A pesar del fin de la II Guerra Mundial muchos soldados japoneses, dispersos en algunas islas del Pacífico, seguían su lucha pues no sabían o no querían aceptar el final del conflicto bélico. Fue el caso del segundo teniente Hiroo Onoda, quien fue enviado a la isla de Lubang a enfrentar a cualquier costo las tropas estadounidenses.
Muchos abandonaron la guerra, pero otros, como Onoda, dispersos en zonas selváticas continuaron con su quijotesca lucha, no daban crédito a cuanto se decía y se mantuvieron ocultos en una guerra de guerrillas sin tregua. Para el 1959, 14 años de finalizada la guerra, algunos de sus compañeros se rindieron y otros ya habían muerto.
Su figura se convirtió en leyenda, hasta que a principios de los años 70 un joven japonés se dio a la tarea de buscarlo y lo encontró. Casi 30 años del fin de aquella guerra y habiendo aceptado el final de su propia guerra fantasma, volvió a Japón. Estaba orgulloso de sus decisiones y del tiempo que había pasado en Lubang.
Hay personas, como Onoda, pasan su vida luchando guerras ficticias, que no parecen tener término. Muchas de ellas mantienen dicho conflicto con seres, que incluso, ya terminaron su paso por la vida y, por tanto, posiblemente ni sufrieron y qué decir, ni sufren las consecuencias de un conflicto que reside solo en una mente.
Como el caso de Onoda quien con toda la sencillez del mundo lo explicó de esta manera: “recibí la orden de nunca rendirme”, quienes sostienen por secula seculorum una lucha incesante, sin rendirse y sin perdonar ni perdonarse los “supuestos o reales” errores cometidos, reeditan constantemente sus rencores y angustias.
Son situaciones que para quienes se colocan en la acera del frente no tienen sentido, y desde un punto de vista real, efectivamente ya no lo tiene, y solo quien lo vive internamente siempre buscará las excusas y los argumentos para mantenerlo vivo, y qué mejor evidencia que su propio sufrimiento interno.
Lo más complicado de todo esto es que para quien sostiene en su mente tal situación a pesar de que esta ya no existe en la realidad, el solo recuerdo se convierte en la justificación de la situación y, más complejo aún, le ofrece significado a su vida misma y la situación que padece. Ése, al final de cuentas, es su sentido de vida.
En algún sitio leí y me pareció interesante, que la conciencia es como una cebolla, que tiene muchas capas y que generalmente mientras más la pelas, probablemente te encontrarás con situaciones inesperadas, por supuesto, en algunos casos podrán hacerte llorar de felicidad, en otros de tristeza.
Una narrativa centrada en el dolor acumulado, en el desengaño, la carencia de afectos y cariños, y por lo demás, sin posibilidad de perdonar y perdonarse, no harán otra cosa que buscar y encontrar una vía de escape a través de un trastorno mental y quien sabe, otros problemas de naturaleza biológica.
En su libro El Yo dividido, Ronald David Lang, haciendo referencia al síntoma esquizoide señala: “Tal persona no es capaz de experimentarse a sí misma “junto con” otras o “como en su casa” en el mundo, sino que, por el contrario, se experimenta a sí misma en una desesperante soledad y completo aislamiento”. No se da tregua.
Sin necesariamente ser esquizofrénica, hay quienes viven en un constante martirologio existencial, viviendo culpas o rencores que, a esta altura del juego, solo residen en su mente, en su pensamiento, en su alma y lo recrean constantemente sin encontrar, por supuesto, el camino hacia su liberación.
No saben cómo cambiar la historia, pues la recrean de manera permanente como parte de su vida real, aquella que viven internamente como única posibilidad. Así, vive su vida en un harakiri eterno, clavando en su propia alma y como cuchillo afilado, todas las angustias vividas, reales o inventadas.
Se vive un suicidio psicológico que no solo impacta a la propia persona sino a todas las otras que le rodean, en un concierto angustioso que no parece terminar nunca y que cada día encuentra maneras distintas de escabullirse disfrazada de múltiples síntomas de naturaleza hipocondríacos.
Soltar penas y rencores, acompañada en un proceso terapéutico de perdón sería la ocasión para construir una nueva historia, una nueva narrativa a partir de una reconstrucción de su propia vida, de esa manera, se abre así misma la reconstrucción de su vida y existencia.