Tras la revolución de abril, un contexto de inestabilidad política y conflictos sociales, económicos y políticos puso en entredicho el orden establecido. Ante esta crisis de hegemonía, Estados Unidos, con el objetivo de garantizar sus intereses geopolíticos en la región, impulsó un nuevo consenso que condujo al ascenso al poder de Joaquín Balaguer.

En ese contexto, la República Dominicana atravesaba una profunda transformación social, marcada por la rápida urbanización y el crecimiento de las clases medias. A medida que la población se concentraba en las ciudades, el poder político tradicionalmente asociado al sector rural, base de apoyo de regímenes como los de Trujillo y Balaguer, se debilitó. Las nuevas clases medias urbanas demandaban una mayor participación política, mejores servicios públicos y una mayor equidad social. El Partido Revolucionario Dominicano (PRD) supo capitalizar el descontento urbano, convirtiéndose en la principal fuerza opositora y canalizando las aspiraciones de las nuevas generaciones.

La nueva realidad política obligó a las élites oligárquicas y políticas a incorporar a las masas urbanas en el proceso político. Para Parsons, en su esquema AGIL, la integración de los actores sociales es fundamental para garantizar la estabilidad del sistema. De manera similar, Luhmann, en su teoría de sistemas, sostiene que el subsistema político incorpora elementos de su entorno para mantener su equilibrio.

La idea de que las élites políticas se revitalizan a través del reclutamiento de nuevos miembros en las masas populares ha sido explorada por diversos sociólogos, entre ellos Vilfredo Pareto. Pareto, en su teoría de la circulación de las élites, argumenta que este proceso es fundamental para la dinámica del poder. Al incorporar nuevos individuos a la élite, se renueva la energía y se garantiza la continuidad del sistema. Sin embargo, es importante destacar que este reclutamiento no es un proceso al azar, sino que responde a criterios específicos relacionados con la capacidad de los nuevos miembros para servir a los intereses de la élite.

Max Weber, en su análisis de la dominación tradicional, destaca la dominación patrimonial, caracterizada por relaciones de dependencia personal y lealtad hacia un señor. Si bien esta forma de dominación no es directamente comparable con las relaciones entre partidos políticos y sus seguidores, podemos identificar ciertos paralelismos: la lealtad personal hacia un líder, la dependencia económica o de estatus, y la expectativa de reciprocidad.

Por otro lado, la dominación extrapatrimonial, que incluye tanto a aquellos fuera como dentro de la estructura patrimonial, podría relacionarse con las dinámicas de poder dentro de los partidos políticos, donde los individuos pueden ser tanto instrumento para alcanzar objetivos políticos como beneficiarios de las estructuras de poder establecidas.

La transición a la democracia y la apertura electoral coincidieron con profundos cambios socioeconómicos. La migración del campo a la ciudad y las dificultades para absorber esta mano de obra en el sector industrial impulsaron a muchos a involucrarse en la política de manera más activa, convirtiéndola en una ocupación a tiempo completo.

La democratización, paradójicamente, conllevó la institucionalización de la distribución del botín estatal entre los sectores que conformaban el gobierno de turno. La política balaguerista de darle a cada uno una parte del pastel, perpetuada por sucesivos gobiernos, incentivó la participación política con miras a obtener beneficios personales.

La política ofrecía al aspirante a dirigente político la única vía para acceder a la élite patrimonial y, al mismo tiempo, ascender social y económicamente. Este capital relacional (Burdeau) establecía una dinámica compleja, en la que tanto el dirigente barrial como el partido político podían beneficiarse mutuamente, pero también entrar en conflicto.

Entre los habitantes de un barrio popular y un político de la élite existe un agujero estructural, resultado de un proceso de diferenciación social generado por las desigualdades estructurales y las relaciones de poder.

Esta profunda división plantea la pregunta: ¿Por qué los habitantes de barrios populares necesitan la intervención de un dirigente político?

Según la teoría de los agujeros estructurales de Ronald Burt, un individuo que ocupa una posición intermedia entre dos redes sociales desconectadas puede obtener un capital social significativo al facilitar el flujo de información y recursos entre ambas. En este caso, el dirigente político podría actuar como ese puente, conectando las necesidades de los habitantes del barrio con las instituciones y recursos del poder político.

Cuando un político busca consolidar una estructura partidaria, suele recurrir a la construcción de redes clientelares. Para ello, es fundamental contar con una amplia base de dirigentes barriales que le aseguren el control interno del partido y el éxito electoral. El apoyo de estos dirigentes no se sustenta en una adhesión ideológica, sino en un cálculo pragmático basado en promesas de beneficios presentes o futuros por parte del político.

Esta dinámica genera que, los dirigentes políticos de los barrios cuando el partido llega al poder puedan acumular riquezas y también ascender dentro de la estructura patrimonial del partido político y a su vez formar parte de la nueva elite.

El político de barrio que logra ascender a los más altos niveles de la estructura política suele convertirse en un reclutador de nuevos dirigentes, conformando así una red clientelar que garantiza su permanencia en las altas esferas partidarias. Este fenómeno, característico de muchas realidades políticas, podría considerarse una especie de actualización de la 'ley de hierro de la oligarquía' de Michels, en la medida en que el dirigente barrial, al ascender, tiende a romper los vínculos sociales con su comunidad de origen y a instrumentalizarla para su propio beneficio político

En los barrios populares, el dirigente político ha desempeñado tradicionalmente un papel de mediador entre los sectores más privilegiados de la sociedad y los sectores más marginados. Su labor consiste en tender un puente entre quienes han crecido en un entorno de abundancia y quienes han experimentado la miseria y la exclusión. Sin embargo, a menudo se observa una ambivalencia en esta figura: mientras aspira a que él o sus descendientes formen parte de aquellos que viven en la abundancia, busca al mismo tiempo olvidar sus orígenes y los vínculos que lo unían a su comunidad.