Por David Bernal, miembro de #CONNECTASHub en El Salvador*

 

Santos Ramos Jiménez tiene 44 años y trabaja cortando caña de azúcar. Lo ha hecho por tantos años que a estas alturas de su vida ya comienza a presentar síntomas de insuficiencia renal, una enfermedad ligada a esa actividad debido a las altas temperaturas a las que se exponen y a la poca hidratación. Pero hoy, más que su condición física, le duele la ausencia de su hijo menor, Anderson, de 15 años, a quien se llevaron los militares el 2 de abril porque juzgaron, por su apariencia, que era pandillero.

Lo capturaron en su propia casa, ubicada en el municipio de Puerto El Triunfo, departamento de Usulután, en la zona oriental de El Salvador. Santos cuenta que los militares entraron según ellos para revisar que ningún delincuente se escondiera ahí y como el agricultor no debía nada los dejó pasar. El joven estaba sentado en la sala y se lo llevaron sin orden de arresto en su contra. Estudia séptimo grado y, según su padre y el director de su escuela, cumple sus deberes y nunca ha hecho nada malo.

Su captura forma parte de las más de 13.500 que las autoridades de seguridad de El Salvador han hecho desde que el 27 de marzo la Asamblea Legislativa aprobó un régimen de excepción que suspendió algunos derechos constitucionales, como la libertad de asociación y el derecho al debido proceso. Además, extendió de 72 horas a 15 días los plazos de las detenciones administrativas, y le quitó a los capturados la posibilidad de recibir defensa legal.

El propio presidente Nayib Bukele solicitó el régimen de excepción después de que el 26 de marzo el país alcanzó 62 homicidios cometidos en un solo día, un récord histórico. Pero la crisis de violencia había comenzado dos días antes, el 24 de marzo, con una escalada que produjo más de 80 muertes violentas en 72 horas. Las autoridades atribuyen los asesinatos a las principales pandillas del país, la Mara Salvatrucha (MS-13) y el Barrio 18.

Este aumento desproporcionado de pasar de un promedio previo de cinco homicidios durante el gobierno de Bukele a unos 26 diarios entre el 24 y el 26 de marzo hizo que diversos analistas buscaran una explicación. Para algunos se trató de la consecuencia del rompimiento del pacto que Bukele habría celebrado con las maras para bajar las estadísticas de muertos en su gobierno. Para otros, los más arriesgados, se habría tratado de una macabra maniobra oficial para justificar sus medidas.

Bukele, que dirige el país prácticamente desde su cuenta de Twitter, pidió a la Asamblea Legislativa aprobar el régimen de excepción, lo que hicieron sin dudar los diputados de su partido, Nuevas Ideas, que tiene más de la mitad de los curules. En ese momento sostuvo que esta situación no afectaría a personas inocentes. “Servicios religiosos, eventos deportivos, comercio, estudio, etcétera, pueden seguirse realizando normalmente. A menos que usted sea pandillero o las autoridades lo consideren sospechoso”, publicó el 27 de marzo a la 8:51 a.m.

Las capturas masivas empezaron y día tras día, las redes sociales del oficialismo comenzaron a publicar imágenes de personas, en su mayoría hombres jóvenes, con la intención de hacer ver el éxito del operativo. Sin embargo, la oposición y las organizaciones sociales comenzaron a cuestionar que tantos criminales estuvieran en las calles si en los meses previos el gobierno había hecho alarde del éxito del Plan Control Territorial, el programa insignia de Bukele en materia de seguridad. Desde junio de 2019, el PCT ya ha implementado cuatro fases, la última de ellas llamada “incursión”, por la cual el Ejército y la Policía entrarían a las colonias más peligrosas para recuperar los territorios.

“A casi tres años de la gestión del actual gobierno, el PCT no pudo evitar un repunte de la violencia homicida, por lo que se acudió a una decisión extrema que implica la suspensión de derechos fundamentales para toda la ciudadanía, sin distinción alguna”. Con esas frases criticó al Gobierno la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (Fespad), una organización de la sociedad civil a la que Bukele hoy en día acusa de “defender criminales”.

Fespad ha señalado desde el primer día del régimen de excepción que la medida solo demuestra que el plan de seguridad del Gobierno de Bukele no ha generado “resultados sostenibles” y que las detenciones masivas no resolverán el problema de fondo que genera la violencia.

Pero Bukele hace oídos sordos a estas críticas y no solo ha enfilado sus ataques contra Fespad, sino contra toda organización nacional e internacional que le haya solicitado revisar la gravedad de las medidas impuestas, incluídas Amnistía Internacional y Human Rights Watch.

Con ese telón de fondo Anderson, el hijo de Santos, resultó capturado. En menos de una semana lo trasladaron desde un centro de detención de menores en el departamento de San Miguel (a 54 kilómetros de donde vive) hasta el Centro Penal de Izalco (a 168 kilómetros). Se lo llevaron pese a que su familia insiste en que los militares se equivocaron al arrestarlo, pues no tiene antecedentes ni es miembro de una estructura delictiva.

“Mi hijo no ha hecho nada. Solo va a la escuela y si acaso falta un par de días es porque lo llevo a la corta (al cañal) para que me ayude con un par de surcos, porque así como yo estoy ya de enfermo no siempre puedo yo solo. Yo solo quiero que lo suelten, quiero ayuda”, dijo Santos. Pero poco después a su hijo lo llevaron a la audiencia de imposición de medidas y le decretaron prisión mientras le tramitan un proceso judicial por el delito de agrupaciones ilícitas. Hasta el 18 de abril el chico seguía en el Centro de Detención de Menores de Ilobasco, a 92 kilómetros de su familia.

A medida que pasaron los días del régimen de excepción, pautado para un mes, los casos como el de Anderson comenzaron a surgir por montones en redes sociales. Personas comenzaron a denunciar las detenciones arbitrarias de familiares y amigos y los medios de comunicación comenzaron a retomar las historias. Pero esta mediatización de las capturas sin fundamento no hizo que el Gobierno reconsiderara sus medidas, sino todo lo contrario. En efecto, Bukele dio dos pasos más al reformar el Código Penal y luego la Ley de Proscripción de Pandillas, con la intención de aumentar las penas para los miembros de las famosas maras.

Por eso, menores de edad como Anderson ahora pueden recibir 12 años de prisión si la Fiscalía logra demostrar que son pandilleros. Con el agravante, según los especialistas, de que así como las capturas han sido masivas, también lo serán los juicios, lo cual dificulta el debido proceso y que los acusados puedan defenderse como es debido.

“Es como una maquila de procesos y aquí se está jugando la libertad de la gente. Aquí el problema es que las personas que han sido detenidas de manera arbitraria corren el riesgo porque la fiscalía no puede preparar los casos, las defensas no logran actuar, el juez tiene que ver una cantidad exorbitante de procesos y no hay garantías de que cada caso pueda ser individualizado como lo exige la responsabilidad penal”, explicó Ruth Eleonora López a La Prensa Gráfica el 17 de abril. En esa fecha se conoció que de los más de 12.000 capturados, a 5.000 ya les habían decretado prisión preventiva mientras se investigan los casos. López es abogada y directora anticorrupción de Cristosal, otra organización atacada por el Gobierno salvadoreño.

El 5 de abril Cristosal firmó, junto con otras organizaciones internacionales, un comunicado en el que señalaron que el régimen de excepción “profundiza la respuesta esencialmente represiva del Estado y, de facto, se ha traducido para los territorios, particularmente los pobres y vulnerables, en prácticas de abuso policial”. Pero por este planteamiento solo han recibido ataques encabezados por el mismo Bukele, quien ha llegado a decir que las pandillas son “el brazo armado de las ONGs y la comunidad internacional”.

Pero además de las detenciones arbitrarias y las graves afectaciones a derechos fundamentales, el régimen de excepción ha acrecentado la polarización social. Hoy existe una fuerte brecha entre el bloque de salvadoreños que apoya sin restricciones las medidas gubernamentales, aunque afecten a menores de edad sin antecedentes, y otro que no se opone a los planes de seguridad como tales, sino a que estos afecten los derechos de los ciudadanos aunque no estén relacionados con pandillas. Lo más grave es que Bukele acusa a todo el que critique sus medidas de ser un pandillero más.

Santos Ramos Jiménez, el padre de Anderson, está en este segundo grupo. Dice que no se opone a las medidas, pero asegura que su hijo no debe estar preso porque no es un delincuente. “Ahora el presidente sale a decir que los jóvenes deben dejar las calles, que se vayan para sus casas, pero hasta las casas los vienen a buscar. No es estar en contra de la autoridad, pero ya agarrados les ponen algo que no es”, dijo.

Certificado estudiantil de Anderson Ramos, con el cual su padre, Santos Ramos, intentó demostrar que él no era pandillero. “MB” (Muy Bien) hace referencia a una evaluación positiva en las calificaciones de convivencia.

 

 

*Editor de periodismo Judicial en La Prensa Gráfica, docente universitario y Miembro de #CONNECTASHub. Desde 2014 comenzó a formar parte de los proyectos y capacitaciones de CONNECTAS y su objetivo ha sido aplicar el periodismo de datos e investigación en El Salvador.