Hay quien asegura que el buen peluquero tiene tanto de psicólogo como de experto en tijeretazos, pues mientras ejerce su oficio escucha, comenta y reflexiona con la autoridad de un monje budista. Gracias a un texto del argentino Juan Forn descubrí detalles sorprendentes de Eugenio Arias quien, más que ser el encargado de arreglarle el pelo a Picasso, fue su amigo.
Forn comenta que se conocieron por casualidad, o más bien gracias a la negativa de la entonces esposa del pintor, Francoise Gilot, de rasurarlo. De tal suerte que, con su malhumor a cuestas, se dirigió con el barbero del pueblo. Nunca imaginó que lo recibirían en castellano, ni que el hombre que afilaba las cuchillas fuera como él: un «rabioso antifranquista».
Lo de menos era el corte, pues Arias a secas, republicano español, como solía presentarse, lo atendía en su lengua y juntos despotricaban contra Franco y comentaban los temas favoritos del pintor: la tauromaquia y las mujeres.
En efecto, lo demás vino después, como la invitación para llevarlo a las corridas en Arles o visitarlo hasta su casa la Galloise para evitar que los vecinos, que siempre solían cederle su lugar, no lo molestaran mientras lo arreglaban. Si me pongo en los zapatos de esos aburridos y curiosos pueblerinos yo hubiera hecho lo mismo: merodear por allí hasta ver aparecer al genio y observar con deleite cómo se sentaba en el sillón; cómo le pasaban el peine; cómo le afeitaban el rostro…
Ahora bien, la fiesta brava, tan atacada hoy en día por los furiosos defensores de la fauna (indiferentes ante el sufrimiento de los de su especie, digamos niños, mujeres, ancianos. ¡Uy¡ Ya me fui por otro lado) era un verdadero lujo para ese par. Los pases mágicos del torero los transportaba por un instante a la tierra lejana y prohibida. Un viaje exprés para pegarle a la nostalgia. Las excursiones a la arena fueron tan puntuales durante los siguientes veinte años, que en los carteles se anunciaban con la frase siguiente: «Hoy Toros, con la presencia de Picasso».
En el texto aludido se nos revela a un personaje peculiar, que si bien la historia lo recuerda como el peluquero de…, fue, antes que nada, un hombre de convicciones, como las que lo llevaron a combatir del lado de la República en la Guerra Civil hasta el final. Con esa misma convicción peleó junto a los franceses en la Segunda Guerra hasta que el mariscal Pétain entregó la rendición a los nazis. Entonces, se acercó a los de la Legión Extranjera, que lo rechazaron por el detallito de que su pulmón había recibido un balazo en alguna lucha pasada. Sin un pelo de desánimo, pasó a formar parte de la resistencia. Al final, su andar lo llevaría a regentar la peluquería en Vallauris, en el sur de Francia, adonde había llegado don Pablo huyendo del depresivo y lluvioso París.
Durante casi treinta años se encargó de afeitarlo (dos veces por semana) y cortarle el poco cabello que le alborotaba las sienes (una vez al mes). Artista y supersticioso, además de un corte veloz, se llevaba con él sus pelos, temeroso de que le hicieran brujería. Hay que ser rápido Arias, más rápido que la belleza, quien es más rápido le obliga a la belleza a alcanzarlo, le insistía con vehemencia genial. El peluquero, dice el argentino, adoró el consejo, pero claro, nunca lo aplicó. Lo suyo no era obedecer, tal y como le sucedería con otro cliente. El cura del pueblo le reprochó en alguna ocasión su ausencia en la iglesia. Ante lo cual reviró: «Es que yo odio escuchar a alguien que no me deja contradecirlo».
Por otro lado, la camaradería no hacía sino aumentar. Picasso le obsequió un estuche decorado para que guardara sus tijeras y demás artilugios y luego, un Renault que su hijo Paulo había dejado arrumbado, para que Arias no tuviera que caminar los tres kilómetros que lo separaban de Vallauris.
Es más, entre los 50 y 60 si alguien quería ver a don Pablo, lo mejor era consultar antes a su peluquero, que también atendía a los no pocos snobs que bajaban desde París para, posteriormente jactarse de que se cortaban el pelo en el mismo sitio que el creador del Guernica…
De vez en cuando también le regalaba alguna acuarela o una que otra figurita de cerámica. Por supuesto, Arias nunca le pasó la factura por los muchos años de servicio. Tampoco vendió, como mucha gente hizo, ávida de medrar con el nombre de Picasso, dichos tesoros.
En cambio, una vez muerto el sapo dictador, juntó los dibujos y los donó a su pueblo natal en Buitrago de Lozoya, el mismo que extrañaba y rememoraba durante las corridas, el mismo al que aludía, tijera en mano, en las pláticas con su amigo. Hoy en día podemos visitar un museo que nos recibe con una frase suya: «Nada tiene más valor en el mundo que lo que no se puede comprar», concluye el texto de Forn, luego de precisar: «Qué tipos esos republicanos españoles». Ya no los hacen como antes, agregaría yo…