Entre los pilares de toda universidad la evaluación es fundamental. Y me refiero a la evaluación en todos sus aspectos y entre todos sus actores. Los docentes evalúan sus alumnos y en muchas universidades los alumnos también evalúan sus docentes, Estados y organismos internacionales evalúan las universidades atendiendo a diversos elementos y las universidades usualmente tienen órganos de investigación para evaluar variados aspectos de las sociedades.

A pesar del encanto que tienen los criterios cualitativos, al final todo tiende a reducirse a números, por aquello de comparar manzanas con manzanas, y no aguacates con mangos. Toda evaluación establece clasificaciones entre las unidades: los mejores, los regulares y los peores, los aprobados y los reprobados, satisfactorio y no satisfactorio, y mil formas más que tenemos en las academias para “organizar” la diversidad en base a criterios que suponemos de “calidad”.

No ha valido la riada de literatura publicada sobre evaluaciones académicas, el cuestionamiento de las habilidades memorísticas y las teorías de las múltiples inteligencias para desterrar las evaluaciones numéricas. Los argumentos a favor de ponerle números al desempeño académico son sólidos. Cómo decidimos darle el título de médico o ingiero civil a un egresado si no es por la sumatoria de sus calificaciones. Y existe un factor más relevante en ese aspecto. Las aulas están pobladas de no menos de dos decenas de alumnos y los docentes tienen, en el mejor de los casos, no menos de 4 grupos. Estamos hablado de evaluar ensayos o exámenes de 80 estudiantes como mínimos. Sin un número que refleje el desempeño de cada uno no es posible esa tarea.

Sumémosle al punto anterior que en la actualidad existe el convencimiento de que las evaluaciones deben ser parciales y a lo largo del periodo. Eso de una evaluación final por la totalidad de los puntos se considera cosa del paleolítico educativo. La consecuencia es que un docente debe hacer al menos cinco evaluaciones o más a lo largo de su trimestre, cuatrimestre o semestre.  El que no ha tenido ese trabajo ni se imagina lo estresante que resulta. Mientras en otros ámbitos laborales la jornada de ocho horas termina y el contratado no se lleva nada para la casa, entre los docentes hay muchas anécdotas de madrugadas y fines de semana dedicados a evaluar los trabajos de sus alumnos. Y esto bajo el supuesto de que el docente es responsable, tanto en la presentación a sus alumnos de los criterios evaluativos, como en el rigor de su aplicación y usualmente con notas explicativas sobre sus fallos y sugerencias de mejora.

Debido a las exigencias de ese trabajo y la demanda de calidad de los docentes (comenzando porque tengan un doctorado) los evaluadores de universidades requieren que las instituciones avancen en contrataciones de tiempo completo de su claustro docente, con oficinas adecuadas para su labor y una carga de cursos razonable.

En los procesos evaluativos de los alumnos a sus docentes existen problemas igual de graves. Partiendo del hecho de que la población estudiantil no tiene la formación como evaluadores de docentes, semejante a la que el docente tiene para evaluar sus estudiantes, muchas veces los alumnos evalúan a los profesores en base a criterios tan elementales como si obtuvo buenas calificaciones o malas calificaciones. Si un profesor es riguroso en sus calificaciones y eso lleva a que muchos de sus alumnos obtengan calificaciones bajas, no es de extrañar que a la hora de evaluarlo ocurra el síndrome venganza. Hay excepciones, pero muy pocas.

Si la evaluación es voluntaria los que tienen mejores grados no se motivan a evaluar, pero los que tienen malos grados o reprobaron se dedican a fondo a evaluarlo con poca simpatía. Los mercadólogos han estudiado eso a fondo, si una compañía te brinda correctamente el servicio o producto contratado, la inmensa mayoría no dice nada, después de todo es lo que esperaba. Pero si el servicio o producto es percibido por el consumidor como malo, inicia una campaña intensa entre sus allegados y las redes sociales para atacar a la compañía, hasta que se le pase el malestar. De eso debemos aprender en las universidades.

Los líderes universitarios tienen una ingente tarea en lograr que las evaluaciones de los docentes y las de los alumnos sean justas. Y en esto el tema numérico vuelve a ser asunto de gravedad.

Los exámenes de matemáticas son los que menos problemas tienen y los criterios para evaluar las capacidades de un estudiante de medicina están tan estandarizados a nivel mundial que difícilmente ocurra una injusticia en sus grados. Pero en las áreas de ciencias sociales y humanidades los grises prevalecen, si es que se quiere hacer con calidad. Preguntar sobre el año en que los castellanos llegaron al continente americano existe una única respuesta: 1492, pero preguntar por los factores para que ese hecho ocurriera en ese año y no antes o después, no tiene una única respuesta y puede prevalecer en tales casos la entendedera particular del docente.

Del lado de los estudiantes. Preguntar si el profesor asiste a sus clases o es puntual o cubre regularmente el tiempo en aula o en la plataforma virtual, es una pregunta tonta, ya que la institución debe tener otros mecanismos para controlar esas variables. Preguntar si su profesor está actualizado en el tema de su clase también es tarea de otras instancias, sobre todo de las direcciones académicas. Queda un campo, también claroscuro, que es preguntarle al estudiante si ha sido tratado justamente. Eso es complicado, porque partiríamos de que el alumno tiene criterios y voluntad de determinar si ha sido tratado justamente y eso es suponer demasiado para una evaluación que puede afectar la carrera académica del docente. Si del lado del estudiante el síndrome de venganza se expresa a menudo, algunos docentes “aprenden” de ese hecho y se vuelven docentes permisivos con las evaluaciones para evitar que lo fusilen sus alumnos al final de periodo.

Trabajar a fondo las evaluaciones entre ambos actores -docentes y alumnos- tiene gran importancia para evitar el deterioro de la calidad académica. Es un asunto de poder y todo tema de poder demanda controles para que ninguno de los dos abuse de las herramientas que la institución pone a su disposición para evaluar al otro. Pero ojo, las consecuencias inmediatas de la evaluación de los estudiantes no son comparables a las de los docentes. El requisito de madurez y criterio están más de lado del docente que del alumno, por eso la evaluación de los alumnos a sus docentes es una tupida maraña que amerita ser limpiada correctamente.