Casi nadie titubea al identificar el proceso de reforma constitucional que culminó en diciembre de 1854 como el más dañino para el país, por lo menos en el siglo XIX. Exacerbó las cláusulas menos democráticas de la Constitución de San Cristóbal y retrocedió en muchas de las victorias obtenidas en ella. Su inclinación al autoritarismo salta a la vista incluso más cuando se la compara con su predecesora inmediata en febrero del mismo año. Para colmo de males, fue el modelo para las constituciones autoritarias en su época, siendo “reinstaurada” en 1858, 1866 y 1868. En la recta final del penoso período que conocemos como los seis años de Báez, su texto sirvió nuevamente como borrador sobre el que se articularía otra férrea estocada a la idea de un Estado sujeto al Derecho.
El indicado –y lúgubre– período inició con el retorno de Báez en 1868, tras la salida de Cabral y el intercalado gobierno del segundo triunvirato, integrado por los generales José Hungría, Antonio Gómez y José Ramón Luciano. Como recuerda Flavio Darío Espinal en su obra Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana, los rasgos más sobresalientes de ese gobierno fueron el uso de métodos represivos drásticos, la adopción de medidas que incidieron en el deterioro de la economía del país y la implementación de una política exterior neo-anexionista. Por eso resalta Campillo Pérez en su Historia Electoral Dominicana, “el Báez estadista, el Báez demagogo, el Báez caudillo sería ahora en su cuarto turno, el Báez tirano”. ¡Y vaya si lo fue!
En medio de esa alocada carrera por el predominio político, Báez entendió que la norma constitucional que prohibía la reelección presidencial consecutiva se erigía como obstáculo para sus fines personales. Su gobierno estaba previsto a terminar el 31 de marzo de 1874 y, como todo tirano, el otrora constituyente de San Cristóbal ansiaba más. De allí que, por vez primera, se propugnase por permitir la reelección presidencial consecutiva en la ley de leyes criolla.
La ausencia de un sistema de reelección presidencial consecutiva no respondía precisamente a una demostración de la fortaleza democrática de los constituyentes anteriores; era, por el contrario, el resultado de que las principales constituciones hasta el momento (noviembre de 1844 y diciembre de 1854) habían previsto de manera transitoria que Pedro Santana ocupase la presidencia durante dos períodos consecutivos, incluso en la última de éstas con períodos de seis años. No hacía falta, por lo tanto, un sistema natural de reelección en la formulación de dichas normas. Pero ahora Báez procuraría conseguir lo que se propició para Santana (sin que lograse gobernar en los períodos previstos), iniciando así la penosa tradición en nuestro constitucionalismo de modificar la Ley Fundamental casi exclusivamente para la permanencia en el poder de determinados grupos políticos.
Mediante el decreto núm. 1209, de fecha 11 de mayo de 1872, Báez convocó a los colegios electorales que se reunirían en julio para escoger a los diputados que formarían el Congreso Revisor. Este órgano sesionaría a partir del primer día de agosto del mismo año, conforme dicho acto normativo. Una vez escogidos estos diputados, el Poder Ejecutivo nuevamente emitió un decreto, esta vez el 1216 de fecha 3 de agosto de 1872, “justificando” la procedencia de la reforma y enlistando los artículos que serían objeto de modificación. Llevando a lo inverosímil la argumentación continuista, en sus motivaciones este decreto establece que, un examen comparativo a la vez que imparcial, robustecido por la práctica diaria de los negocios públicos, convencen que algunos de ellos enfrentan ciertas libertades públicas que importa mucho conservar intactas, en tanto que otros retardan el progreso de los pueblos o encierran disposiciones que paralizan o entraban la acción administrativa. Sépase que la impudicia en el afán de perpetuar el poder político de una persona, como se ve, no es cosa de reciente aparición entre nosotros.
Manuel Arturo Peña Battle reseña en el primer tomo de su obra Constitución política y reformas constitucionales, que en septiembre de 1872 se rindió un informe por parte de una comisión nombrada para presentar “las variantes que deben hacerse al pacto fundamental”, siendo el mismo, como era de esperarse, favorable enteramente a las pretensiones de Báez. Firman dicho documento los señores “E. Contreras, Telésforo Objío, Rudolfo Gautier, E. Lapeyretta, Andrés P. Pérez y D. A. Rodríguez hijo.”
Finalmente la Constitución reformada fue promulgada el 14 de septiembre de 1872. En términos generales mantuvo el texto de 1868, que era ya –como explicamos antes– una versión retocada de la Constitución de diciembre de 1854. Ahora se incluyó la reelección presidencial consecutiva (artículo 29), se deterioró la libertad de culto (artículo 10), se dispuso la revisión constitucional cada 10 años (artículo 70), entre otros aspectos de menor relevancia.
Como puede verse, este proceso implicó otro retroceso institucional y demostró que las reformas constitucionales podían dejar de ser las herramientas en manos del pueblo soberano para que el contenido constitucional responda a los valores, principios e intereses de la población que regula, para convertirse en mecanismos para incrementar el poder político en vez de limitarlo. Dicho de otro modo, para disminuir o pulverizar la idea misma del constitucionalismo. De allí que procesos como el de 1868 o 1872, enfrentados a expresiones verdaderamente liberales del constitucionalismo, como las de 1858 o 1865, nos enseñaron lo que la doctrina reitera una y otra vez hoy: que la modificación constitucional no es buena ni mala por el hecho de tocar el texto constitucional, sino que su contenido determinará si se procura responder a los acuerdos sociales del momento y bienestar general de la población o a las posturas particulares de determinados individuos.
A la postre, la reforma constitucional de 1872 resultó ser infructuosa para Báez. Como Santana frente a las disposiciones transitorias de 1844 y 1854, las causas y azares le impidieron concretar su permanencia indefinida en el poder. Pero el precedente nefasto permanecería y la práctica de reformar la Constitución para extender el plazo de gobierno o restablecer alguna modalidad de reelección presidencial (especialmente por gobernantes que se beneficiarían de la modificación por ellos mismos impulsada), nos traería amargos ciclos de autoritarismo.