La historia de la humanidad es maestra en enseñarnos las múltiples formas en que los poderosos engañan a las mayorías para explotarlas y lanzarlas a guerras donde los que la articularon ni se acercan a los campos de batallas. Usualmente a esos ardides los llamamos ideologías y están ampliamente estudiadas por filósofos, historiadores, sociólogos y diversos estudiosos de los fenómenos sociales. No obstante para el ciudadano de a pie, que son la inmensa mayoría, es relativamente fácil dejarse seducir por esos artilugios argumentativos y considerar que esa es la “verdad de la vida” y debe alinearse con tal o cual postura.

Con los actuales conflictos en Ucrania y la Franja de Gaza se hace evidente el poder de las ideologías que son suministradas constantemente por los medios de comunicación y replicadas en ámbitos familiares, escolares, laborales y hasta religiosos. De lo último un ejemplo, es perverso ver como muchos “cristianos” salen en defensa de Israel porque es “el pueblo de Dios” y no sienten la más mínima compasión por los miles y miles de niños, mujeres y hombres asesinados vilmente por el ejército israelí (sin olvidar el criminal atentando de Hamas en octubre del año pasado). El grado de alienación de esas personas -que son millones- hace imposible incluso un diálogo racional, ya que su espíritu está drogado por una interpretación literalista de la Biblia que se funda en un miedo fanatizado a condenarse en el infierno si no sigue las pautas de dicho libro y sus líderes religiosos.

La cantidad de muertos que han producido las ideologías religiosas, chovinistas y políticas prácticamente nublan la capacidad de contar. Detrás siempre están los intereses de los más poderosos, una minoría que detenta el poder y el dinero, y que se valen de esas ideas para movilizar a la mayoría para que acepte ser explotada e incluso inmolarse, para preservar el dominio de los pocos. Es tan perverso ese mecanismo que logra llevar a las personas a “sentir” que “aman” pedazos de tierra, símbolos patrios, líderes políticos y religiosos, doctrinas diversas y la entronización de quienes los sojuzgan. Eso es completamente contrario a lo que es el amor, que únicamente es posible entre personas, en número reducido y cercanos.

El amor es una experiencia, si es real, que implica la voluntad de cuidar y procurar el bien (incluida la libertad) de quienes amamos. No es posible amar a miles, y es un absurdo tener “un millón de amigos”. El que ama por supuesto desarrolla su capacidad innata de tener empatía por todos los que lejos o cerca, sin ser sus amigos, ni conocidos, sufren. Incluso es coherente que ante el sufrimiento de los otros que no son de su círculo procure “hacer algo”, en el nivel económico o político, por ejemplo.

Un dominicano de clase media -valga el ejemplo- es capaz por tener un espíritu solidario (otro nombre para la empatía) movilizarse a favor del 4% para la educación de los más pobres, procurar hacer actividad política o voluntariado para mejorar la calidad de vida de sus congéneres en su país, su isla o el mundo, y protestar por genocidios como el que padecen los palestinos o las matanzas en Ucrania. El que ama y tiene empatía busca construir una sociedad más justa, equitativa y sustentables para los que hoy viven y nuestros desciendentes.

Superar las derivas ideológicas que matan nuestra empatía natural y que distorsionan nuestra capacidad de amar convirtiéndola en adicción por “cosas” a causa de miedos personales no exorcizados, es una tarea responsable con nuestras vidas y la de todos los seres humanos, incluso de toda la naturaleza, que es el sustento de nuestra existencia. El egoísmo, la codicia, todas las formas de psicopatías, y las expresiones de indiferencia frente al dolor ajeno, son enfermedades mentales que hoy permean a millones y millones de seres humanos, llevando a la existencia misma de la especie humana al borde de la extinción.