Acaba de pasar este 2 de julio por el mar Caribe central, Beryl, fenómeno hidrometeorológico que en su desplazamiento frente a nuestra isla ha oscilado entre la categoría 4 y la límite 5 (escala Saffir-Simpson), considerado inusual por los científicos. Ha causado daños aunque no catastróficos en plantaciones e infraestructuras de provincias de la costa sur del país desde Punta Cana hasta Pedernales.
La temporada ciclónica para esta zona comienza el 1 de junio y termina el 30 de noviembre, pero julio no registra picos en la ciclonología de la isla ni en el resto de la subregión. Mucho menos de fenómenos con vientos sobre los 240 km/h como el ocurrido el martes. La gran tanda se da entre agosto y septiembre (Inés, David, George) porque las aguas del Atlántico, donde generalmente se forman, se vuelven más cálidas.
Beryl, como otros, nos ha refrescado la memoria porque nos persiguen la desmemoria y la desidia. Se ha puesto como espejo para que identifiquemos nuestras debilidades en materia de prevención, que son muchas y de alto riesgo para la vida y los bienes.
Una falencia, sin embargo, sintetiza a las otras y es impostergable: carencia de una cultura de prevención.
Ha pasado casi un cuarto del siglo XXI y nos ufanamos de nuestro “desarrollo”; mas, somos tuñecos en prevención. Peor, ni se ven intentos para construirla pese a que es un proceso de largo aliento y de somatización de saberes socialmente beneficioso.
Aún estamos en la era de los operativos excitantes. De las acciones espectaculares. De héroes y protagonismos mediáticos. De intentar tapar el sol con un dedo de la mano. Penoso.
Un drama agravado con la explosión de las plataformas de la Internet y la eclosión de los todólogos, que sin un ápice de conocimiento de Comunicación de Riesgos sustituyen y hasta desprecian al Gobierno como fuente oficial en momentos de emergencia nacional.
Solo cuando ocurren los fenómenos, los recordamos e impotentes nos encomendamos a Dios para que nos proteja. Y nunca mancamos en atribuir las culpas de consecuencias catastróficas a la naturaleza con sus ciclones, vaguadas, seísmos, derrumbes, riadas, marejadas y fuegos. O a un castigo divino, o a una bruja malvalda.
Cuando tenemos el hecho en las narices y ni siquiera sabemos elegir entre asegurarnos y mitigar impacto, o abrazar y excitarnos con el peligro (figurear en las calles y carreteras, bañarse en ríos y arroyos, fotografiar la bravura del mar), entonces, tal vez, algunos de los cerca de 11 millones de vidas que habitamos este pedazo de isla del Caribe insular descubrimos que cojeamos, y de malas maneras. Pero nada hacemos para enderezarnos a largo plazo.
Aún vivimos o sufrimos los tiempos en que confundimos huracán con tormenta y depresión tropical, y onda tropical con tormenta; velocidad de traslación con velocidad de los vientos, vientos de tormenta con huracán, y nos interesa un comino el “ojo”.
Se nos perdieron en el tiempo los resultados trágicos de San Zenón a partir de la 1:30 de la tarde del 3 de septiembre de 1930 con vientos de 180 km/h. Al menos mil muertos y la ciudad abatida a causa de la ignorancia solo lo recuerdan unos cuantos.
Pese a la advertencia de los medios y reportes del observatorio de Pan American Airways, en el aeródromo Lindbergh de Santo Domingo, de que el evento se ubicaba 80 o 100 millas al sur de Puerto Rico, los capitalinos salieron a las calles y se arremolinaron en el malecón para “disfrutar” el espectáculo de las olas cuando el ojo del fenómeno estaba sobre la ciudad y hubo calma. Al desplazarse, la sorpresa llegó con las ráfagas que le circundaban.
Nos han inculcado agarrarnos solo de la fe y del conformismo del malo para alejarnos de la comprensión de resultados terrenales.
La tragedia en gran parte es atribuible al empobrecimiento y sus casas de cartón en terrenos vulnerables, al caos en el ordenamiento territorial, a los daños a playas con las construcciones ilegales, a las correntías y ríos convertidos en botaderos de basura o en torres de viviendas, a los ataques sin piedad a los parques nacionales, a los manglares exterminados.
No sé cuándo el Gobierno entenderá que urgen sinergias, pensar estratégicamente y recursos para construir una cultura de prevención, proceso que no se agota ni por asomo en salir huyendo a ofrecer boletines informativos cuando se produce el fenómeno natural.
La apuesta debe ser por una sociedad empoderada que se proteja espontáneamente de las reacciones de la naturaleza y de las enfermedades. Un objetivo que no se logra con los brazos cruzados.