. Esta vez no hubo excusas. Sólo dijo que no.
En una de esas ocasiones intervino Emilio García Godoy, el embajador dominicano en España, para tratar de convencer a la bestia y supuestamente lo convenció.
“Uno de los edecanes militares que le habían puesto a su servicio, el coronel Molina, de la guardia española, le dijo a Trujillo que había expresado su sentimiento de que hubiese deseado no asistir a ese compromiso: ‘Vuestra excelencia, usted es libre de ir o no ir. ¡Usted es un invitado especial del generalísimo Franco y usted puede hacer lo que quiera”.
“Acto seguido, don Emilio, medio incómodo y con fuerte acento dijo al militar: ¡“No señor… ¡El generalísimo Trujillo no puede hacer eso, precisamente porque es un invitado a una visita de Estado por el generalísimo Franco y él no puede faltar a una ceremonia que hagan en su honor, sin inferir una grave ofensa a la nación que lo ha invitado y a su anfitrión, el Jefe del Estado”.
“Volviéndose a Trujillo le dijo: ¡Usted tiene que ir! Usted no puede eludir ese compromiso sin crearle un grave daño a la República Dominicana, a la que usted representa en este momento”. Y Trujillo, con poco ánimo, expresó a su embajador: “Emilio, yo estoy demasiado cansado… ¿No se podrá presentar alguna excusa apropiada? El coronel español intervino de nuevo y le repitió: ‘Vuestra Excelencia puede presentar cualquier excusa y será recibida con beneplácito por el Gobierno español’.
“Y don Emilio le respondió, ya en tono airado: –“¡No es así, señor coronel…!”. Al generalísimo Trujillo se le presentó con mucha anticipación una agenda oficial, que él mismo, después de examinar cuidadosamente y con suficiente tiempo, la aceptó, devolviéndola con su aprobación por mi intermedio y yo, que soy su embajador ante el Gobierno Español, soy el responsable de su cumplimiento. ¡Usted va…! –dijo volviéndose a Trujillo– ¡o yo le renuncio aquí mismo¡”. Trujillo, a regañadientes, contestó: –’Está bien, Emilio. Tú ganas’. El Jefe se vistió y asistió a la cena».1
El episodio que se relata debe haber ocurrido de alguna manera, pero los diálogos son improbables. Ningún funcionario le hablaba con esa autoridad a la bestia ni se comportaba ante él con tanta presencia de ánimo. García Godoy puede haberle rogado a Trujillo y pudo haberlo convencido, pero con palabras muy medidas, muy suaves y sumisas.
Lo cierto es que la bestia ahora se comportaba y se comportaría de un modo impredecible y no era cosa fácil hacerlo cambiar de opinión.
Según lo que dice Crassweller, para el jefe de protocolo español (un encopetado marqués), semejante comportamiento podía ser fruto de la caprichosa naturaleza pasional de un hombre de los trópicos. La bestia no lo sabía o no le importaba, pero su comportamiento resultaba a todas luces inapropiado e inaceptable en aquel exclusivo y “grave y correcto círculo de los ibéricos hidalgos”.
Al pisar tierra española, la bestia había declarado con mucho orgullo: “Amar y defender a España ha sido un deber que siempre he cumplido sin titubeos, como descendiente que soy de una tercera generación de españoles”. Mientras tanto la radio y los periódicos de España proclamaban a los cuatro vientos que “el Generalísimo Trujillo es un amigo de nuestro país, un amigo de nuestro Caudillo, un amigo en tiempos difíciles”. Por su parte, Franco proclamó a su visitante como “un paladín anticomunista de las Antillas”, el mismo que sería campeón del anticomunismo en América. A manera de respuesta Trujillo dijo que sus ideales políticos estaban en consonancia con los “ideales de la política española”. Sin embargo, los españoles se rieron de sus modales, se rieron sobre todo de su traje de emperador y su bicornio emplumado, entre muchas otras cosas.
Lo cierto es que la bestia hizo el ridículo. Crassweller opina que a la bestia no le fue mal en Madrid después de todo, pero el consenso es que hizo el ridículo. Después vendrían tiempos mejores en Barcelona y en Andalucía, pero lo de Madrid fue un asco.
Más adelante el generalísimo Chapita y el generalísimo Paco Paredes —los generalísimos de las voces de flauta—, volverían a reunirse y volverían a conversar y renovarían votos de amistad. Además, después de muertos y enterrados (y desenterrados y vueltos a enterrar) se juntarían de nuevo en el aristocrático cementerio de Mingorrubio y serían felices para siempre.
(Historia criminal del trujillato [146])
Notas:
(1) Chichí de Jesús Reyes, “Relatos del viaje oficial de Trujillo a España”
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Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.