Hasta entonces se puede decir que yo desconocía el terror. Apenas era un adolescente el 17 de marzo del 1975, cuando de repente vi llegar compungido a mi hermano César. Se sentó frente a la radio, como quien desea negar una realidad que circulaba de boca en boca por toda la ciudad, la muerte del periodista Orlando Martínez. Nunca antes había visto a nadie tan impotente ante la muerte de un ser querido. Parecía como si el cielo hubiera cerrado sus puertas y las nubes todas volviéranse de un oscuro tono gris.
Esa es la primera impresión que recuerdo sobre la existencia del periodista Orlando Martínez. A partir de ese momento, mi cercanía con la militancia política, estaría en buena medida signada por su figura. Su apasionada lectura de la literatura existencialista, en especial la de Albert Camus, está presente en cada una de las líneas de sus artículos. La defensa de las libertades como baluarte le distanciaba, no solo de los sectores más recalcitrantes de la derecha, sino que le hacía parecer un bicho raro en un mundo dominado, en aquel entonces, por la dicotomía izquierda/ derecha.
Orlando asumió su amor por la libertad de un modo tan vehemente que sabía ver en el contrario, aún en medio de las diferencias, las cosas que en éste podían ser de valor y por ello destacadas. Esa actitud y un modo de proceder siempre alejado de posturas dogmáticas, contribuían en gran medida a que su columna fuera lectura obligada para mucha gente sin distinción de parcelas políticas ni condición. Sus reflexiones, más que sentencias ideológicas sesgadas, invitaban siempre a penetrar la realidad desde diferentes ángulos y lecturas distintas. Creo que fue, sobre cualquier otra posible cuestión, su implacable lucidez y la agudeza de sus análisis las razones que movieron, a los sectores más cavernarios, a pedir su cabeza. Pienso que equivocadamente se adjudica su muerte a su último artículo y personalmente nunca lo he visto así.
Orlando era una piedra en el zapato para los sectores de poder de la época porque enseñaba a pensar. Él jamás reducía el análisis político a una dicotomía entre lo negro o lo blanco, entre la derecha y la izquierda. Por el contrario fue capaz de ver las hendijas y las grietas en los grupos que se presentaban compactos. Supo fijar su mirada por encima de las diferencias y por ello, por ese acertado escalpelo del que hacía gala en sus análisis de la realidad, nunca fue perdonado.
A mí modo de ver lo más extraño de todo y lo realmente excepcional en su persona fue su habilidad para sustraerse al remolino de las pasiones políticas. Se adelantó en el tiempo a todos los hombres de izquierda en la República Dominicana y no solo por su valentía a la hora de enfrentarse en desventaja a quienes lo adversaban, sino por su finura y elegancia para tocar las llagas sin bravuconadas ni artificio, solo a través de la filosa pluma de sus escritos. Leer a Orlando era acercarse a los más importantes escritores, desde Constantin Kavafis a Paul Eluard, pero no como una muestra de ostentación, sino al contrario como guía para explicarse uno a sí mismo un mundo complejo y absorbido por las debilidades humanas.
El tiempo pasa y los cambios hacen su efecto. Muchas veces me planteo cómo hubiera analizado él la ruptura de muchos paradigmas y qué ruta hubiera seguido su interpretación acerca de los partidos de hoy. Me pregunto cómo hubiera contemplado a ese grupo de hombres, que ayer sostuvieron posiciones de avanzada, para más tarde ser arrastrados por el vendaval de la ambición hacia extremos contrarios. Yo aún sigo cuestionándome cuál es el significado del concepto “hombre de avanzada” en estos tiempos sin tener altares; cómo ser un intelectual, en lo más profundo del término, sin la obligación de repetir viejos mantras ya obsoletos. Son tantos los interrogantes que me formulo con respecto a su persona que me niego a reducir al periodista Orlando Martínez simplemente a un hombre de una sola parcela ideológica. Creo que, como bien decía el epígrafe que encabezaba su columna, "Nada humano le fue ajeno".