No son estas líneas fruto de la aprensión que nos embarga cuando la desaparición de un ser querido nos recuerda la inevitabilidad de la muerte. No son, tampoco, la expresión de nuestra absurda inclinación a manifestar la admiración y el cariño hacia ese ser cuando ya es demasiado tarde. Durante muchos años quise compartir la admiración y el cariño que sentía por ella, pero un obstáculo infranqueable me lo impidió: su humildad. Su inmerecida partida me permite hacerlo ahora.
Rosa Gómez de Mejía fue una gran dama, se ha repetido en estos días, y es cierto. Pero esta manida fórmula no le hace justicia. Rosa Gómez de Mejía fue mucho más que eso: fue un gran ser humano. Rosa Gómez de Mejía fue, probablemente, el más grande ser humano que la vida me ha permitido conocer. No es necesario que hable del cariño que sentí por ella: sería redundar en una obviedad. Quisiera, más bien, aprovechar este triste momento para preguntarme qué hace grande a un ser humano, qué la hizo un gran ser humano.
Rosa Gómez de Mejía fue humilde hasta extremos difíciles de imaginar. Citaré solo dos ejemplos. Cuando, hace varios años, le manifesté mi deseo de escribir sobre ella, lo rechazó con esa sonrisa que provocan las empresas absurdas: “Escribe sobre Mercedes”, me dijo, refiriéndose a quien con tanto amor le preparó cada día, durante tres décadas, sus alimentos. Y lo hice. Y cuando, siendo primera dama, el chofer de su vehículo encendió la sirena para que se apartaran los vehículos que le precedían, ella, indignada, ordenó de inmediato que la apagara: su uso le parecía una arrogancia inaceptable. El epitafio esculpido en la tumba de su padre Ramón -cuya memoria saludo- también puede aplicársele a ella: “Vivió como quien tenía que morir”.
Rosa Gómez de Mejía fue generosa. Su casa, su corazón, su mano, estuvieron siempre abiertas al prójimo. Los ejemplos son innumerables, pero me abstendré de citar alguno: para ella, hacer el bien era al mismo tiempo meta y recompensa. Seguía a rajatablas el consejo del Salvador: “Cuando des, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu derecha”.
Rosa Gómez de Mejía fue solidaria. Su vida estuvo presidida por la empatía. Sentía el deber de expresarla a través de condolencias, de visitas a enfermos o a funerales, más allá de lo que me parecía razonable. Era capaz de viajar a Santiago solo para asistir a una misa, dar pésames y retornar inmediatamente a la capital. Fue la persona más consecuente, más cumplida que he conocido.
En nuestro último encuentro me dijo, enfáticamente: “en mi casa nunca se habló de valores”. Quería decir que la entereza, la amabilidad, el coraje, la generosidad, la tolerancia y la honestidad que aprendió de sus padres -dos humildes campesinos- no eran ideas abstractas que podían agruparse en una palabra vaga de moda sino realidades tangibles como la tinaja que conservaba fresca el agua o el fogón que servía para hervir los plátanos, como el sudor con el que su padre regaba el conuco o las velas que su madre Gregoria –cuya memoria saludo– encendía a la Virgen de La Altagracia en su altar destartalado.
Decía Nietzsche que solo los dioses y los animales están hechos para vivir solos. La esencia del ser humano es vivir con otros, convivir con los otros. Y se es más humano cuanto más importancia se da a los otros y menos a sí mismo. Es esta entrega la que hace grande a un ser humano. Fue esta entrega la que hizo que Rosa Gómez de Mejía fuera el gran ser humano que fue. La unánime reacción de dolor con la que los dominicanos han recibido su inesperada muerte (las buenas personas no deberían morir nunca) es prueba de su grandeza de alma.
En estos tiempos en que juramos que la grandeza debe medirse con mansiones y yipetas, con títulos universitarios y títulos de propiedad, en estos tiempos en los que lo queremos todo y de inmediato, sin esfuerzo y con arrogancia, sin trabajo y con egoísmo, es conveniente que recordemos que el ser humano es importante y que las cosas en las que cifra su felicidad no lo son; que el tener no es nada y el ser lo es todo. En estos tiempos y los que vienen, es necesario que todos, desde el más humilde campesino hasta el más encumbrado político, imitemos – intentemos imitar – a Rosa Gómez de Mejía, cuya memoria saludo.