Podríamos decir muchas cosas del holandés Vincent van Gogh, un genio de la pintura, creador de obras tan bellas y emblemáticas como Los girasoles. Como sabemos, su estilo marcó los movimientos impresionista y postimpresionista, que en el siglo XIX rompieron con el realismo en boga y con aquellos cuadros que se creaban por encargo de las casas reales, la nobleza o la burguesía para adornar palacios, iglesias o residencias señoriales.
Van Gogh pintaba lo cotidiano, el día, la noche, los campesinos labrando la tierra, las actividades de las clases populares, de aquellos y aquellas que visten sin joyas, que carecen de una opulencia que exhibir, ni enrostrar… las estampas de vida de la gente sencilla. Su técnica puntillista, característica de los pintores del Impresionismo, y sus composiciones tienen movimiento; su base de sustentación es inestable, es como si estuviesen volando o agitadas por el viento. Al mismo tiempo, su dominio del color le convierte en un artista único, capaz de hacer arte de lo simple. A través de la pintura intentaba canalizar todo su mundo interno, volcaba en ella sus miedos y sus obsesiones…
Su biografía está marcada por la evolución de una enfermedad mental grave como es la psicosis, cuyos síntomas le dominaban, y, al mismo tiempo, la necesidad de aceptación de los demás le abocó a extremos muy poco saludables.
La angustia perturbaba su juicio y le hacía ser poco racional, sus relaciones interpersonales y afectivas eran tormentosas. En sus conductas de autocastigo personal era obsesivo, tal vez por un sentimiento de rechazo profundo hacia sí mismo: no se alimentaba o no cuidaba de sí mismo. Esto, evidentemente, convertía en muy frágiles su salud física y psíquica. La única manera de calmar su angustia vital era con el recurso al alcohol o conductas sociales de riesgo.
Prácticamente solo mantuvo una relación normalizada de afecto con su hermano Theo, quien siempre le apoyó desde la distancia, como sabemos por la correspondencia que intercambiaron durante muchos años. Su hermano fue la persona que le ancló en el mundo real y fue a él a quien en sus cartas sí le expresaba pensamientos coherentes, reflexivos y sensatos, en los que era capaz de describirle sus circunstancias y plantearle sus miedos e inseguridades. En cambio, en su vida cotidiana sus actos carecían de toda coherencia.
Hubo momentos en los que se sintió ser parte de un proyecto colectivo, momentos de lucidez, como cuando junto con algunos de sus contemporáneos, como Paul Gauguin, promovió la creación de talleres creativos para artistas jóvenes, pero aquella iniciativa también terminó de manera conflictiva y abrupta, puesto que no toleraba el rechazo.
Su fragilidad física y psíquica motivaron que tuviera que ser ingresado de manera intermitente en sanatorios mentales, donde nunca pudo recuperarse, al punto que perdió el sentido de la realidad y llegó a mutilarse a raíz de un rechazo amoroso. Si vemos su evolución patológica, que culminó en una conducta autodestructiva, emerge una vez más el mito trágico, una vida de sufrimiento que terminó con su peor obra.
Además, no conoció el reconocimiento formidable que su obra obtuvo posteriormente y que siempre anheló: nunca vendió un cuadro. Hoy sus trabajos tienen un valor económico, y no solo artístico, incalculable. En el autorretrato que realizó después de cortarse una oreja predomina el color amarillo…
Si la psicosis tuviese un color, desde luego sería este, el característico que creó Vincent van Gogh.