Desde principios de año me encuentro fuera del país trabajando en dos diversos proyectos cinematográficos que han sido todo un regalo. De momento estoy en México, y reconozco lo bonito y lo irónico de esta etapa en vista de que hace apenas unos meses me consumía la ansiedad que en ocasiones me crean los momentos en que nada pasa.
Me percato de que la agenda había estado tan intensa que no había tenido tiempo de darle calor a esta columna que surgió hace poco más de un año a modo de monólogos existenciales.
Ahora, haciendo lo que más disfruto -en medio de intensos ensayos y preparación de personaje- logro encontrar un pequeño hueco para reflexionar sobre su inicio. Originalmente creé este espacio cuando me encontraba en terreno incierto, algo desgastada, y temerosa del peso emocional de una ingeniería social que prácticamente nos obliga a estar siempre ocupados, crear sin parar, compararnos y pretender que todo está bien, aunque no sea el caso. Así pues, comencé a compartir facetas de mi vida de manera más personal, con ganas de contrarrestar los efectos de aquella extraña realidad y lo que representaba el estar de vuelta en Santo Domingo después de tanto tiempo.
Con Erredé siempre he tenido una relación peculiar, como esas dinámicas complejas que suelen tener las madres con sus hijas, de modo que cuando comencé a escribir, lo hacía como instrumento en un proceso de intensos cambios y batallando un insomnio terrible que me trastornaba la existencia. Veinte años en la intensa ciudad de Nueva York y un oficio inestable parecían querer cobrar factura hasta el punto de que en cierto modo aquellos infortunios influenciaron enormemente mi decisión de regresar al punto de origen, buscando algo que mi interior pedía a gritos: ¡conectar con la naturaleza!
Nueva York, al fin y al cabo, es como un amante narcisista que tiene fecha de expiración o te lleva completamente a la locura, aunque eso de mudarme y dejarla detrás como una etapa más no fue un paso que di a la ligera, sobre todo dentro del caos de una pandemia. La decisión más bien me tomó de sorpresa, cuando mi apartamento de renta estabilizada (ese que según mi tribu neoyorquina no debía abandonar jamás) se infestó de chinches y tuve que escapar como quien se escabulle de la peste. Así fue como abruptamente terminó mi matrimonio con la excitante y abrumadora ciudad que me había dado albergue por dos décadas. Una vez tomada la decisión empaqué veinte años en ocho cajas, emprendiendo el gran reto de reubicarme y encontrar el espacio adecuado para sentar raíces, que a estas alturas decidí fuera junto al mar.
Es cierto que con el cambio de ambiente vinieron nuevas perspectivas, aunque durante todo un año sentí estar en arenas movedizas, con emociones encontradas que me desestabilizaban constantemente. Ahora que me veo en terreno más estable -y sumamente agradecida de los caminos creados paulatinamente- hay un aspecto que destaca en mi mente, y es que por mucho tiempo venía lamentando lo que en mi percepción era falta de trabajo, sin ponderar que mis proyectos personales me mantenían claramente activa, y sin poder comprender del todo que ese espacio de tiempo que me otorgaba la vida era esencial para nutrir mi espíritu, mi intelecto, para sanarme de mi mal dormir, conectar con mi familia, conmigo misma, y poder estar lista para recoger los frutos sembrados.
Ya de vuelta a las andadas, y en un proceso de rodaje que me ha traído una agenda intensa y mucha satisfacción, resalto y valoro la importancia del descanso. De hecho, creo que el verme forzada a disminuir revoluciones fue lo que permitió que se alinearan las cosas que han ido llegando. Y quién sabe, tal vez cuando baje la marea se me olvida todo, aunque sin duda vendrá otro recordatorio de esos que crudamente anuncian que las olas van y vienen.
De repente me percato que resulta mucho más complejo escribir desde una relativa tranquilidad que cuando me siento triste y desolada, pero es también cuando distingo eso de amar la trama más que el desenlace, como expresa Drexler de manera precisa y acertada. Más fácil cantarlo que llevarlo a la práctica, aunque procuro seguir consciente de disfrutar el trayecto, sobre todo aquellos momentos en los que no pasa nada.