El corazón de un hombre (que puede ser firme como los bloques de granito y cuarzo de Kefren o se puede estremecer, y de hecho lo hace, con la facilidad con se mece una palma repleta de dátiles en las tierras nubias de la ribera del Nilo), produce maravillas a la altura de faraones o dioses…Más aún, a la altura de la mujer amada por uno de los primeros: Nefertari, la de Ramsés II.
Se estudia y sostiene que el gran Faraón, con 50 o más esposas y más de 150 hijos, amó tanto a su Reina, que hizo construir dos templos en las tierras de su amada, como homenaje perpetuo a los dioses e inspirado en sí mismo y por ese amor hacia esa mujer; y desde luego, para conmemorar su victoria en la batalla de Kadesh y mostrar su poder a sus enemigos y vecinos.
Abu Simbel es un conjunto formado por dos templos. El mayor de ellos está dedicado a Ra, Ptah y Amón, tres de los grandes dioses de Egipto. En su fachada, y como bienvenida al visitante se encuentran cuatro estatuas gigantes del Faraón. El templo menor está dedicado a la Reina, la Nubia, la esposa favorita de Ramsés.
Abu Simbel, dos templos de tipo Hipogeo (es decir de cámara subterránea y/o excavados en la roca o mazo de una elevación rocosa), están emplazados a orillas del lago Nasser, pero no en su lugar original, dado que las edificaciones de la que hemos disfrutados los visitantes durante décadas, se desplazaron, rescatadas, restauradas y redificadas muy cerca (a unos 200 m) del emplazamiento dispuesto por sus constructores en el año 1264 a. C, después de 20 años de trabajos.
El templo dedicado a Ramsés, tiene como dioses de dedicación paralela a Amón, Ra y Ptah y cuenta en su interior, iluminados oportunamente por el sol, con las estatuas sentadas de los referidos dioses y del propio Ramsés al que se le consideraba como si fuera un dios más.
La luz y su manejo, constituyen un elemento de consideración constante en la arquitectura. La luz natural es el gran protagonista en muchas de las obras más emblemáticas de la historia de la humanidad. El caso del templo mayor de Abu Simbel, es reseñable en ese sentido, tal y como comenzamos a esbozar en el párrafo anterior.
Esta luz, produce la magia, que ilumina y resplandece, los días 21 de octubre y 21 de febrero, o lo que es lo mismo, 61 días antes y 61 días después del solsticio de invierno.
Esta luz, diáfana, directa y clara, sin titubeos, ni excusas arquitectónicas; sin subterfugios superpuestos y que se introducen hasta el mismísimo santuario situado al fondo del templo, solamente ilumina a tres de las cuatro estatuas; dejando – siempre- a la estatua del dios Ptah, el del inframundo, el de la penumbra, a un costado de la luz pero fuera de ella.
Al día de hoy, por el traslado del templo y otras razones de movimiento de los trópicos, la entrada de la luz hasta las estatuas de Amón, Ra y de Ramsés, se produce con un desfase de un día con respecto a su diseño original, pero dejando a Ptah siempre fuera de ella.
El rescate del amor, o lo que es lo mismo decir de los templos de Ramsés y su Nefertari, son materia de un artículo aparte.
Seguiremos la próxima semana, dado que la luz de Abu Simbel, se cuela hasta Madrid por un entrada que nos deja Debod y dado que el tema nos está apasionando tanto como al Faraón.