Suele decir mi padre que una democracia es certeza en las reglas e incertidumbre en los resultados. Si algo había en El Salvador el domingo, antes de que se procesaran los votos de los salvadoreños, era certidumbre en los resultados, tras una serie de violaciones a la Constitución, las leyes y las reglas electorales al antojo del presidente. Antes siquiera de que las mesas de votación hubieran contado los votos, Nayib Bukele se declaró reelecto y se convirtió en el primer presidente en ocho décadas en proclamar su triunfo para un segundo periodo.
La reelección en El Salvador está claramente prohibida por seis artículos de la Constitución. Pero ya no queda institución capaz de imponer a Bukele sanciones ni límites a su ejercicio del poder. Controla los tres poderes del Estado, el circuito de jueces, la fiscalía, la policía, el Ejército y el Tribunal Supremo Electoral. Los salvadoreños hemos perdido nuestros derechos constitucionales y el país ha vivido una elección bajo estado de excepción. La semana pasada, el vicepresidente, Félix Ulloa, le dijo al New York Times: “No estamos desmantelando la democracia. La estamos eliminando, sustituyendo con algo nuevo”. Nuevo no es. Asistimos en vivo al nacimiento de una dictadura.
A la espera de resultados, parece que la mayoría de quienes votaron optó por enterrar la democracia, que es lo que ofrece el presidente, argumentando que los límites al poder eran un obstáculo para lograr lo que ninguno de los anteriores gobiernos fue capaz de cumplirles: desarticular a las pandillas que mantenían aterrorizada a la población. Es un hecho verdaderamente transformador para la mayoría de los ciudadanos. Cuando se ha vivido con una pistola en la cabeza, la seguridad está por encima de constituciones y leyes y democracias. La mayoría de quienes votaron ha decidido ceder sus derechos y entregarle todo el poder a una sola persona, a cambio de seguridad.
Es un experimento peligroso el de Bukele, que en dos años ha encarcelado a más de 70.000 personas mediante un régimen de excepción que permite a agentes policiales y soldados encarcelar a cualquiera que les parezca sospechoso de pertenecer a pandillas. Las organizaciones de derechos humanos calculan que apenas la tercera parte tiene vínculos con pandillas y han determinado que en las prisiones salvadoreñas se ejerce sistemáticamente la tortura. Cientos de personas han muerto ya. El Salvador tiene hoy la tasa de reos más alta del mundo.
La Policía exige a sus agentes cuotas de detenidos por día para llenar las cárceles del presidente Bukele. Pasa lo que siempre pasa: jóvenes detenidos porque un agente les vio “nerviosos”; vecinos denunciando a vecinos de vínculos con pandillas; taxistas acusando a su competencia para librarse de ella; hombres detenidos por competir con aquel policía por el amor de una mujer. Así se llenan las cuotas. Agentes policiales extorsionando a inocentes para no llevárselos.
En El Salvador, todo detenido es culpable hasta que demuestre lo contrario; y es casi imposible demostrarlo. Son juzgados en audiencias sumarias por jueces anónimos, junto a otros cientos de detenidos. Cien culpables o cien inocentes. El vicepresidente Ulloa, que es abogado, dijo que esa era la única manera, porque su gobierno ha metido a la cárcel a tanta gente que necesitarían cien años para juzgarlos individualmente. “Es un proceso justo porque es legal. Antes eran juicios individuales pero cambiamos la ley”.
No gozaban los cuerpos de seguridad de tanta impunidad desde los años de nuestra guerra civil, en los que elementos del Ejército, la policía y paramilitares (los Escuadrones de la Muerte) detenían, torturaban y desaparecían a miles de personas sin temer castigo.
La gran especialidad de Bukele no es la seguridad sino la propaganda. Cuenta con un grupo de asesores venezolanos provenientes de los equipos de Juan Guaidó y Leopoldo López, expertos en que la mano derecha haga creer que ya no existe lo que la izquierda oculta. Bukele advirtió el hartazgo de la gente con los políticos y se montó en el discurso del combate a la corrupción. Ganó la presidencia en 2019 y fustigó a la oposición hasta deslegitimarla con el aplauso de los salvadoreños. Dos años después logró mayoría en las legislativas.
La pandemia y sus decretos de emergencia le permitieron suspender derechos ciudadanos, ocultar información sobre contratos y compras y su Gobierno inició un sistemático saqueo del Estado que el periodismo ha venido documentando desde entonces y que hace parecer a sus antecesores unos novatos en corrupción.
En secreto pactó con las pandillas a quienes hizo concesiones inéditas, como liberar a algunos líderes solicitados en extradición por Estados Unidos a cambio de reducir las tasas de homicidios que necesitaba políticamente para presumir la efectividad de sus supuestos planes de seguridad.
En mayo de 2021 dio un golpe al poder judicial. Destituyó a los magistrados del Tribunal Constitucional y al Fiscal, y saltándose todos los procedimientos establecidos en la Constitución ese mismo día nombró a nuevos magistrados y a un fiscal a su medida. Allí comenzó en la práctica su dictadura. Al caer la noche, controlaba ya los tres poderes del Estado. Todo. A nadie sorprendió después que los inconstitucionales magistrados del Constitucional resolvieran a favor de la reelección.
Después se rompió el pacto de Bukele con las pandillas y vino el régimen de excepción, los arrestos masivos y los encarcelamientos. Pero los habitantes de las comunidades que antes controlaban las pandillas viven hoy una tranquilidad que no conocían, sin tener que pagar extorsiones ni temer que su familia sea víctima de la crueldad de estas organizaciones criminales. Y esta es la principal causa de su reelección.
El llamado modelo Bukele, cuyos únicos componentes son la acumulación de poder, la propaganda y la represión ejercida desde el atropello al Estado de derecho y a los derechos humanos, ha sido suficiente para mantener un altísimo apoyo popular. Pero, lecciones de la historia, este apoyo no es para siempre. Bukele se está preparando para cuando el pueblo se canse: ha aumentado el número de efectivos de las Fuerzas Armadas y ha prometido duplicarlo en cinco años.
Hay un punto de no retorno en todo proyecto autoritario o dictatorial. Es ese que divide el deseo de permanecer en el poder de la imposibilidad de dejarlo, porque tendría consecuencias nefastas para él y su familia.
Las evidencias del pacto de Bukele con el crimen organizado se acumulan en un tribunal en Nueva York, donde son procesados líderes de pandillas que debían estar pagando penas de cárcel en El Salvador. Son la prueba viviente de los pactos criminales. El presidente recién reelecto ha violado todos los cuerpos de ley de El Salvador; y el uso patrimonial del Estado y su saqueo sistemático están suficientemente documentados. Es una mala noticia para quienes desean el retorno de la democracia a El Salvador: Nayib Bukele ha cruzado la línea de no retorno.
Se nos viene una dictadura.
Carlos Dada es el director del diario digital salvadoreño El Faro, que sigue abierto en el exilio, en Costa Rica.