“Amigo mío, si esta copla como el viento
adonde quieras escucharla te reclama
serás plural, porque lo exige el sentimiento
cuando se lleva a los amigos en el alma”

Más de una persona me ha escuchado decir que, aunque históricamente he hecho amigos con relativa facilidad, mientras más años pasan, más difícil se me hace crear nuevos lazos de amistad. Recientemente leí que hay estudios que concluyen que la edad promedio a la que conocemos nuestros mejores amigos es 21 años, una etapa generalmente cargada de vivencias formativas que deseamos compartir con otros que se encuentran viviendo experiencias similares, convirtiéndose estas en la base común de esas amistades. Pienso también que la madurez nos vuelve más selectivos y cuidadosos, y nos revela que no necesitamos en nuestro círculo más íntimo a aquellos que no comparten nuestra esencia y visión de vida y, sobre todo, a quienes no podemos revelarnos tal como somos: luces y sombras. Pero, más que nada, el estudio concluye que esta dificultad se debe en gran medida a la falta de tiempo, que pareciera volverse progresivamente escaso en nuestro camino a la adultez.

 

El epígrafe es una estrofa de la canción “A mis amigos”, compuesta por Alberto Cortez.  Fue la primera canción que escuché, entre lágrimas, al enterarme del fallecimiento de Marlon. Nos conocimos por una de esas maravillosas vueltas que da el azar.  No nos movíamos en los mismos círculos —y todos sabemos que la nuestra es una sociedad de relaciones sociales concéntricas, pero Steven Guttenberg dice “…nunca se sabe quién se va a convertir en tu amigo. Los amigos son siempre encuentros casuales” y así fue con nosotros. Nos unieron circunstancias excepcionales, serendipia, dirían. Era un hombre menudo, de una sonrisa abierta y contagiosa, que parecía esparcirse por dondequiera que él pasaba. Al conocerlo, recuerdo haber pensado que sus ojos eran de los más generosos, cálidos y transparentes que había visto, de esos a los cuales las emociones tienen un pasaje directo, sin escala.

 

El día de su fallecimiento, con apenas 41 años de edad, recuerdo que me encontraba en mi oficina en una conferencia telefónica, cuando vi en la pantalla de mi celular una llamada del número de un amigo en común, quien era más que su amigo, su hermano. Marlon tenía ya unos días interno con complicaciones de salud, y al ver la llamada a una hora no acostumbrada, tuve un mal presentimiento. Al darme la desgarradora noticia, su portador se desahogaba sobre la injusticia de su muerte: “Tú sabes que una vez una persona conocía a Marlon, esta no tenía más opción que quererlo” me dijo. ¡Qué cierto era eso! Un tipo afable, con quien podías igualmente conversar sobre trivialidades o sobre historia; era humano, solidario, íntegro, leal, bondadoso, empático, con un fino sentido del humor, un voraz apetito de conocimiento y beneficiario del raro don de saber escuchar.

 

Tuve el privilegio de tenerlo en mi vida por casi seis años, un tiempo que, en retrospectiva, me parece lastimosamente breve. El problema de la vida y el paso del tiempo es que es una carrera en la que nunca sabemos a qué distancia estamos del final. Ahora bien, como se dice popularmente ¡qué seis años que rindieron! ¡Cuántas cosas compartimos! Ese tiempo invertido en cultivar nuestra amistad, esas experiencias vividas, y el hecho de no haber desperdiciado ocasión alguna para decirle cuanto lo quería, han sido mi único consuelo.

 

Con su carácter, a primera vista sereno, Marlon era el alma de cualquier fiesta. Cada vez que nuestro grupo se reunía, le rogábamos repetir los mismos chistes de siempre, desternillándonos todos de la risa — incluyéndolo a él, a quién siempre se le salían las lágrimas de reírse — como si fuera la primera vez que lo escucháramos. ¡Ay, el cuento de la mesa! ¡Marlon, cuenta de nuevo por qué te dicen “La Leyenda”! ¡Cuánto nos reíamos! Aún ahora, cuando nuestro grupo se reúne, a menudo volvemos a contar sus chistes y anécdotas, solo que con una pequeña fracción de la gracia natural que él tenía. ¡Cuántas risas, lagrimas, chistes, anécdotas, vinos, conversaciones, música y literatura compartimos y cuánta falta nos hace!

 

Al preguntarles a las personas sobre el efecto que la pandemia tuvo en ellas, la mayor parte dirá que, entre otras cosas, las ha dejado con una sensación de haber sido “engañadas”, despojadas de un preciado tiempo. Dirán que ha sido como un ladrón que les usurpó, por un tiempo que pareció interminable, la oportunidad de compartir presencialmente con familiares y amigos, dejando una estela de experiencias, celebraciones especiales, abrazos y besos, perdidos entre pruebas de laboratorio y toques de queda.

 

El caso de nuestro grupo de amigos no fue la excepción, aunque con mucho maniobrar, logramos reunirnos físicamente en algunas ocasiones. Aún así, la tecnología ayudó a que los vínculos de amistad se mantuviesen. En esos meses de encierro, con más tiempo del que acostumbrábamos tener en las manos, las conversaciones en el grupo de WhatsApp que compartíamos parecían ser centro de entretenimiento, muro de lamentaciones, departamento de quejas y terapia de grupo, todo en uno.  ¡Cuántas horas pasamos compartiendo anécdotas, noticias, artículos, opiniones, música y mucha risa en esos meses! ¡Qué preciado es el tiempo!  Dice Saint-Exupéry en El Principito, “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante”; el tiempo que le dedicamos a alguien es algo muy valioso, recuerdos que siempre permanecerán con nosotros y que hacen de esa persona alguien importante en el libro de nuestras vidas.

 

Me viene a la memoria que, durante esos primeros meses de pandemia, Marlon y yo nos dedicamos a escuchar el vasto universo que representa la música de Silvio Rodríguez, especialmente a descubrir, compartir e intentar analizar canciones que no forman parte de su repertorio más conocido. Se nos cogió con eso como parte de los esfuerzos de combatir el hartazgo que representaban los toques de queda a las 3 de la tarde los fines de semana. Creo que en mi vida entera no había escuchado tanto a Silvio. “¡Doctora, tírese esta!” escribía en el chat. Un día, al compartir su canción del día, le dije “Marlon, lo siento, esa no. Esa no la puedo escuchar”. No tuve que decir nada más. Con su acostumbrada sutileza, me escribió en privado y dijo “tranquila Doctora que un día recuperará esa canción y podrá escucharla sin que duela”. Espero que tenga razón.

 

Con dolorosa nostalgia recuerdo la “cuasitesis doctoral” que hicimos analizando el concepto de la cobardía que viene con la adultez, de la que habla Silvio en “Con diez años de menos”. ¡Cualquiera hubiese pensado que nos pagaban por eso! Al compartir la canción, copié en el chat esta parte de las letras: “Con diez años de menos, no habría esperado, por sus proposiciones y hubiera corrido, como una fiera al lecho en que nos conocimos, impúdico y sangriento, divino y alado. Con diez años de menos, habría blasfemado, con savia de su cuerpo quemaría los templos, para que los cobardes tomaran ejemplo, con diez años de menos, hubiera matado.” Su respuesta fue: “¡Repítelo que lo oigan en China! Mientras más viejo más pendejo uno se va volviendo. Nos volvemos pusilánimes, como si siempre tendremos tiempo, vida, oportunidad. Nos volvemos cobardes, nos acomodamos, nos conformamos, nos acostumbramos”. Semanas después escribió, al compartir “Noche de invierno”, “Doctora, creo que aquí Silvio también trata el tema aquel de la cobardía. ¿Qué usted cree?” y ahí empezó la segunda del noveno… ¡qué tiempos esos! Repito, ¡cuánta falta nos haces Marlon! Me dijiste que si algún día me ponía a escribir, serías el primero en leerme. Espero cumplas tu promesa y que las palabras de esta primera entrega, dedicada a ti, te alcancen.

 

 

 

Es cierto que quien lo conocía no tenía opción más que quererlo. Suele pasar con almas como la suya, ligeras, y donde no parece anidarse nada oscuro. En el camino de nuestras vidas vamos perdiendo personas, unas nos abandonan voluntariamente y sin mirar atrás, y otras, como es el caso, las perdemos en las garras de la muerte, por lo injusta que es a menudo la vida. Por mi parte, agradeceré siempre que el universo lo haya puesto en mi camino, por poco tiempo, sí, pero el tiempo no es la mejor medición para el contenido de una amistad.

 

Unos dos meses antes de su fallecimiento, recibimos un devastador diagnóstico respecto a una situación médica de una de mis hermanas. El mismo día que lo compartí en el grupo fue, casualmente, la última vez que nos vimos. No había pasado muchas horas de haber dado la noticia cuando Marlon me fue a visitar a la clínica donde nos encontrábamos. Aun en esas circunstancias, logró hacerme reír, ¡era un don! Al despedirse, me dio uno de esos abrazos que tienen el poder de alivianar, como cuando de pequeño te ayudaban a cargar la mochila al salir del colegio. Ese era él. “A mis amigos les adeudo la ternura y las palabras de aliento y el abrazo, el compartir con todos ellos la factura, que nos presenta la vida, paso a paso” sigue la canción de Cortez. ¡Qué apropiada!

 

Tiempo después, estaba en el país por solo unos días, pues me había prácticamente mudado en los Estados Unidos a acompañar a mi hermana en sus procesos médicos. Aproveché para escribir en el chat de nuestro grupo que quería verles, que los extrañaba. Su respuesta fue “Estoy en un proceso de investigación médica y no creo que pueda soportar una pachanguita ahora, pero tengo muchos deseos de verte doctora. Tú sabes cuánto te quiero”. “Marlon, yo te quiero muchísimo y eres muy importante para mí. Necesitas cuidarte más.”, le respondí. Ese fue nuestro último intercambio. Dos días después había fallecido. En los días en que las nubes de tristeza oscurecen mi corazón al pensar en él, he usado esas últimas palabras como un manto de consuelo.

 

Al despedirnos en el funeral, le dije a su madre que no tenía palabras para consolarla — el corazón de las madres no está hecho para despedir a un hijo — pero que, si de algo le servía, que supiera que ella había criado un ser de luz, un hombre verdaderamente bueno.  Su novia me dijo entre lágrimas que él siempre le decía que yo era su hermana y que lo honraba con su amistad. Le contesté que él había estado equivocado, que la privilegiada, sin duda alguna, había sido yo.

 

¡Que hayas encontrado tu rabo de nube, Leyenda!