En la segunda mitad del siglo XIX, cuando rugían en el mundo las maquinarias puestas en movimiento por la revolución industrial, desde esta isla de Cuba un joven intelectual que se convertiría en el apóstol de la independencia de su país ofrecía hondas reflexiones sobre el proceso de transformaciones que cambiaría la faz de la Tierra y la humanidad misma.
José Martí, que así se llamaba el ilustre pensador cubano, escribió entonces que “el mundo sangra sin cesar de los crímenes que en él se cometen contra la naturaleza”.
La reacción de Martí guarda relación con la visión general que él tenía sobre la naturaleza. Entendía que “todo en la Tierra es consecuencia de los seres en la Tierra vivos” y que “la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta”, precisando que “toda la historia es la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana”.
Consideraba José Martí que la naturaleza es siempre naturaleza transformada; en primer lugar, de manera intrínseca y, en segundo lugar, porque parte de esa naturaleza -el hombre- la transforma.
De este modo la naturaleza es un resultado histórico: es naturaleza transformada por el ser humano, fundamentalmente a través de los procesos productivos.
Procesos que tienen como objeto la satisfacción de necesidades. Sabemos que, a diferencia del resto del reino animal, el ser humano tiende a satisfacer sus necesidades de manera cada vez distinta y superior, alcanzando esta evolución su expresión más alta con el modo de producción capitalista industrial.
Se ha afirmado que el siglo XIX fue el siglo de la ciencia y del progreso. Se consideró entonces que la humanidad, con el auxilio de la ciencia, descifraría los secretos de la naturaleza y, con ello, podría someterla y modificarla a su antojo.
Demás está decir que en esa época reinó el entusiasmo entre los investigadores y los industriales. La idea prevaleciente era la de un progreso lineal y probablemente sin fin. Nada permitía entrever los límites del proceso que se abría. El hombre se apropiaba de la naturaleza en el sentido más amplio del término.
El optimismo se daba por sentado y nada parecía detener las conquistas de la humanidad.
No se atisbaba la posibilidad de que el desarrollo de los medios que permitirían aprehender la naturaleza conllevaría la posibilidad de destruirla o de afectarla gravemente o, en todo caso, de modificar de forma decisiva las condiciones de vida en el planeta.
Fue lo terminó sucediendo. La producción de bienes y servicios conoció una progresión inigualada. Durante la segunda mitad del siglo XX la producción se multiplicó por siete.
No obstante, al mismo tiempo surgió y se profundizó la duda.
La perspectiva del carácter limitado de los recursos en el planeta despertó lo que primero apareció como una inquietud y se convirtió luego en intenso debate.
Ya hoy no cabe duda alguna. Las evidencias y la investigación científica han ido poniendo las cosas en su lugar. A pesar de las negaciones se fue entendiendo que la humanidad estaba entrando o, más bien, ya estaba en medio de una crisis inédita de una gravedad insospechada.
Las certezas fueron cayendo. Del concepto de crisis climática al que se arribó se ha ido pasando al de colapso climático. Ya se sabe que se ha ido alterando el metabolismo del planeta y que el motor de esta hasta ayer inverosímil realidad ha sido la acción humana.
Hablo del Antropoceno, de la nueva época geológica en la que habríamos entrado según el premio Nobel Paul Josef Crutzen, debido al significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres.
Aunque el concepto está todavía en debate a nivel científico, no hay discusión sobre el origen antropogénico del calentamiento global a través de las emisiones de dióxido de carbono, producto fundamentalmente de la quema de combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas, así como resultado de la deforestación y de otras actividades humanas.
Científicos afirman que rocas llamadas plastiglomerados, formadas por una amalgama de plásticos, arena, rocas y desechos humanos, constituirán en el futuro una de las huellas más sólidas del paso del ser humano por el planeta.
En todo caso, es un hecho incontrovertible que durante los ciclos glaciales-interglaciales del último millón de años, la concentración atmosférica de CO2 ha variado entre 180 partes por millón (ppm) y 280 ppm aproximadamente. A partir de 2006, es decir, desde hace menos de 20 años, las emisiones antropogénicas netas de CO2 han aumentado su concentración atmosférica en una cantidad comparable desde 280 ppm a más de 383 ppm.
La Organización de las Naciones Unidas, en su revisión de 2018 sobre las perspectivas de la población mundial, estimó que para ese año el 55% de la población mundial habitaba en ciudades y que ese porcentaje se elevará a 68% para 2050.
El mundo cambia de manera acelerada ante nuestros ojos: edificios, carreteras, puertos, presas transforman el paisaje y la geografía misma. Islas de plásticos flotan en mares y océanos destruyendo la biodiversidad y los recursos disponibles para la vida.
Lo construido, lo artificial, producto de las creaciones humanas, está cambiando el planeta. Para bien y para mal.
Se está produciendo un consumo creciente de recursos naturales no renovables. Todo dentro del marco de profundas desigualdades que resulta del proceso de concentración del capital y el ingreso inherentes al modo de producción que rige en el mundo contemporáneo.
Una franja de la población mundial, una minoría de alrededor del 20% del total, concentrada en los países llamados desarrollados, se caracteriza por su alto consumo. Es una minoría hiperconsumidora. También es energívora, gran consumidora de energía, con lo que se convierte en vector fundamental del calentamiento global y del cambio climático.
Si se agrega a lo anterior que el modelo de desarrollo de los llamados países emergentes y en desarrollo no difiere en su lógica del que han seguido los países hoy industrializados se concluye que se necesitarían varios planetas para suplir las necesidades de un mundo organizado en torno a esa lógica.
A partir de esta situación, ¿cuál es el panorama que se presenta ante nosotros?
Los recursos naturales proporcionan medios de sustento a la población del planeta, es decir, para miles de millones de personas. Si se administran de forma adecuada los recursos naturales renovables, las cuencas hidrográficas, los paisajes terrestres productivos y los paisajes marinos estos pueden ser la base de un crecimiento sostenido e inclusivo, garantizando la seguridad alimentaria, la reducción de la pobreza y el bienestar humano.
Un medioambiente limpio también es fundamental para garantizar que las personas puedan llevar una vida saludable y productiva, y que los recursos públicos y privados se puedan destinar a inversiones para promover el desarrollo en lugar de tener que ser orientados a solucionar problemas como la contaminación u otras secuelas de un mal desarrollo.
Los ecosistemas regulan el aire, el agua y el suelo de los que todos dependemos y constituyen un mecanismo de defensa único y eficaz en función de los costos contra los fenómenos meteorológicos extremos y el cambio climático.
Para lograr un crecimiento sostenible, se requiere una mejor gestión de los recursos naturales, políticas fiscales respetuosas con el medioambiente, mercados financieros más verdes y programas eficaces de gestión de desechos a nivel mundial. En otras palabras, por simple que parezca decirlo, colocar el interés general por encima de los intereses particulares.
La disminución acelerada de la biodiversidad y de los servicios ecosistémicos a nivel mundial se ha constituido en un problema grave para el desarrollo: las sociedades, particularmente aquellas caracterizadas como de ingreso bajo, no se pueden permitir que los servicios proporcionados por la naturaleza colapsen.
En el informe del Banco Mundial The Economic Case for Nature (Los argumentos económicos a favor de la naturaleza), se indica que, según estimados conservadores, el colapso de ciertos servicios como la polinización silvestre, el suministro de alimentos provenientes de la pesca marina y la madera de los bosques nativos, podría resultar en una disminución significativa del PIB mundial de USD 2,7 millardos para 2030.
Los impactos relativos son más marcados en los países de ingreso bajo y mediano bajo, donde las caídas del PIB en 2030 podrían ser superiores al 10 %.
De este modo la pérdida de biodiversidad y de servicios ecosistémicos representa un problema grave para el desarrollo, que suele afectar en mayor medida a los países más pobres. Los ecosistemas saludables y los servicios que estos proporcionan son esenciales para el crecimiento a largo plazo de sectores económicos como la agricultura, la silvicultura y la pesca.
Más de la mitad del PIB mundial se genera en sectores que dependen en gran medida o moderadamente de los servicios de los ecosistemas, como la polinización, la filtración de agua y las materias primas. Más de 3 000 millones de personas dependen de la biodiversidad costera y marina para su ingesta de proteínas y medios de sustento.
Tres cuartas partes de los 115 principales cultivos alimentarios del mundo se basan en la polinización animal. En los países en desarrollo los bosques, lagos, ríos y océanos aportan una proporción significativa de los alimentos, combustibles e ingresos familiares, y constituyen una red de protección social de gran valor en épocas de crisis, particularmente para los pobres que viven en zonas rurales.
En el mundo de hoy la integridad y funcionalidad de estos activos naturales esenciales se ven cada vez más comprometidas, ya que entre el 60 % y el 70 % de los ecosistemas del mundo se están degradando más rápido de lo que pueden recuperarse.
Todo esto significa que la gestión inadecuada del medioambiente y de los recursos naturales da lugar a pérdidas económicas considerables; por ejemplo, un monto estimado de USD 80 000 millones al año se desaprovecha debido a la mala gestión de la pesca en los océanos.
La naturaleza está realmente amenazada y un millón de especies animales y vegetales, de un total estimado de 8 millones, se encuentran en peligro de extinción, muchas de ellas en un plazo de 10 años, según el último informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES).
Por otro lado, la contaminación atmosférica es el principal riesgo medioambiental para la salud, con un costo equivalente al 6,1 % del PIB mundial al año.
La pandemia de COVID-19 puso de manifiesto con toda claridad los vínculos que existen entre la salud humana y la naturaleza, ya que alrededor del 70 % de las nuevas enfermedades infecciosas tienen un origen zoonótico.
Los patógenos prosperan donde hay cambios medioambientales; por ejemplo, la deforestación, y cuando los ecosistemas naturales se encuentran sometidos a estrés a raíz de la actividad humana y el cambio climático.
Además de servir como medio de protección entre los seres humanos y los patógenos, la naturaleza también contribuye al desarrollo económico y social. Las inversiones en la naturaleza pueden contribuir a la recuperación económica al crear empleo, atender las necesidades de las comunidades más pobres y generar resiliencia a largo plazo. Los ecosistemas saludables contribuyen a mitigar el cambio climático y aumentan la resiliencia de las comunidades más vulnerables de todo el mundo.
En sentido general se puede afirmar que el cambio climático es la mayor amenaza para la salud mundial del siglo XXI. La salud es y será afectada por los cambios de clima a través de impactos directos (olas de calor, sequías, tormentas fuertes y aumento del nivel del mar) e impactos indirectos (enfermedades de las vías respiratorias y las transmitidas por vectores, inseguridad alimentaria y del agua, desnutrición y desplazamientos forzados).
¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿No se había advertido lo que podía sobrevenir?
Como señalé al inicio de esta exposición durante cerca de dos siglos de desarrollo industrial la cuestión del agotamiento de los recursos no estuvo a la orden del día. Como dije, se tenía la impresión de que el planeta gozaba de capacidades ilimitadas de respuesta para las necesidades humanas.
Se consideraba que las nuevas tecnologías propiciarían constantemente una mejor utilización de las riquezas naturales, el incremento de su rentabilidad y el hallazgo de nuevos modos de explotar yacimientos considerados inaccesibles.
La idea de progreso sin fin llevaba a la conclusión de que los progresos de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas permitirían resolver en el futuro problemas considerados insolubles en el momento.
En 1896 un químico sueco, Svante Arrhenius, fue el primero en advertir que con la emisión de dióxido de carbono en la atmósfera debida a la combustión de carbón la humanidad aumentaría poco a poco la temperatura terrestre en varios grados.
Su observación prácticamente no fue tomada en cuenta hasta los años cincuenta del siglo pasado cuando algunos científicos señalaron que dicho calentamiento podía tener consecuencias catastróficas.
Unos diez años más tarde el joven meteorólogo Syukuro Manabe desarrolló las primeras simulaciones modernas del clima por ordenador prediciendo hasta qué punto se calentaría la Tierra, demostrando con ello que Arrehenius tenía razón, lo que le valió el premio Nobel en 2021.
Los hitos se sucedieron. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo en 1972, fue la primera en centrarse en el tema del medio ambiente; marcó el inicio de un dialogo entre los países industrializados y en desarrollo sobre el vínculo entre el crecimiento económico, la contaminación del aire, el agua y los océanos y el bienestar de las personas.
A finales de la década de 1970 ya había consenso científico sobre hasta qué punto podía calentarse el planeta cuando se duplicasen los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera.
Seguirían la Comisión Brundtland (1983) y su informe “Nuestro Futuro Común” (1987), presentando el concepto de desarrollo sostenible, que pretende establecer un complejo equilibrio entre la necesidad de proteger el medio ambiente y mantener los niveles de crecimiento económico de los países industrializados al mismo tiempo que se asegure el desarrollo de los países de menor nivel de desarrollo.
Este concepto de desarrollo sostenible, que debería integrar las políticas ambientales y las estrategias de desarrollo (en sus componentes económico y social) sobre la base de sus designados “tres pilares” económico, social y ambiental fue formalizado en la Declaración de Río de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo o Cumbre de Río de 1992.
Lo que podemos definir como la promesa de Río debía concretarse a través de la Convención Marco de Naciones Unidas, apoyándose en los trabajos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, o IPCC por sus siglas en inglés.
La historia de los últimos 30 años es la historia del cumplimiento y del incumplimiento de los propósitos del desarrollo sostenible. Sus avatares y dificultades, sus avances y contratiempos y, sobre todo, las constataciones reiteradas de sus fragilidades y limitaciones.
En el pasado mes de marzo se presentó el sexto y más reciente informe del IPCC. Se señala en el mismo que las anteriores advertencias analizadas por este organismo no han sido tomadas en cuenta y su tono es alarmante.
Se estima que el propósito de impedir el incremento de las temperaturas más allá de 1,5 ºC antes de fin de siglo, que fue el deseo expresado en el Acuerdo de París, no se cumplirá.
Muy por el contrario, se estima que durante los próximos veinte años experimentaremos un aumento de la temperatura media global de 1,5 ºC que no podrá evitarse, lo que provocará efectos en cascada de múltiples episodios extremos.
Los principales focos del informe están puestos en la pérdida de capacidad del planeta para producir alimentos, y en el aumento del nivel del mar, que afectaría directamente a más o menos un 40% de la población que reside en regiones costeras.
Se resalta la urgencia de abandonar el uso de los combustibles fósiles lo antes posible, establecer un límite en la demanda de carne y lácteos por el efecto contaminante de la industria ganadera y evolucionar hacia un urbanismo más sostenible y respetuoso de la naturaleza.
El informe es tajante en el sentido de que los fenómenos extremos relacionados con el calentamiento global tendrán consecuencias nefastas irreversibles, ya que no se han tomado las medidas suficientes por parte de los gobiernos para mitigar las emisiones de los gases de efecto invernadero.
El tema toca una cuestión de fondo. Refiere a las formas de producción imperantes a nivel mundial. En estas se encuentra el mayor potenciador del cambio climático y sus efectos adversos y, por tanto, las mayores resistencias a la aplicación de las medidas orientadas a enfrentarlo.
Relaciono la cuestión con una reflexión pertinente formulada por el presidente colombiano Gustavo Petro en ocasión de la celebración del Foro Económico Mundial en Davos.
Resaltaba el mandatario sudamericano una paradoja. Decía que mientras los compromisos internacionales orientados a enfrentar el cambio climático tienen la particularidad de ser de carácter voluntario, no son vinculantes como es el caso de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio, OMC, que son imperativos.
Dicho de otro modo: las reglas establecidas para mantener el comercio internacional son de cumplimiento obligatorio mientras salvar la vida del planeta sería opcional.
Por otro lado, el reto del cambio climático trasciende fronteras y su solución debe ser global, por lo que se deben tomar medidas no solo en el ámbito nacional, sino en el internacional, asegurando el apoyo necesario a los países, las personas y comunidades en situación de pobreza y exclusión, más vulnerables al cambio climático y que menor responsabilidad han tenido en su origen.
Se ha identificado que las metas determinadas de manera estrictamente nacional no serán capaces de asegurar, en conjunto, el cumplimiento de las metas del Acuerdo de París con relación a la limitación del aumento de las temperaturas.
En los hechos, la promesa de un instrumento que vinculara jurídicamente a todos los estados del mundo al cumplimiento de una responsabilidad común, aunque diferenciada, se ha desvanecido en favor de salvaguardar un crecimiento económico sin límites tangibles.
El equilibrio que representa la premisa del desarrollo sostenible es aquella que garantiza una resiliencia a largo plazo, dando paso a una equidad intergeneracional concreta.
Entonces, la hoja de ruta que ha sido acogida hasta hoy, ¿es suficiente?
¿Se evidencia que es prudente reformar los sistemas financieros como se propone el nuevo pacto discutido en París hace unas semanas?
¿Queda en claro que la amenaza implica enfrentar la posibilidad de la extinción del género humano o, por lo menos, el deterioro manifiesto de las condiciones de existencia que este ha alcanzado hasta la fecha?
Dadas la amplitud y la profundidad del reto, éste sólo puede abordarse si las políticas de mitigación y de adaptación al cambio climático se convierten en un objetivo socialmente compartido y si se definen medidas estables, con objetivos cuantificados y señales económicas y regulatorias adecuadas para generalizar la respuesta de todos los actores. La respuesta está en la urgencia que se despierte en el colectivo.
En definitiva, la respuesta a estas y otras interrogantes igualmente angustiantes reposa en los pueblos del mundo.
Que las cosas avancen en una dirección positiva dependerá, en lo fundamental, de las correlaciones de fuerza políticas y sociales que se establezcan en los diferentes países y, a partir de ahí, en todo el planeta.
Si es el hombre, a través de las formas de organización productivas y sociales prevalecientes en el mundo de hoy, el que ha provocado el cambio en el metabolismo del planeta, el que ha roto el equilibrio del mundo, le toca al hombre corregirlo.
De ahí que la única vía que tiene ante sí la humanidad sea la de la acción consciente y organizada del mayor número de hombres y mujeres en todos los países del mundo.
El cambio de la correlación de fuerzas permitirá desplazar las fuerzas hegemónicas que, en el planeta de manera global, y en cada uno de los países de manera particular, obstaculizan el enfrentamiento del cambio climático.
A ello se llegará, ciertamente, por medio de la sensibilización, la organización y la movilización, como ya se está produciendo desde los más diversos rincones del planeta.