A días de tomar posesión la actual administración de gobierno de la República Dominicana, en agosto de 2020, surgieron preocupaciones de activistas cívicos por lo que ocurriría con las promesas que había hecho el nuevo equipo de la administración pública: poner fin a la impunidad y combatir la corrupción.
Los más exigentes advertían: "sin en un año no hay un preso por corrupción, volveremos a las calles".
De esa manera se aludía a las protestas multitudinarias que surgieron en todo el país para rechazar los escándalos de corrupción de las administraciones peledeístas y exigir castigo para los corruptos.
Cuando meses después empezaron las operaciones anti corrupción desde la Procuraduría General de la República, sobre todo con el caso Pulpo, mucha gente respiró y se convenció de que la cosa iba en serio.
No obstante, pronto se expresaron otras preocupaciones: los casos se mantenían en los tribunales sin que se produjera una condena definitiva, y los abogados de la defensa generban incidentes que extendían el tiempo para conocer los procesos.
A quienes aspiran a que la sociedad dominicana se conduzca con la necesaria decencia y a que los recursos de los contribuyentes no terminen en bolsillos de particulares, con todas las consecuencias negativas, es necesario recordarles que la justicia debe de hacerse de acuerdo con el mandato de la ley, con el respeto al debido proceso y sin atropellar derechos.
La Procuraduría General de la República ha contado con el apoyo de la Presidencia de la República para trabajar con la necesaria libertad e independencia a la hora de tomar las decisiones.
No se puede hacer todo al unísono. Habrá consecuencias, se está enviando un firme mensaje de cero tolerancia a la impunidad y a la corrupción. La Procuraduría General de la República se ha ganado el apoyo de la ciudadanía.
El acusado de cualquier delito, por grave que sea y por flagrante que parezca el hecho cometido, debe de contar con la garantía de sus derechos fundamentales, entre los cuales está el derecho a la defensa.
Los casos judiciales, más cuando se trata de delitos tan graves como la corrupción, no deben de ser dirigidos de manera atropellante, es necesario que se agoten todos los procedimientos, todos los plazos y que se permita a los imputados a hacer uso de todos los medios de defensa que la ley pone a su servicio.
Todo esto toma tiempo. Por eso la labor del Ministerio Público y de los tribunales de justicia a veces podría lucir lenta o menos diligente de lo que la ciudadanía desearía.
Debemos de tener paciencia, pero sin abandonar la firmeza en nuestra exigencia de que se ponga fin a la impunidad y de que se castigue a todo aquel que se le compruebe el delito de la corrupción en cualquier de sus múltiples modalidades.
Mientras tanto, permitamos a las autoridades del Ministerio Público y de los tribunales de justicia ejercer sus delicadas responsabilidades sin presión, aunque sí bajar nuestra atenta veeduría. Así se construyen democracia y ciudadanía.