La gran mayoría de los 25 millones de habitantes de la metrópolis oriental china de Shanghái regresó hoy a sus calles después de que las autoridades pusieran fin a más de dos meses de un estricto confinamiento impuesto para atajar su peor rebrote de COVID.
El final del encierro llegó con la medianoche de este miércoles, y algunos shanghaineses celebraron su recuperada libertad de la manera más tradicional posible: lanzando fuegos artificiales.
Otros, botella de champán en mano, se lanzaron a brindar con amigos y familiares a los que no veían desde finales de marzo, según vídeos en redes sociales.
Tras el amanecer, las escenas de euforia dejaron paso a las de la tan añorada normalidad, con un tráfico rodado que comenzaba a recordar a la Shanghái de siempre, aunque todavía quedaban muchos comercios cerrados, y los que abrían están limitados al 75 % de su aforo.
Y como los restaurantes todavía no pueden albergar comensales, muchos optaban por pedir para llevar y organizar improvisados picnics en zonas verdes del centro.
Por el momento, gimnasios, museos o cines tampoco tienen autorización para abrir.
Los viandantes y oficinistas se volvieron a entremezclar en las calles con las legiones de repartidores que mantuvieron vivas las líneas de suministro estas semanas, entre los que muchos se vieron obligados a vivir en tiendas de campaña debido a que sus urbanizaciones no les permitían entrar y salir para trabajar.
El último parte de contagios añadió 15 nuevos casos, muy lejos del pico de casi 28.000 de mediados de abril; desde el inicio del rebrote, a finales de febrero, en la ciudad se han sumado 58.000 casos confirmados -es decir, sintomáticos, porque los asintomáticos no engrosan los balances oficiales en China– y 588 fallecimientos.
Normalidad paulatina y "con condiciones"
Pese a la euforia, Shanghái no ha recobrado totalmente la “normalidad” de la noche a la mañana, ya que, según informaron anoche los medios oficiales, en torno al 90 % de la población podrá salir a las calles “con condiciones”, mientras que el resto todavía deberá esperar, especialmente los cerca de 200.000 que viven en las pocas áreas donde todavía se registran nuevos contagios.
Además, llevar a cabo actividades rutinarias como tomar el transporte público o ir a comprar a un supermercado requerirá una prueba negativa de COVID efectuada en las últimas 72 horas, una exigencia que se aplicará incluso a la hora de entrar o salir de las urbanizaciones.
Para ello, bajo órdenes de Pekín, las ciudad ha erigido hasta 15.000 quioscos de recogida de muestras, con una capacidad de procesado a nivel municipal de unos 8,5 millones de tubos cada día y más de 50.000 trabajadores autorizados para hacer las pruebas.
Desde esta mañana había largas pero ágiles colas delante de estos puestos.
Las pruebas serán gratuitas hasta el 30 de junio, y tras ello costarán 16 yuanes (2,4 dólares, 2,25 euros), aunque las autoridades no han especificado si este requisito ha llegado para quedarse.
Lo que seguro que ha supuesto un alivio para numerosos residentes es la retirada, anunciada por el Gobierno, del poder de decisión de los comités vecinales -los órganos que rigen las urbanizaciones- para poder salir o no de los complejos residenciales.
En las últimas semanas, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos se encontraban ya en áreas en las que, sobre el papel, podían salir a las calles, muchos de estos comités mantuvieron sellados los accesos bajo la silenciosa connivencia del Gobierno municipal.
Los días finales de mayo, considerados de “transición”, también han dejado otras noticias positivas como el desmantelamiento de muchas de las vallas instaladas en las calles -en algunos casos, auténticas barricadas- o el cierre de algunos de los centros de internamiento en los que fueron ingresados los contagiados.
Hoy, el diario The Paper confirmó el cierre del mayor de estos complejos, el establecido en el Centro Nacional de Convenciones y Exposiciones, abierto el 9 de abril y por el que pasaron casi 175.000 personas.
Para muchos, la perspectiva de contagiarse resultaba doblemente aterradora porque en estos centros era habitual estar junto a miles de otros infectados en cubículos sin apenas privacidad.
Una cicatriz oculta
En esta jornada de vuelta de la vida a las calles, no solo quedaban ocultas las sonrisas de liberación tras las mascarillas, sino también la profunda cicatriz que las interminables semanas de incertidumbre deja en la salud mental de los habitantes.
Aunque, como es habitual, la prensa oficial se esmeró en buscar ángulos positivos y en tratar de apaciguar los ánimos con artículos y vídeos de temática inspiradora, solidaria u optimista, muchos deberán luchar para superar una experiencia verdaderamente traumática.
En estas últimas semanas, y pese al incansable trabajo de los censores, las redes sociales han transmitido relatos -muchos de ellos, sin verificar- de protestas ante las medidas y la dificultad de conseguir alimentos, de padres e hijos separados durante el confinamiento o de muertes por falta de asistencia médica.
El mejor ejemplo del descontento generalizado se produjo el 23 de abril, cuando las redes ardían con un vídeo llamado ‘Voces de abril’, que recogía diversas grabaciones sobre el sufrimiento provocado por el confinamiento, en un auténtico combate contra la censura, que los iba borrando.
En algunos casos, las autoridades locales trataron de deslegitimar las protestas -escenificadas, por ejemplo, con caceroladas- de los vecinos asegurando que eran “incitadas por fuerzas extranjeras”.
La cicatriz también se está notando, según los datos oficiales, en los indicadores económicos, ya que la producción en las fábricas estuvo totalmente paralizada durante semanas, arrancando de nuevo a finales de abril para algunas empresas -por ejemplo, Tesla-, que debían alojar a sus trabajadores para aislarlos del exterior.
A partir de hoy, aunque algunas fábricas seguirán operando bajo ese sistema de “circuito cerrado”, ya no serán necesarios permisos especiales para retomar la producción en la ciudad, que ya ha anunciado un plan para “revitalizar” la economía.
Víctor Escribano