Cinco son las etapas de duelo. Negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. República Dominicana ha tenido una traumática historia en cuanto a la reelección presidencial. Toda una montaña rusa de emociones y decisiones políticas. Por eso, no debería ser sorpresa para nadie que no hayamos aceptado nuestro actual sistema. Recientemente, el presidente Abinader anunció su intención de buscar un segundo mandato, y no se hicieron esperar las críticas. Circula en las redes sociales un video de una entrevista en 2015, en la que afirmaba, con completa seguridad, que nunca buscaría la reelección. Ahora, el presidente justifica su decisión como un sacrificio.
Para tratar de hacer un diagnóstico, veamos un poco la historia clínica, si se quiere seguir con el rejuego; una historia, por cierto, hartamente repetida en estos últimos años, pero que me parece clave para entender el asunto. Empecemos. Desde la fundación del país, abundan los ejemplos de caudillos y líderes fuertes que perseguían el poder. Sin ánimos de ir demasiado lejos, recordemos que, tras haber sufrido una dictadura de tres décadas, y con un sistema de reelección ilimitada, el presidente Balaguer gobernó doce años, de 1966 a 1978, y de nuevo por otros diez, de 1986 a 1996. Hasta ese momento, tuvimos un líder fuerte que, elección presidencial tras elección presidencial, buscaba permanecer en en el Palacio Nacional.
Ante una crisis política, en 1994 modificamos la Constitución estableciendo restricciones a la reelección consecutiva, aunque no de manera ilimitada. Bajo esta nueva regulación, el gobernante de turno no podía optar por un segundo mandato consecutivo, pero sí tenía la opción de regresar en períodos posteriores. Así, Balaguer no pudo presentarse en 1996, y el presidente Fernández obtuvo la victoria y asumió el cargo desde ese año hasta 2000. Sin embargo, ese modelo de reelección presidencial duró menos de una década.
En 2002, con el PRD en el poder, un partido que históricamente —por su oposición a los gobiernos del presidente Balaguer— había criticado la reelección, reformamos la Constitución de nuevo. En esa ocasión, asumimos, por primera vez en nuestra historia moderna, un sistema de reelección semejante —pero no jurídicamente igual— al estadounidense. El nuestro: una segunda posibilidad consecutiva y nunca jamás. La modificación constitucional, entonces, permitió que el presidente de turno, Hipólito Mejía, se postulara en los comicios de 2004, los cuales perdió ante el presidente Fernández. Pero, otra vez, ese modelo apenas duró ocho años.
En 2010, luego de haber el presidente Fernández ganado la reelección en 2008 y, consecuentemente, teniendo prohibido postularse a la Presidencia de nuevo, modificamos la Constitución. Reinstauramos el sistema de 1994 y, con ello, dimos posibilidad a que el presidente Mejía se postulara de nuevo en 2012 y a que el presidente Fernández se presentara otra vez en 2016. Mientras tanto, Danilo Medina ganó las elecciones de 2012.
Si lo anterior no fuese suficiente, volvimos a modificar la Constitución en 2015. Retomamos el modelo de reelección presidencial de 2002, aquel que impulsó a inicios de siglo el partido político que ocupa hoy el Palacio Nacional en la persona del presidente Abinader. Naturalmente, esto permitió que el presidente Medina se postulara de nuevo —y ganara— en 2016.
Si acaso alguien se ha perdido hasta ahora, no lo culpo. Es parte del trauma que los dominicanos tenemos sobre la reelección presidencial. Pero si algo revela esta historia, es la intención constante de algunos gobernantes de turno de continuar en el poder o de, al menos, volver a él. Así fue cuando el presidente Mejía modificó la Constitución en 2002 para poder reelegirse en 2004, cuando el presidente Fernández reformó la Constitución en 2010 para poder postularse otra vez en 2016 y cuando el presidente Medina hizo lo propio en 2015 para poder optar por un segundo mandato consecutivo. Todo esto sin olvidarnos de las veces que el presidente Balaguer gobernó en el siglo pasado.
Sospecho que ese hartazgo fue lo que motivó al actual partido de gobierno, en la persona del entonces candidato Abinader, a oponerse a la reforma constitucional de 2015. Y es que, en su mensaje de oponerse a la reforma, el partido se opuso al sistema de reelección presidencial como tal. ¿O es que acaso era políticamente coherente apoyar el mismo modelo de reelección que impulsaron en 2002 y, a la vez, rechazar la modificación a la Constitución en 2015? Si apoyaban la reforma constitucional, se convertían en cómplices del presidente Medina. Entonces, al partido no le quedaba de otra que oponerse al sistema de reelección presidencial en sí. La entrevista a Abinader en 2015 así lo deja dicho: nunca buscaría la reelección, a pesar de poder hacerlo, porque no cree en ella.
Al ser así las cosas, al nunca haber asumido como país nuestro modelo de reelección presidencial honestamente, sino de manera entorpecida, interesada y como medio político puro y duro, no hemos podido superar las cinco etapas del duelo. No hemos aceptado nuestro sistema de reelección presidencial. Peor aún, lo negamos. Decimos que si el presidente opta por reelegirse, tiene que ser porque quiere perpetuarse en el poder. Nuestra historia se ha encargado de demostrárnoslo. De ahí que cuando el presidente Abinader anunció hace pocos días su decisión de buscar un segundo mandato en 2024, contradiciendo lo que con tanta vehemencia afirmó en 2015, se vio en la necesidad de plasmarlo como un sacrificio. De lo contrario, corría el riesgo de proyectarse como otro gobernante sucumbido al poder. Es como si nos hubiese dicho: «Yo no creo en este sistema y no quiero ser presidente otra vez, pero lo haré por ustedes». Aceptación, sin duda, no es.
Si bien las críticas no han sido tan intensas como en el pasado, pues, a diferencia de otras ocasiones, en esta nadie ha modificado las reglas del juego para poder reelegirse, creo que ya es hora de que abracemos propiamente nuestro modelo de reelección presidencial; de que aceptemos que un solo período de cuatro años suele ser insuficiente para materializar una verdadera visión de gobierno; y que la posibilidad de reelegirse una única vez no solo sirve de incentivo para ejecutar una buena gestión, sino que permite la continuidad y consolidación de políticas públicas efectivas y proyectos a largo plazo.
Nuestro actual sistema le da a los ciudadanos la oportunidad de refrendar o no una obra de gobierno, lo cual fortalece la rendición de cuentas y estimula la participación ciudadana; y, por supuesto, asienta las bases de la tan anhelada alternancia y renovación que nuestro país pide a gritos desde hace largas décadas. Entonces, no está mal que un presidente, bajo este modelo, quiera reelegirse. No es perverso, y nuestra Constitución lo permite. Hacerlo no debe iniciar con un sacrificio, sino con energía. Es un sistema propio de una democracia madura, y ese referendo político de la obra de gobierno debe ser visto con entusiasmo, como una genuina oportunidad para revalidar la visión de país y la ideología del partido de gobierno. Debe ser visto como lo que es: una fiesta de la democracia.
Sin aceptación, no saldremos del trauma y, probablemente, más temprano que tarde, estemos, de nuevo, hablando de otra reforma constitucional.