Como suele ocurrir con los defectos sistémicos que aquejan a las comunidades políticas, el autoritarismo del siglo pasado fue vencido desde distintos frentes. La universalización del sufragio, la democratización del Derecho y la institucionalización de la política fueron tres ingredientes esenciales en el recetario contra aquel mal. Pero fue necesaria una reconsideración adicional para combatir la creciente oligarquización que por entonces amenazaba a las organizaciones políticas y, con ello, desplazar aquel monstruo. Tuvo lugar un viraje cultural y actitudinal que pretendía transformar desde adentro a los principales mediadores entre el Estado y la sociedad. Así entró en escena una revolución conceptual que hizo de la democracia un concepto bidimensional (o, como ha sostenido David Held, un proceso «doble»).
Esa bidimensionalidad se da por lo que a partir del siglo pasado se denomina democracia intrapartidaria. Desde los escritos de Robert Michels (hacia 1911), y más depuradamente con la “tercera ola” de democratización en Occidente (que arrancó en Europa en los años setenta y desembarcó en Latinoamérica en la década siguiente), lo que se sostiene es que, para hacer efectiva su contribución al sistema y sortear los peligros inherentes de sus más íntimas inclinaciones, los partidos deben hacer suyos los presupuestos y fundamentos de la democracia. Esto se traduce hoy en una batería muy singular de exigencias que orientan la aplicación de dicha tarea. En esto último ha jugado un papel fundamental el relanzamiento del Derecho en su relación con la política. Por eso la Constitución dominicana invoca la democracia interna en su artículo 216, y por eso también se ha hecho eco de ello la ley.
Aquel catálogo de exigencias incide en la política partidaria tanto en lo sustancial como en lo procedimental; impone a los partidos condiciones materiales y estructurales. Para ajustar los términos de la cuestión, merece la pena señalar que, a juicio de Piero Ignazi, la democracia interna precisa de la garantía concurrente de cuatro «jinetes»: (a) el voto directo de los afiliados para elegir líderes y candidatos, (b) la «difusión vertical y horizontal» del poder en el partido, (c) la inserción de mecanismos deliberativos en la adopción de las políticas internas, y (d) la garantía del pluralismo. Si falta uno de ellos, la democracia interna pierde su esencia.
La democracia no es, entonces, un concepto que se predica exclusivamente respecto de la organización y el funcionamiento de los poderes públicos; no es solo exigible al Estado (primera dimensión). Es claro que ella es el eje sobre el cual pivota nuestro sistema representativo. Pero la democracia es, también, un concepto neurálgico para la política partidaria; es una variable intrínseca del sistema de partidos (segunda dimensión). Y debe ser así, no solo por las tendencias históricas de las organizaciones políticas, sino también –y sobre todo— por la estrecha relación que existe entre las problemáticas de la política partidaria y la salud general del sistema democrático, esto es, por la manera en que las deficiencias en el sistema de partidos tienen su reflejo en la integridad del sistema democrático mismo.
Todo esto no solo es relevante en sí mismo; tiene también una trascendencia coyuntural. Lo han documentado politólogos y especialistas, y lo recogió también el Latinobarómetro más reciente: la política contemporánea está marcada por tres fenómenos singulares. El primero es la creciente polarización afectiva, es decir, la que se da entre votantes a raíz de las emociones y sentimientos que producen los liderazgos políticos –que se distingue de aquella que se da en el electorado frente a las políticas públicas, los marcos temáticos o las líneas programáticas que ofrecen los partidos—. El segundo, estrechamente conectado con el anterior, es la (aparentemente) irrefrenable personalización de la política: gana cada vez más protagonismo la figura del líder político en detrimento de la imagen misma de los partidos, produciendo la marginalización de las estructuras partidarias. El tercer dilema deriva, a su vez, del segundo: aquella marginalización desincentiva la afiliación, resquebraja el vínculo entre las bases y el liderazgo partidario y, en el límite, desmoviliza a la ciudadanía. Se trata de una cadena de vicios que se retroalimentan mutuamente.
Contra todo esto, la democracia interna supone una buena solución; probablemente no la única, pero sin duda un excelente complemento, o bien un punto de partida idóneo. Reforzar los mecanismos de integración y participación en la vida partidaria puede apreciar la imagen de los partidos ante el electorado, generar más confianza ciudadana y tributar en provecho de la institucionalización del sistema. De la misma forma, promover los círculos de discusión y debate, incentivar la deliberación interna y fortalecer los espacios asamblearios, además de estimular el pluralismo, puede también operar como garantía frente al personalismo que hoy campa a sus anchas. Si a todo esto se suma el impulso concomitante en favor de una cultura discursiva más propensa al consenso, la ecuanimidad y la tolerancia, y por consiguiente más alejada de la hipérbole y la intransigencia, el resultado final podría ser un sistema partidario robusto, coherente con sus propias premisas constitucionales y cónsono con lo que precisa el sistema democrático y, más allá, con lo que merece la comunidad política contemporánea.
La democracia interna tiene un potencial enorme para impugnar los desvaríos (los «demoníacos productos», dice Ignazi) de la política de nuestros días. Sus componentes rezuman una específica proyección garantista que, además de tutelar derechos (los de los miembros y afiliados y los de la ciudadanía desmovilizada), tiene vocación de operar como acicate del propio sistema democrático. En corto: a mayor vitalidad democrática hacia dentro, mayor legitimidad del sistema de partidos y, consecuentemente, mayor vigor democrático hacia afuera. Cabe pensar que si el pluralismo, la equidad, la participación y la rendición de cuentas han quedado satisfechas bajo el techo partidario, también lo serán en la esfera de los poderes públicos. Y esto, entonces, configuraría un sistema democrático más saludable.
Todo esto requiere un profundo compromiso individual y colectivo. La democracia –conviene recordarlo— exige dedicación constante y responsabilidad cotidiana. Aquí entramos al aspecto más etéreo de todo este tema: la cuestión cultural. No obstante, creo que el diagnóstico es claro: aquel compromiso personal y común debe hacer frente a las pulsiones más profundas de nuestro particular esquema. Me refiero al linaje soterrado de nuestra cultura política, aquel que todavía abreva del totalitarismo y el autoritarismo del siglo pasado. Dejarlos atrás de forma definitiva también es tarea prioritaria. Nunca es demasiado tarde para ello.