CONFERENCIA INAUGURAL
DEL V CONGRESO HISPANOAMERICANO
Y EL XIII CONGRESO NACIONAL
DE INGENIERÍA DE LA CONSTRUCCIÓN
PRONUNCIADA POR EL DR. FRANK MOYA PONS
EL 20 DE MARZO DE 2024
EN LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA MADRE Y MAESTRA.
Señoras, señores:
El director nacional de este evento, nuestro distinguido amigo, arquitecto Esteban Prieto, me ha pedido que les presente a ustedes una rápida mirada a lo que podríamos llamar las tempranas bases físicas del desarrollo dominicano.
Procedo de inmediato a complacerlo, rogando a ustedes un poco de comprensión porque esta presentación, más que una conferencia erudita, contiene apenas un simple examen acerca el impacto de las primeras grandes obras de infraestructura (ferrocarriles y carreteras) que motorizaron los comienzos del sostenido crecimiento económico dominicano.
Las demás obras de infraestructura han sido igualmente importantes en ese proceso, cual ha sido el caso de los muelles, los aeropuertos; las hidroeléctricas y grandes plantas eléctricas; los canales de irrigación; los acueductos y las alcantarillas; los teleféricos, los metros y los monorrieles, etc.[1] Pero, dado que nuestro tiempo es corto, me limito a mencionarlas, nada más, pues sin esas construcciones el país no habría logrado cambiar tan radicalmente como lo ha hecho en las últimas décadas, pasando de una sociedad rural a otra urbana y transitando desde una sociedad tradicional a otra moderna o en marcha hacia la modernización.
En este último siglo la República Dominicana ha tenido gobiernos para quienes la inversión en obras públicas ha sido más prioritaria que el gasto social. También ha habido otros cuyo mayor interés ha sido la realización de pequeñas y medianas obras de impacto social inmediato, incluyendo en ellas los trabajos de mantenimiento, reparación o reconstrucción de estructuras existentes.
Para comprender los procesos de crecimiento y modernización del país es importante tener en cuenta que la construcción de infraestructuras no ha sido solamente obra de los gobiernos. Hay áreas de la economía, como el turismo y las zonas francas industriales, por ejemplo, en que la inversión privada ha liderado el crecimiento y la inversión. En esos y otros ejemplos, el Estado, rezagado al principio, ha tenido que activarse para aportar las obras básicas o complementarias que demandan esos sectores.
Aun reconociendo el papel clave del sector privado, la inversión pública ha sido determinante, por sus enormes montos, en la implantación de las infraestructuras nacionales. Todos los gobiernos que ha tenido el país, desde 1916 hasta la fecha (con sus variadas prioridades), han asumido como obligación insoslayable la construcción de obras de infraestructura. En otras palabras, todos han querido pasar a la historia como grandes constructores.
Los resultados de esas acciones, desde luego, han sido distintos según los recursos disponibles y la política económica de cada gobierno. Teniendo en cuenta eso, es posible argumentar que, en lo físico, ciertas gestiones gubernamentales han sido más “constructivas” que otras que prefirieron enfatizar el gasto social por encima de la construcción de grandes obras.
Gracias al creciente flujo de recursos dirigido hacia la ejecución de obras públicas, la República Dominicana ha devenido en una de las economías más dinámicas de Latinoamérica. Hoy el país posee una de las redes viales más densas de la región, exhibe un alto índice de urbanización (más del 80 por ciento de la población vive hoy en núcleos urbanos) y cuenta con una industria turística que crece velozmente e impacta positivamente en el empleo nacional a la vez que estimula la producción agropecuaria.
Ese proceso de urbanización ha sido tan acelerado que el Estado no logra todavía ponerse al día con todas las obras que demandan los pueblos y ciudades y pueblos. Pero es mucho lo que se ha hecho con los limitados recursos de una economía pequeña que hace poco despegó aceleradamente hasta convertirse en un ejemplo para los países de la región. En los últimos veinte años el crecimiento económico nacional ha promediado sostenidamente un 5 por ciento anual.
Este ha sido un proceso acumulativo en el cual cada gobierno ha hecho lo que ha podido, según la dotación de capital disponible en cada período gubernamental, mientras, paralelamente, el sector privado ha ido invirtiendo en sus propias obras que también han contribuido a la modernización del país.
Ese desarrollo fue muy lento al principio, pues la República dominicana entró en el siglo XX sin una sola carretera, pues las primeras fueron construidas tarde, entre 1917 y 1924. Fueron estas nuevas vías las que, junto con los primeros ferrocarriles, iniciaron la modernización del país, y ese es el tema de esta disertación ante ustedes.
1.- CAMINOS RURALES
Veamos el inicio de este proceso recordando que, en 1888, la República Dominicana fue invitada a participar en la Exposición Universal que debía celebrarse al año siguiente en París para celebrar el centenario de la Revolución Francesa.
Para difundir las oportunidades de inversión y negocios que ofrecía este país el Gobierno dominicano contrató al conocido publicista puertorriqueño José Ramón Abad y le encargó preparar de una guía general que describiera el territorio nacional y sus posibilidades de aprovechamiento económico. Abad tomó muy en serio este trabajo y redactó un impresionante informe titulado La República Dominicana: Reseña general geográfico-estadística.
Esa obra contiene dos útiles capítulos acerca de la red de caminos y el sistema de comunicaciones, respectivamente que retratan el atraso del país en materia de infraestructuras y señalan cómo la falta de caminos carreteros obstaculizaba el aprovechamiento de los recursos naturales y el crecimiento de las fuerzas productivas.
Abad lamentaba que los caminos existentes entonces no pasaban de ser meros senderos, aptos solamente para el paso de animales de montura y carga, y deploraba que no hubiese siquiera una sola vía habilitada para el uso de coches o carretas.
Esos caminos de herradura, decía Abad, “son simples trochas abiertas a través de los bosques, o brechas por entre las montañas o trillados laberínticos por las sabanas”.
Con esos caminos, decía él, era imposible desarrollar la economía y por eso recomendaba, como acción urgente, “unir (con una carretera) la región del Sur con la del Norte de la República, es decir, la Capital con el valle del Cibao, por lo menos hasta Santiago”.
Abundan las noticias de los primeros esfuerzos que hicieron algunos empresarios para construir los caminos carreteros que reclamaba Abad. Todos esos proyectos fracasaron, algunos de ellos antes de haberse iniciado, aun cuando sus promotores obtuvieron franquicias y concesiones fiscales de los gobiernos de entonces.
Esas concesiones seguían el modelo de las políticas de estímulo económico utilizadas en Norte y Sudamérica por los gobiernos que promovían proyectos de colonización mediante la construcción de obras de infraestructura.
2.- CAMINOS DE HIERRO
Algo distinto ocurrió en las tierras llanas del este del país en donde una revolución azucarera tenía lugar mediante el establecimiento de enormes plantaciones de caña de azúcar para abastecer una veintena de nuevos ingenios azucareros.
Esos ingenios se desarrollaron gracias a los incentivos fiscales otorgados por el Estado dominicano a aquellos inversionistas, dominicanos o extranjeros, que quisieran crear plantaciones azucareras, cacaoteras, cafetaleras y bananeras.
En sus comienzos estas plantaciones dependían de bueyes y carretas para sus labores, pero desde temprano sus dueños instalaron ferrocarriles para acarrear caña a los ingenios o llevar el azúcar hasta los puertos de embarque.
En 1893 siete de esos ingenios poseían ferrocarriles. En ese año la extensión total de las vías férreas establecidas en las zonas azucareras apenas pasaba de 51 millas. En los años posteriores, a medida que crecían o se instalaban nuevos ingenios y se expandían las plantaciones, los productores azucareros añadieron nuevos rieles, locomotoras y vagones.
En las primeras dos décadas del siglo XX dos nuevos ingenios, Barahona y Central Romana, instalaron también extensas vías férreas. En esa misma época los dueños de los ingenios Cristóbal Colón, Angelina, Consuelo, Santa Fe y Quisqueya extendieron también sus rieles.
En algunos casos las compañías azucareras permitían a sus empleados que utilizaran esos trenes para transportarse dentro de las plantaciones, pero como aquellas eran zona prácticamente despobladas, el impacto de los ferrocarriles cañero fue limitado. En cambio, su impacto económico sí fue visible, pues su utilización generaba un enorme salto de productividad en comparación con el transporte de la caña o del azúcar en carretas.
Estimulados por el ejemplo de los ingenios azucareros, varios empresarios dominicanos y extranjeros presentaron planes a los gobiernos de entonces para construir trenes de pasajeros en el Cibao, la región más poblada del país y centro de la producción agrícola. Esos planes no cristalizaron. En la zona sur del país, por otro lado, más de una docena de concesiones fueron solicitadas entre 1866 y 1896 para instalar caminos de hierro. Ninguna de ellas cuajó.
Hubo, sin embargo, un proyecto que sí llegó a su realización: el ferrocarril Sánchez-La Vega, pensado originalmente para conectar el puerto de Samaná con la ciudad de Santiago.
3.- FERROCARRILES
La primera concesión para instalar ese ferrocarril la obtuvo el norteamericano Alexander Crosby en 1877, cuya intención era construir un “tranvía eléctrico” de Santiago a Puerto Plata, por ser esta ciudad el puerto más activo del país.
Ante las dificultades que significaba atravesar la Cordillera Septentrional, los trabajos no comenzaron a tiempo y esa concesión fue anulada en 1879, pero fue renovada en 1881 autorizando a Crosby a construir un ferrocarril distinto que conectara los poblados de Santiago y Samaná.
Este proyecto se consideraba mucho más factible que el anterior porque este tren solo atravesaría tierras llanas que ofrecían menos obstáculos a la instalación de vías férreas.
Empeñado en levantar una vía que estimulara el desarrollo agrícola y comercial de la región cibaeña, el Gobierno apoyó el proyecto asignándole un 10 por ciento de los ingresos aduanales nacionales por concepto de importaciones, así como el 50 por ciento de los ingresos aduanales que fuesen generados a partir de las exportaciones que salieran por Samaná.
Con estas concesiones, y apoyado en su propio capital, Crosby comenzó su tarea asistido por un ingeniero británico que había construido ferrocarriles en Egipto.
Los ingenieros abordaron primero el paso del Gran Estero, la famosa ciénaga de la desembocadura del río Yuna, y luego cruzaron las amplias sabanas y bosques deshabitados de la planicie del Cibao Oriental.
En mayo de 1887, después de inmensas dificultades para abastecerse de mano de obra, llegaron a La Vega, en donde el ferrocarril fue formalmente inaugurado el 16 de agosto de 1887.
Como para entonces los fondos de Baird estaban casi agotados, este y sus socios solicitaron al Gobierno que les exonerara de la obligación de los tramos faltantes (Sánchez-Samaná y La Vega-Santiago), pues la obra había resultado más cara de lo pensado. El Gobierno aceptó y por ello siempre se dijo que el ferrocarril Santiago-Samaná “nunca salió de Santiago y nunca llegó a Samaná”.
No obstante, el ferrocarril Sánchez-La Vega abrió una nueva frontera agrícola para la expansión de la agricultura comercial en toda la región atravesada por este camino de hierro y, a partir de entonces, los productores de la región tuvieron una vía franca para la exportación del cacao y del café, que eran los cultivos prevalecientes allí.
Por más de una década el poblado de Sánchez se convirtió en la principal puerta de entrada para las importaciones de mercancías extranjeras y “de la noche a la mañana” (según narra el historiador vegano Mario concepción), “por el solo efecto del ferrocarril, surgieron docenas de negocios en La Vega, dedicados casi exclusivamente a la exportación y a la importación”.
Ahora bien, frustrados por haber quedado marginados por la línea Sánchez-La Vega, los líderes empresariales de Santiago y Puerto Plata reclamaron al Gobierno la construcción de otro camino de hierro o de un camino carretero que conectara ambas ciudades y sirviera a los intereses tabacaleros de la región.
Después de varios años de discusiones, y en medio del entusiasmo financiero generado por la fácil obtención de un empréstito con la compañía holandesa Westendorp y Cía, en 1888, el Gobierno y esa compañía se pusieron de acuerdo y concertaron un segundo préstamo para costear la construcción del ferrocarril Santiago-Puerto Plata.
Los trabajos para establecer esa nueva vía férrea comenzaron en 1891 pero se interrumpieron en 1892 cuando la Westendorp entró en quiebra. Al quebrar esta empresa, sus intereses fueron adquiridos por un grupo de capitalistas estadounidenses que de inmediato crearon una compañía llamada San Domingo Railways Company para reemprender la obra del ferrocarril que había sido suspendida.
Los trabajos se reiniciaron en junio de 1894 con una nueva infusión de dinero y, gracias a ella, el ferrocarril Santiago-Puerto Plata pudo ser inaugurado el 16 de agosto de 1897, exactamente diez años después que su antecesor, siendo bautizado con el nombre Ferrocarril Central Dominicano. (De central no tenía nada).
Para aquel año, el ferrocarril Sánchez-La Vega era ya una inversión rentable que dejaba beneficios que oscilaban entre el 5 por ciento y el 8.5 por ciento anual sobre el capital invertido. Los inversionistas, como era de esperar, estaban satisfechos con esas tasas de rentabilidad.
El ferrocarril Santiago-Puerto Plata, por su parte, confrontó desde el principio serios problemas operacionales y financieros debido al caos político y monetario causado por el dictador Ulises Heureaux, quien fue asesinado en julio de 1899.
De las numerosas negociaciones que se llevaron a cabo en esos días salió la decisión de pasar el ferrocarril Santiago-Puerto Plata a manos del Estado dominicano en 1908, después del pago de unas acreencias ascendentes a 1.5 millones de dólares.
El favorable impacto de este camino de hierro en la economía de ambas ciudades y en los distritos tabacaleros del Cibao central estimuló a los líderes empresariales de San Francisco de Macorís y Salcedo para exigir que sus comunidades fueran dotadas también de caminos de hierro.
El Gobierno respondió a esos reclamos construyendo esas conexiones y para ello creó la Samana Railway Compnay. Así, el enlace de Salcedo con la vía Sánchez-La Vega fue inaugurado en 1907. El enlace de Macorís con esa misma vía fue construido entre 1907 y 1909, durante la presidencia de Ramón Cáceres, pero fue formalmente inaugurado años más tarde.
La conexión Salcedo-Moca fue la más tardía, pues se construyó entre 1917 y 1918. Su construcción se retrasó debido a los desórdenes políticos que desestabilizaron el país después del asesinato del presidente Cáceres, acaecido en noviembre de 1911.
Concluido ese último tramo (Salcedo-Moca), ambos ferrocarriles quedaron conectados, pero con un impedimento: el ancho entre los rieles de ambas vías eran diferentes y, por ello, en Moca, había que realizar el trasbordo de carga y pasajeros entre los vagones de uno y otro tren con el consecuente aumento de costos y fletes.
4.- CARRETERAS
Ocupado militarmente el país por los Estados Unidos, a partir de 1916, una de las primeras acciones de ese gobierno fue reactivar los planes de construir tres carreteras modernas para conectar la ciudad de Santo Domingo con el resto del país.
Hasta entonces, trasladarse por tierra de la capital a Santiago consumía tres días con sus noches a lomo de mulos o de caballos. Cuando llovía tomaba más tiempo, pues había que esperar que bajaran los ríos y secaran los lodazales y pantanos.
Por ello, la idea de construir carreteras que conectaran el interior del país con la capital de la República se mantenía viva como una demanda colectiva de lo que todos consideraban una necesidad nacional. La razón principal por la cual esas vías no se construyeron era sencilla: al Estado no le alcanzaba el dinero para invertir en esas obras.
Fue solamente después de que las finanzas públicas empezaron a estabilizarse, a partir de 1905, cuando el Gobierno dominicano empezó a tener fondos con qué emprender la construcción de los primeros caminos carreteros.
De aquellos años data el inicio de la construcción de las dos primeras carreteras: Una en dirección al Cibao y la otra hacia suroeste del país. Ambas vías avanzaron poco (apenas 14 kilómetros) porque después del asesinato del presidente Cáceres el país cayó en una crisis política financiera que forzó la interrupción de esas obras hasta que el Gobierno militar norteamericano reemprendió su construcción en 1917.
Para financiar la construcción de ambas carreteras, más una tercera adicional que dirigida a hacia la región oriental del país, el Gobierno militar obtuvo dos empréstitos en Nueva York que le permitieron extender la vía central (carretera Duarte) hasta Montecristi, pues solo había sido diseñada hasta Santiago.
Esas carreteras eran macadamizadas. Tenían un substrato de piedras y una capa de rodamiento de cascajos triturados y compactados con rodillos movidos a vapor, y fueron diseñadas para una velocidad media de 40 kilómetros por hora.
La inauguración de la principal de esas vías, la carretera Duarte, el 6 de mayo de 1922 fue la realización de un largo sueño nacional que dio inicio a numerosas transformaciones económicas y sociales que impulsaron la modernización del país. Para fines de ese año el Gobierno llevaba ya más de 374 kilómetros de carreteras construidos.
La apertura de la carretera Duarte diseminó rápidamente lo que el Receptor General de Aduanas llamó en aquel año “el germen de la construcción de carreteras”, pues a partir de entonces los gobernadores provinciales, los ayuntamientos y las personas más influyentes de los pueblos empezaron a pedir que sus comunidades fueran enlazadas con las tres nuevas carreteras.
Para el Gobierno militar norteamericano resultaba fácil responder positivamente a esas peticiones, pues los oficiales del Departamento de Marina que gobernaban el país estaban convencidos de que las carreteras eran la principal catapulta para el desarrollo nacional.
En los últimos dos años de la ocupación militar (1922-1924), la apertura de nuevas vías recibió un nuevo impulso con la adición de 177 kilómetros de nuevas carreteras. Por ello, según un informe de la Receptoría General , en 1924 el país contaba con 405 millas de carreteras de primera clase completadas; más 96 millas de carreteras de primera clase en construcción; más otras 253 millas de carreteras cuyas condiciones requerían trabajos adicionales para hacerlas viables. Un total de 754 millas (1,206 kilómetros). En carpeta había también 452 millas de carreteras diseñadas, entre ellas la carretera Santiago-Puerto Plata, proyectada para ser inaugurada en octubre de 1925.
Basándose en esas cifras, el Gobierno militar estimó que en 1925 la República Dominicana poseía “una mayor extensión de carreteras modernas de primera clase que los demás países de América Latina, con la excepción de Venezuela y excluyendo, desde luego, la red vial urbana de las grandes repúblicas sudamericanas”.
Para entonces la carretera Duarte había sido extendida hasta Dajabón para que conectara con otra construida también por los norteamericanos en la parte norte de Haití que, después de pasar por Cabo Haitiano, tomaba la dirección de Puerto Príncipe.[2]
La carretera Mella, que ya había sido completada, enlazaba San Isidro, San Pedro de Macorís, Hato Mayor, El Seibo e Higüey. Para inaugurarla solo quedaba pendiente un pequeño tramo entre El Seibo e Higüey y por ello ya se anunciaba su inauguración oficial para abril de 1925. Dada la importancia económica de La Romana, el Gobierno también decidió construir el ramal que conectaría esa ciudad con la carretera principal.
A la carretera Sánchez, por su parte, apenas le faltaba un tramo por concluir para dejar conectada definitivamente la capital de la República con el remoto poblado de Comendador (hoy Elías Piña) en la frontera con Haití, en donde también conectaba con otra carretera haitiana que llegaba hasta Puerto Príncipe. El Gobierno esperaba inaugurar esa vía antes de concluir el año 1925.
En su visión integral del desarrollo de la isla, los gobernantes norteamericanos enfatizaban la importancia de haber enlazado las dos capitales insulares, Santo Domingo y Puerto Príncipe por la vía de Dajabón (421 millas) y de Comendador (229 millas).
El gobierno de Horacio Vásquez (1924-1930) fue, en más de un sentido, una continuación del gobierno militar y por ello continuó con el popular programa de construcción de carreteras, construyendo 212 kilómetros nuevos entre 1924 y 1930. Puede decirse, por lo tanto, que para 1930 las principales regiones del país estaban ya conectadas con la capital de la República.
Aun cuando las carreteras construidas durante este período no eran caminos muy anchos, el hecho de que por ellos pudieran circular vehículos de motor revolucionó la velocidad de la economía dominicana al acortar a unas pocas horas el transporte de personas, alimentos y mercancías de una parte a otra del país.
Con estas carreteras comenzó a hacerse realidad el sueño de muchos dominicanos que esperaban ver el día en que los habitantes de la capital de la República pudieran trasladarse por tierra a Santiago, Azua o Higüey en pocas horas.
Es bien sabido que antes de la construcción de las carreteras muchas personas preferían viajar a la capital en goletas y bergantines desde Montecristi, Puerto Plata, Samaná, Sánchez, Azua y Barahona, antes que aventurarse a cruzar el país por sus difíciles y peligrosos senderos y caminos de herradura.
La nueva red de carreteras permitió al Gobierno nacional, por primera vez, centralizar efectivamente la vida administrativa, económica y militar de la República, e hizo posible integrar el mercado interno del país.
5.- CARRETERAS VS. FERROCARRILES
Sin las carreteras no puede explicarse el inicio de la modernización y el desarrollo de la República Dominicana en el siglo XX. Hoy es posible establecer una relación directa entre el aumento del kilometraje vial y el crecimiento de la producción y la riqueza en la República Dominicana, y, desde luego, con el aceleramiento del ritmo de los cambios que ha experimentado el país en los últimos 100 años.
Andando el tiempo, las carreteras contribuyeron a liquidar el sistema tradicional de recuas que empezó a debilitarse con la introducción del ferrocarril en el Cibao. Con el tiempo, el negocio de los ferrocarriles también sucumbió al impacto de las carreteras porque los camiones manejaban más eficientemente la carga.
Ahora bien, los trenes cumplieron un papel transformador en la economía dominicana. Sin ellos no es posible explicar la revolución azucarera, ya mencionada, que convirtió las llanuras del este y del norte del país en plantaciones cañeras. Los ferrocarriles privados de las plantaciones bananeras de Sosúa y Sabana de la Mar también aceleraron la colonización de estas regiones anteriormente muy poco pobladas.
Sin el ferrocarril Sánchez-La Vega promovido por los productores de cacao encabezados por el empresario Gregorio Riva tampoco puede explicarse la colonización de las tierras del Cibao oriental y el crecimiento de los pueblos de Salcedo, Tenares, San Francisco de Macorís, Pimentel, Villa Riva, Castillo y Sánchez, ni la rápida modernización de La Vega a finales del siglo XIX y principios del XX.
Este ferrocarril con sus ramales La Gina-San Francisco de Macorís, Las Cabuyas-Salcedo y Salcedo-Moca-Tamboril, al quedar conectado con la vía Santiago-Puerto Plata, estableció los rieles sobre los cuales descansó el crecimiento de una nueva economía exportadora en el Cibao que impulsó el desarrollo del país en la primera mitad del siglo XX.
Para 1925 las redes ferroviarias, tanto azucareras como comerciales, habían sido completadas. Vistas en conjunto en ese año las vías férreas de las plantaciones azucareras tenían casi cuatro veces más extensión que las comerciales pues mientras los rieles de todos los ingenios sumados tenían una longitud de 908 kilómetros, los ferrocarriles comerciales del Cibao sólo se extendían por 237 kilómetros: 99 de Santiago a Puerto Plata, y 138 de Sánchez a La Vega.
Con todo, la introducción del ferrocarril en una economía cuyo ritmo marchaba al paso de las recuas obligó a los dominicanos a reajustes profundos en su estilo de vida.
Esos cambios se profundizaron con la llegada del telégrafo a través del cable francés, al tiempo que la República Dominicana abría sus puertas a varias firmas navieras cuyos barcos movidos a vapor acortaban la distancia entre la República Dominicana, los Estados Unidos y Europa en forma considerable.
Gradualmente, el volumen de mercancías transportadas por ferrocarril fue disminuyendo, pero volvió a subir durante la Segunda Guerra Mundial cuando el tráfico de automotores se vio seriamente limitado debido a la escasez de combustible, llantas y repuestos por los obstáculos que confrontaban las importaciones.
Terminado ese conflicto, los ferrocarriles perdieron gradualmente su competitividad frente a los automóviles y camiones. La versatilidad, rapidez y costos operativos de los automotores hicieron que los productores y comerciantes se inclinaran por este nuevo medio de transporte. En consecuencia, el Gobierno dejó de invertir en mantenimientos y renovaciones hasta su virtual paralización en los años 50 y 60.
Aunque los trenes de carga cibaeños ejercieron un impacto significativo en la expansión de la producción agrícola y en la colonización de nuevas tierras en el Cibao oriental, también fueron haciéndose obsoletos e ineficientes según les pasaban los años.
Inicialmente, el que más sufrió los efectos de esta competencia fue el Ferrocarril Central Dominicano, propiedad del Estado, que decayó notablemente después de inaugurada la carretera Santiago-Puerto Plata que conectó esta última ciudad con la carretera Duarte.
El ferrocarril Sánchez-La Vega, de propiedad privada hasta 1940, se sostuvo funcionando normalmente por muchos años debido a que tenía una mejor administración y al hecho de que la región que servía no fue cruzada por carreteras aceptables hasta muy tarde.
Con todo, sus días estaban contados porque al producirse la Gran Depresión Mundial, en los años 30, sus operaciones se hicieron deficitarias y su funcionamiento se deterioró gradualmente por falta de mantenimiento.
Cuando el ferrocarril Sánchez-La Vega pasó a ser administrado por el Estado en 1940, junto con el de Puerto Plata-Santiago, ambas compañías fueron fusionadas bajo una sola entidad llamada Ferrocarriles Unidos Dominicanos.
La agonía del ferrocarril Sánchez-La Vega duró hasta después de 1961, cuando todavía corrían dos tranvías de pasajeros y una sofocada locomotora que arrastraba penosamente ocho o diez vagones generalmente cargados de arroz y cacao.
Para entonces, el territorio servido por este ferrocarril había sufrido una intensa transformación ecológica, económica y social, gracias a la apertura de varios canales de riego que hicieron posible la conversión de gran parte del valle del Yuna en la región arrocera más extensa del país. Ese tren sobrevivía todavía porque transportaba a La Vega una parte del arroz producido en ese valle para ser procesado por los molinos instalados en esta ciudad.
Para entonces este tren estaba casi completamente dilapidado, incapaz de competir con los camiones que llevaban ya la mayor parte de la carga agrícola del país, en particular el cacao y el arroz, los productos que le dieron vida a este camino de hierro que cerró sus operaciones en 1965.
Finalmente, sus oficinas cerraron sus puertas en 1972, pero como dato curioso, once años después (en 1983), el ministro entrante de Obras Públicas descubrió que, entre los departamentos bajo su mando, había un ferrocarril.
Extrañado por ese dato, procedió a indagar y encontró que en los libros del ministerio ese tren todavía seguía vivo, pues sus empleados continuaban cobrando como si todavía estuvieran trabajando. Sobra decir que procedió a liquidar esa empresa fantasma inmediatamente.
Bien. Hemos llegado al final de esta disertación. Para cerrarla, permítanme acelerar la historia bien hacia adelante señalando que los últimos ochenta años la República Dominicana se mantuvo expandiendo su red de carreteras y ha seguido manteniendo su posición como uno de los países con mayor densidad vial de América Latina.
Según cálculos realizados por la firma Tecnoamérica, al concluir el año 2018 este país contaba con unos 1,670 kilómetros de vías troncales, 2,300 kilómetros de vías regionales y 1,640 kilómetros de vías locales, asfaltadas todas, además de 8,700 kilómetros de caminos vecinales y otros 4,000 kilómetros de trochas y caminos temporales. Esto arroja un total de 18,310 kilómetros de vías, de los cuales más de 14,000 son transitables en todas condiciones meteorológicas en cualquier época del año.
El acelerado crecimiento de la economía dominicana y de la población propietaria de automotores han hecho que esas vías resulten insuficientes, como ustedes han podido ver en la saturación del tránsito en esta ciudad capital, fenómeno que se repite en la mayoría de los pueblos y ciudades del interior. Pero eso es otra historia.
Muchas gracias por su atención.
[1] …las calles, las aceras y los contenes; los hospitales; los edificios públicos; las escuelas; los campos universitarios; los estadios deportivos; las iglesias y los lugares de culto; los mercados; las zonas francas industriales; las industrias y los centros comerciales; los centros comunales; los hoteles; los museos, monumentos, parques y jardines; los campamentos y bases militares; los centros de visitación de áreas protegidas.
[2] Esta carretera fue reinaugurada en abril de 1936 con el nombre del presidente haitiano Sténio Vincent.