El pasado 5 de abril, el Tribunal Constitucional publicó la motivación íntegra de la STC/0889/23, fechada el 27 de diciembre de 2023. La decisión ha servido de acicate para un intenso intercambio de opiniones en la comunidad jurídica, pues el Tribunal modificó un criterio que había sostenido por aproximadamente una década (desde la STC/0177/14) y que en sí mismo había generado ya un reñido debate: dijo, hoy, que, a diferencia de ayer, puede ejercer el control difuso que prevé el artículo 188 constitucional, y que desarrollan los artículos 51 y 52 de la L.137-11 Orgánica del Tribunal Constitucional y de los procedimientos constitucionales. Puede, entonces, resolver la excepción de inconstitucionalidad cuando el caso lo reclame. La decisión se sostiene por una mayoría precaria (aunque suficiente) y a su texto se adjuntan sendos votos particulares en los cuales una porción del colegiado motiva –por cierto, de gran manera— su desencuentro con lo decidido.
A decir verdad, la división de opiniones a lo interno del Tribunal transita la misma ruta que el desacuerdo en la comunidad jurídica. Tanto en un plano (el judicial) como en el otro (el académico y litigioso) se reproduce un choque entre quienes piensan que el Tribunal Constitucional, o bien no está para eso, o bien no le compete porque no hay norma que se lo atribuya, o en definitiva no debe hacerlo porque, de ser así, alteraría su propio espacio de competencias, invadiría el ámbito privativo del Poder Judicial, desmontaría la separación de poderes que predica la Carta constitucional y, en última instancia, pondría en riesgo el orden constitucional y el sistema democrático; y, de otro lado, quienes por el contrario defienden –por distintas vías y desde variadas premisas— que no hay nada que impida o desaconseje que el Tribunal ejerza semejante competencia y que, de hecho, ello puede servir para robustecer el sistema de protección de derechos y la propia garantía jurisdiccional de la supremacía normativa de la Constitución, todo lo cual naturalmente tributa en provecho de la función esencial del Estado, que no es otra que la garantía del orden constitucional y del estatuto de los derechos fundamentales.
Hay, pues, argumentos para elegir. Naturalmente, semejante dialéctica no se zanja con algunas pocas líneas, ni amerita un análisis demasiado simplista, ni mucho menos se estructura sobre posiciones endebles. Lo que en el fondo se vislumbra es una pugna entre concepciones distintas de la justicia constitucional y entre modos diferentes para su correcto ejercicio. Lo que quizá se ha pasado por alto –y que precisamente es lo que motiva este artículo— es que hay una ruta con vocación de armonizar lo que hasta ahora parecen ser posiciones irreconciliables. En efecto, hay un supuesto en el que ambos lados del debate pueden llevar algo de razón y, a la vez, sostenerse la apuesta (que, creo, nadie rehúye) por un sistema de justicia constitucional más apegado a la realidad jurídico-procesal en que se desenvuelven nuestros derechos: ese caso, me parece, es aquel en el que el Tribunal Constitucional actúa como jurisdicción de amparo.
Recuérdese que, por la naturaleza misma del control difuso y del mecanismo procesal a través del cual se manifiesta (la excepción de inconstitucionalidad), el universo de escenarios que conciernen al presente debate se divide básicamente en dos: de un lado, los casos en los que el Tribunal Constitucional conoce de un recurso de revisión de sentencias firmes; de otro, el supuesto en el que aquel colegiado resuelve un recurso de revisión de sentencia de amparo. Bien se ha dicho que, en el primer caso, el ejercicio del control difuso por parte del Tribunal Constitucional debe hacer frente a una importante objeción: tratándose de un control concreto en el que el examen de constitucionalidad gira en torno a las infracciones que la norma atacada produce en su aplicación a un cuadro fáctico específico, siempre que la jurisdicción constitucional ejerza el control difuso estará, directa o indirectamente, efectuando un juicio que la L.137-11 le prohíbe de forma expresa: juzgará, en mayor o menor medida, los hechos del caso.
Me detendré en este punto solo para manifestar que, a mi juicio, la objeción es potente y parece poner de manifiesto un punto relevante. Y es que, en términos prácticos, resulta en gran medida inevitable que, al conocer de la excepción de inconstitucionalidad, el tribunal termine por examinar las incidencias fácticas del caso. Piénsese en el proceso mental que efectúan los jueces cuando ponderan un incidente de inconstitucionalidad: si la infracción ha de acreditarse necesariamente respecto de la aplicación concreta de la norma (porque así lo impone la configuración originaria del control difuso), entonces el examen de los hechos es parte esencial, y en cierto modo natural, del juicio sobre una inconstitucionalidad por vía difusa, cualquiera que sea su orientación o sentido. El carácter concreto de la constitucionalidad así examinada no solo viene dada por los efectos de la decisión que la declara, sino también, y acaso sobre todo, por la singularidad de su procedencia: porque la infracción constitucional no se configura desde la norma como tal, sino sobre su aplicación al cuadro fáctico de que se trata. Desde aquí, resulta que, cada vez que el Tribunal Constitucional se disponga a ejecer el control concreto de constitucionalidad, estará excepcionando el artículo 53.3.c de la L.137-11.
Con independencia de cuán acertado sea el razonamiento anterior (y sin perjuicio de los méritos del resto de argumentos que enarbolan quienes se oponen al control concreto ante la jurisdicción constitucional), la idea que me interesa defender es que la STC/0889/23 hace especial sentido en el caso en que el Tribunal Constitucional retiene el conocimiento de una acción de amparo que a su vez viene acompañada de una excepción de inconstitucionalidad. Dado que el Tribunal ha sostenido que, por economía procedimental y en virtud del principio de autonomía procesal (cf. STC/0071/13), puede conocer del fondo de la acción una vez revoca la sentencia recurrida (sin que norma alguna, bien legal, bien constitucional, le atribuya esta competencia, que por cierto creo que no cabe rechazar), y al haber admitido también que el juicio de amparo es compatible con la excepción de inconstitucionalidad (vid. STC/0181/17), rehusarse a resolver un incidente de inconstitucionalidad que forma parte del elenco originario de argumentos que articulan una denuncia de lesión a derechos fundamentales equivale a mutilar el proceso constitucional mismo; es tanto como segmentar la petición del amparista y dar solución a solo una parte de ella.
No advierto la razón por la cual se justifica simplemente conceder que las cosas deban ser así. Dicho de otra forma, no tengo nada claro que tenga que ser el amparista quien corra con la carga que trae consigo el celo con el que a veces los juristas abordamos los conflictos de derechos. Debe ante todo recordarse que la efectividad, además de ser un principio rector de la justicia constitucional en nuestro singular esquema, es también pilar de la función esencial del Estado que declara el artículo 8 constitucional. Bajo este marco, no puede ser de recibo que, una vez traspasado el umbral de las puertas de la jurisdicción constitucional, tenga que ser el titular del derecho vulnerado –y no, por ejemplo, el Estado— quien asuma el gravamen que en verdad supone una rigurosa (y, acaso por ello, costosa) sujeción a unos presupuestos procesales y competenciales que solo parcialmente explican la justificación filosófica del sistema de protección de derechos.
No es que sea irrelevante la distribución de competencias que privilegia la Constitución, o que no tenga importancia la asignación de procedimientos que dimana de la L.137-11, o que existan buenas razones para soslayar las formalidades propias de cada juicio. Quizá quepa admitir que todo eso tiene un peso específico que, eso sí, puede y en ciertos casos debe ceder (sin que por ello arda irremediablemente el mundo jurídico) frente al objetivo último al que sirven los mecanismos de protección y garantía de derechos como el amparo: la plena vigencia de la autonomía y la libertad de la persona. En efecto, quizá sea buena idea balancear la trascendencia de los espacios de autoridad y la relevancia de los procedimientos (en sí mismos esenciales) con la fundamental misión de garantizar la realización efectiva de los derechos. Concedida la pertinencia de este equilibrio, creo que habrá de admitirse a seguidas que, entre una y otra, es hoy más apremiante la garantía plena de los derechos. Así –y retomando una idea anterior—, en el caso en que el Tribunal Constitucional se disponga a resolver el fondo de una acción de amparo en cuyo petitorio originario se inserta una excepción de inconstitucionalidad, la STC/0889/23, más que un bicho raro en el sistema de justicia constitucional dominicano, en realidad se convierte en el camino que más y mejor encaja con la promesa constitucional sobre los derechos.
Insisto, para cerrar, que parto de la premisa de que se está frente a un debate que precisa de un abordaje mucho más acabado que el que aquí se ofrece, que por cierto solo pretende contribuir en una parte del universo de casos en los que el Tribunal Constitucional desplegará su (¿nueva?, cf. STC/0012/12) competencia de control concreto de constitucionalidad. Sirvan estas consideraciones solo como recordatorio de que, a fin de cuentas, si el Derecho sirve a la justicia, no es solo por una simple decisión teórica, sino también por una sólida convicción cuya medida viene dada por el propio arreglo jurídico-constitucional que hoy nos rige, en tanto que en su raíz se vislumbra una misión elemental: priorizar la proyección práctica de los derechos, no su idealización.