Alberto Martínez Márquez es un escritor puertorriqueño nacido en Bayamón, Puerto Rico, en 1966. Se le suele presentar como poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, artesano, gestor cultural, fotógrafo aficionado y profesor universitario, pero ante todo, lo que más me interesa resaltar aquí es la excelencia de su condición humana: franco, abierto, inteligente y valiente.
Hasta la fecha, Martínez ha publicado Las formas del vértigo (2001), Frutos subterráneos (2007), Contigo he aprendido a conocer la noche y Muerte en familia (2013). Ha publicado también los siguientes cuadernos de poesía en formato electrónico: O (2009), Poemas sacados de la gaveta (2013), Al filo de la ciudad (2013), Álgebra de agua (2014), Estación del equívoco (2015) y Ensayos de poética (2015). Además, ha publicado un volumen de cuentos que lleva por título Contramundos (2010). Su obra de teatro Harry y la Gorda figura en Expresiones: Muestra de ensayo, teatro, narativa, arte y poesía de la generación X, que publicó en 2003 el Instituto de Cultura Puertorriqueña. Actualmente labora como docente en el Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla, donde dicta cursos de Cultura Occidental y de Cine. Dirige la revista Letras Salvajes, que circula en internet en formato PDF.
El año pasado, el poeta Martínez, a quien no conozco personalmente, pero con quien llevo ya algunos años intercambiando libros, música e impresiones vía WhatsApp, me hizo llegar un libro suyo que tituló originalmente Poemas para romperte la cara. La primera impresión que recibí al leer ese libro fue la de que entraba en una de esas zonas de la poesía caribeña en las que el tiempo se dobla y hace un rizo por el que luego se mete el universo entero para formar un lazo parecido a uno de aquellos churros que antes vendían en el malecón de Santo Domingo.
Ni bien había llegado a la mitad del libro, sin embargo, creí captar mejor algunas aristas del valor del material que tenía entre manos. De lo primero que me percaté fue de la intención del poeta al hacer públicos los textos que lo integran. Trabajados a partir de una escritura lúdica, irónica y abiertamente deconstructiva, los poemas de Martínez Márquez tienen con qué mantener a la raya a ese tipo de lectores de agua dulce que de tarde en tarde se asoman por esos salones climatizados donde hoy se fabrica toda clase de imposturas sin que por ello pueda decirse que Alberto busca “dar lecciones” de otra cosa que no sea de escribir poemas.
Es posible que existan muchos otros poetas de un calibre parecido al de Alberto. De hecho, uno puede pensar que Roque Dalton, o que cierta zona de la poesía de Nicanor Parra o incluso algunos poemas de Ernesto Cardenal, etc. Lo que nadie puede obviar, sin embargo, es el impacto que recibe todo aquel que contempla a un poeta valerse de la ironía como si fiera un machete para “desmontar” la espesura de esa selva ideológica en que se convirtió la poesía latinoamericana en el curso de las décadas centrales del siglo XX. Sólo por eso, digo, el de Alberto Martínez Márquez merecería ser considerado como un libro valioso, si esta no fuera una época en la que el valor poético es lo que más se parece al sabor del pepino o la tayota en la ensalada.
Ya no recuerdo quién le dijo a quién que escribiera un texto que pudiera funcionar como prólogo para ese libro. A mí la idea se me antojó al principio una de esas camisas de once varas en las que suelo meterme sin tener una idea muy clara de cómo me quedaría. No obstante, al enterarme de que sería nuestro entrañable amigo Carlos Roberto Gómez Beras quien debía realizar una de esas ediciones impecables a las que nos tiene acostumbrados, el no se me disolvió en la cabeza y, poco tiempo después, el libro se publicaría en Puerto Rico bajo el sello editorial Isla Negra Editores. Por eso, lo que a continuación reproduzco tal como apareció en el libro merece ser considerado a la vez un testimonio de mi reconocimiento al trabajo de Alberto y una declaración de insuficiencia,sobre todo si se tiene en cuenta que:
Ceci n’est pas un prólogo…
…y si se acepta que un libro de poemas tampoco es lo mismo que un poemario, vale la pena comenzar esto diciendo que este que Alberto Martínez Márquez tituló Poemas para partirte la cara y otros libros [ya no tan] inéditos 2000-2021 es lo segundo y no lo primero, aunque claro, el poeta sabe que, si se atreve a salir a la calle sin su botiquín de humo, lo pescarán como se pesca el barbo: por la nariz. Por eso se desencama —siempre tarde y por la izquierda— únicamente para ir a abrir su oficina de sueños en cualquier punto de la noche que tenga vista al mar.
A pesar de la intuición que lo pespunta, sin embargo, el poeta decide un día dar la cara y arriesgarse a salir. Tal vez por eso, arranca en Fa con un “Hoveto”, es decir, un soneto enchufado con su propio cable nativo a esa corriente de la glosolalia a la que alguien ha definido recientemente como «el origen chamánico del spoken word», porque claro, cada generación cree que el mundo comenzó recién después de que sus integrantes abrieron los ojos. Le sigue a este soneto un discreto “Homenaje a Tristan Tzara” de fuerte aroma ochentoso y que tal vez por eso (y para nada como forma de ponerse bajo la protección del santo patrono de los vanguardistas) funciona a la manera de un pistoletazo de salida. El poeta está en su derecho, por supuesto, y además, está de moda hacerse el sueco cuando uno sabe que se está metiendo en poemas.
Como era de esperarse después de haber invocado los fantasmas de Zacarías Espinal y Tristán Tzará, el chamán Alberto nos seda (o nos algodona) con su “Poética 1997”, que pone en su puesto a la perversa letra p de la misma manera en que el texto titulado “Futuro” funciona como el castigo del cuerpo de la letra f, o como la letra v en el poema que se titula “Visión”, o como la k en “Kairós”, o sea, como una pura mitología fonética.
Se accede por esta vía a constatar la presencia, al menos en esta primera sección del libro que se titula “Cartilla frenética (2000-2010)”, de una de las líneas de escritura exploratoria de las virtualidades vocálico-consonánticas que marcará la escritura de Martínez Márquez, y que contrasta con la que se sugiere detrás de la que sistematiza la repetición anafórica en poemas como “Ser”, “Variaciones en torno a una idea de Martin Heidegger”, “Estructura del nombre”, “Algo que decir (rap)” y “Oda rebelde”, entre otros.
Resulta absolutamente innecesario dar explicaciones, por lo demás, ya que, entre tanto, el poeta Alberto se muestra perfectamente consciente de que su intento de reunir los términos disgregados de ese “Alfabeto disperso” que son sus poemas, servirá algún día como principal pie de acusación y parte constitutivamente indispensable del legajo de pruebas disponibles que permitirán tipificar su caso como crimen poético. Luego, por supuesto, están aquellos otros textos que poco a poco irán componiendo una tercera línea de escritura de abundantes aliteraciones y ecos internos la cual constituye desde más de un punto de vista una reminiscencia del simbolismo modernista, como en ese poema titulado “Liminal” (lejana lucidez /de/ alunación alucinante) o ese otro que se titula “Con hambre de umbrales”.
Desde este punto de vista, se puede comprender más o menos fácilmente que la escritura de los textos reunidos en la segunda sección del libro, titulada “Diccionario Esdrújulo” no presenta grandes diferencias respecto a la de los anteriores, lo cual constituye, por supuesto, un argumento en defensa de la idea de que estamos ante un auténtico “poemario”, y no ante otro más de esos “libros de poemas” que en ocasiones ni son libros ni contienen poemas, sino una colección más o menos aburrida de simples artefactos que desbordan de inanidad textual. De hecho, aunque suene feo en esta época, aquellos que de verdad quieran aprender a escribir pueden entrar en este libro del poeta Martínez como uno entra en una escuela. No digo más.
Por el momento, por supuesto, pues lo que hay que saber es que hay más cosas cuánticas en un poemario como este, Horacio, que las que pueda haber soñado el mismo Schrödinger mientras pensaba en el gato que estaba muerto-vivo, según él, en su dichosa caja. Y es precisamente por eso que a cada uno de nosotros nos tocará leer a un poeta distinto en esas cada vez más raras ocasiones en las que realmente lo leamos y no nos contentamos con decir por Facebook, Instagram o Twitter que hemos leído los poemas de este Alberto, los de aquel Martínez o de aquel otro Márquez…
Como si realmente hubiese alguien a quien eso le importara, salimos del “Diccionario esdrújulo” únicamente para caer en el “Estuario de Estridencias”, la tercera zona de este libro del poeta Márquez la cual se inaugura una línea de escritura menos fonemática y hasta cierto punto más reflexiva (término este último que, dicho sea de paso, todavía no ha logrado que le borren la ficha acusatoria por vaguedad —que no es lo mismo que vagancia— que interpuso en su contra la INTERPOL).
Y en efecto, ni bien entramos en esta sección, nos vemos en la obligación de pensar en todas esas legiones de envidiosos traicioneros, hipócritas sacaliñadores, necios trepadores de la mata del arribismo y otros bípedos metomentodos de parecida ralea a quienes de nada les valdría someterse a décadas de terapia como la de esa de la que nos habla Márquez en su poema titulado “The Talking Cure”, un texto lleno de distancias, resonancias y otras elegancias sonoras.
Sea quien sea usted que ahora lee esto, ya los escuchará quejarse, si es que le interesa, pues, en lo que a mí concierne, me limitaré a decir que, en los años que lleva cumplidos esta jovencita llamada Siglo XXI, yo también he querido varias veces, como Alberto, rendirle un homenaje público al profeta Andy Warhol, quien con su legendario catalejo supo ver, desde alguna esquina de la década de 1960, hasta qué punto y de qué manera se cortarían hoy los dedos todos aquellos que despachan detrás del sucio y estrecho mostrador de la fama. “Mejor callar o incrustarse en el silencio”, sentencia el Martínez, antes de circunstanciar diciendo: “por quince minutos no más”.
Inmediatamente después, no vaciló en despacharse su, en lo sucesivo inmejorable, “Envío para Freud”, un minimonumento en dos etapas a esa condición que describe, de la manera más decididamente post warholiana posible, el único estatuto civil que le viene bien a todos aquellos que una vez fueron tocados por el dedo mocho de la gracia, o sea «el ano/ nimato».
A pesar de lo dicho más arriba, puede decirse que, en la mayoría de los textos de esta sección, el poeta Márquez se aproxima paulatinamente a una integración de las principales perspectivas técnicas de las tres líneas de escritura más arriba señaladas. ¿Alguien pidió botones de muestra? Pueden consultar con provecho textos como “Onto-(i)lógica”, “Lectura de Lacan”, “Margen del margen”, “De la censura” y “Post razón”, por citar algunos.
Ya éramos pocos y ahora la tía se fue para New York.
Una cuarta línea de escritura transparenta en los textos que integran la sección titulada “Sin título hasta el momento (definitivamente [no] [son] poemas políticos) (2009-2015)”. Estallan aquí, en efecto, las venas tapadas de la misma ironía que el poeta Márquez venía calibrando a lo largo de los textos anteriores. Y también aquí tiene razón el poeta Martínez: los suyos no son, e-vi-den-te-men-te “poemas políticos”, sino simplemente poemas poéticos, ya que toda escritura auténticamente poética es política aunque no lo parezca.
Y esto último no es, por supuesto, la letra de un mambo parapléjico, puesto que la verdadera incógnita de esa ecuación que todos los lectores tendrán que despejar es en qué reside el valor poético de los textos de Alberto Martínez Márquez reúne en esta sección de su libro.
Algunos indicios, no obstante, permiten suponer que el valor de esa incógnita guarda cierta relación con aquella intención reflexiva (¡hum!) a la que me refería más arriba. Es cierto que, en una época pletórica de “urgencias líquidas”, pensar podría parecer lo último que se les debería pedir a quienes solo quieren perder su tiempo de la manera más rápida posible. Pero, claro, lo que en realidad quieren decir todos aquellos que dice pensar en esta época es: “Agítalo, agítalo, pa que no se atore”, como seguramente lo pensó alguna vez Schopenhauer sin haberse atrevido a decirlo ni a escribirlo.
En efecto, basta con leer poemas como “El maravilloso mundo del capitalismo”, “El retorno de Marx”, “La sodomía del capitalismo infame I y II”, “Apocalipsis”, pero sobre todo el que se titula “Democracia” para percatarse de que una sola corriente de electricidad negativa irriga todos los circuitos que mantienen activa la inteligencia emocional en estos poemas. Así, por ejemplo, ese “maravilloso mundo del capitalismo” del que nos habla el poeta Martínez resulta ser una enfermedad mortal para todos aquellos que no cuenten con una dosis periódica de esa “vacuna” que viene a ser el dinero. Y claro, como según el BID ya no existen los problemas, la “oportunidad de crecimiento” la tendrán aquellos que a estas alturas no se hayan percatado todavía de que esa electricidad negativa es precisamente uno de los efectos de la ironía que maneja el poeta Alberto.
Esto último se aprecia mejor en “La sodomía del capitalismo infame I”, en el que, por un lado, el erotismo (“tu ano enajenado”), y por el otro lado, la articulación estratégica de los signos sobre la página y el empleo de signos epitextuales (como en “ajeno / a (si) (ti) mismo”, le permiten al poeta sobrepasar los límites naturales de la enunciación para deconstruir el plano de lectura convencional como horizonte de expectativa (ideo)lógico.
Es, pues, el efecto corrosivo de este trabajo de la ironía lo que salva a estos textos —que de ese modo adquieren, pues, el derecho pleno a no ser considerados “poemas políticos” en el sentido panfletario al que nos acostumbró la llamada “poesía comprometida”— de caer en la aburrida monosemia convencional. El poeta nunca dice lo que el lector cree que dice, en el caso de que esto último remita a la creencia en la “resurrección” de un sentido anterior. “Todo tiempo pasado fue vendido”, nos previene sabiamente el poeta Martínez, de ahí que no será su culpa si alguien insiste en querer buscarlo allí donde él nos ha dicho tan claramente que ya no está.
Evidentemente, esta búsqueda a través de la ironía de la más legítima ilegibilidad poética, como diría Agamben, no siempre está a la altura de sus propias circunstancias: algunos peones han tenido que sacrificarse en aras de obtener, a título de excepción, la victoria sobre el panfleto. Sin embargo, esa inevitable impresión de que el poeta carbura con la desigualdad nos confirma la idea de que, por ser real, la poesía solamente puede nacer de la contradicción. Es por eso que textos como “La tierra grita” y “Para que un país se levante” deben contrastar irremediablemente con los anteriormente comentados para que, de ese contraste, pueda emanar la luz negra de la ironía en otros como ese que se titula simplemente “País”, en el cual, la potente carga irónica que lo define se resume tal vez en su primer verso: “querido país de mierda”.
Por supuesto, ya para estas alturas, el poeta Alberto está a punto de hacernos probar un poco de la sopa postcolonial (“vivo en una colonia /pero su perfume apesta”), como lo prueba su magnífico desmontaje de una campaña electoral en “Elecciones generales: reportaje en vivo”. Y en ese sentido, resulta indispensable resaltar su hallazgo, en el poema que se titula precisamente “No-balcón”, de esa figura de una “casa sin balcones” para simbolizar la nueva condición sociopolítica de países altamente “globalizados” como Puerto Rico y la República Dominicana, en donde ya, como dice el poeta Martínez: “el vicio del aislamiento/ ha cundido como una pandemia/ que todos reciben con funesto alborozo”, y en donde ya: “nadie conversa desde su silla/ con otros que conversan desde sus sillas”. Prolongada hasta su extremo, esta idea de unos países desasitiados adquiere ribetes de figuración neurótica en ese otro texto que se titula “Cogidos”: «en mi país /que es una isla /100 x 35 /nos cogen por el culo /todos los días».
Intensamente irónica, esta es tal vez la zona que mejor define a la poesía de Alberto Martínez Márquez, con textos como su “Homenaje a la revolución cubana”, “Agenda ciudadana”, y sobre todo, “La poesía es un arma cargada de lujuria”. En mi opinión, sin embargo, el carácter epigramático de su escritura nos empuja a preferir sus textos breves sobre aquellos de más largo aliento, aunque claro, también es cierto que, como decían antes los dembowseros de mi país: de gustibus non est disputandum.
Arribamos así a la sección que se titula, casi como el libro: “Poemas para partirte la cara (2013-2015)”, en la que el poeta civil se desprende las escamas que cubrían sus ojos y, dando un paso al frente, declara sin vacilación: «yo me refugio en mí mismo/ pensando en nada de nada/ libre de nostalgias y aspiraciones») (cf. “Soliloquio del viandante”).
Poco a poco vamos viendo al desengaño instalar su oficina gris en estos poemas que súbitamente asumen la primera persona del singular. Y claro, como el desengaño es siempre el síntoma de otra cosa, si se asume como válida aquella distinción que Bajtín establecía entre la materia (la lengua) y el material (la polifonía) estéticos, puede arriesgarse la hipótesis de que en algún momento de la segunda década del siglo XXI se produjo una transformación de la plataforma existencial a partir de la cual el poeta Alberto escribió los poemas de esta sección respecto a los anteriores.
Por supuesto, les corresponderá a otros (a ustedes, por ejemplo, lectores capaces de reconocer al cojo sentado y al tuerto durmiendo) averiguar la verdadera naturaleza de esa transformación. Si acaso sirve para algo, podrían comenzar leyendo un poema titulado “Poeta del quinto mundo” , cuya primera estrofa reza: «cuando un poeta/ se pone viejo/ nadie le hace caso/ a menos que tenga/ un premio a cuestas», pero que nadie diga que he sido yo quien les he dicho esto (cualquier tipo de hermenéutica es siempre un chisme en el Caribe).
En efecto, ningún espantapájaros es más eficaz que la madurez, sobre todo en lo que se refiere a esa ilusión tan típicamente posmoderna que es el delirio de popularidad. Para más detalles acerca de la postura que asume el poeta Alberto respecto al culto posmoderno a la vacuidad, léase “Open mic” (en voz alta, por favor), sobre todo allí donde dice: “un open mic/ es un acto de masturbación/sobre una finísima cuerda/ pendiendo en medio de la nada”. Son también de lectura recomendable, por lo que valga, poemas como “Piedras”, “Preludio de la vejez”, “Poema forzado”. Dicho sea de paso, el desengaño también es la tinta con que fueron escritos varios de los poemas de la sección titulada “Crónicas huracanadas (2018)”, y de manera particular las “Crónicas huracanadas” 1, 2, 4, 5, 7, 9 y 11, y las “Notas para una autobiografía que nunca escribiré”.
La última sección del libro se titula “Remedo de olvidos: Las canciones pandémicas de Gallinazo de la Verga (2020-2021)”. Esta vez encontramos reunidos una serie de textos en los que el desengaño se convierte en el combustible principal de una anagnórisis o una metanoia poética en poemas como, por ejemplo, “Descubrimiento”, “Doppelgänger”, “Olvido à la carte” y, en cierta forma, “Anacreóntica”. Quienes todavía consideren posible encontrarle lógica a la producción poética podrían decir incluso que este replanteamiento de su ser profundo es una de las consecuencias de la exploración del Yo que se había iniciado en los textos de la sección anterior (“Poemas para partirte la cara (2013-2015)”, si bien es necesario tomar en cuenta las condiciones de confinamiento en que fueron escritos estos textos durante la pandemia de COVID-19 que devastó el mundo entre 2019 y 2021.
“Todo lo que escribo es una oda al olvido”, escribe el poeta Alberto en “La praxis de la poesía”. Podemos tomarle la palabra a condición de no confundir esta declaración con una confesión de intrascendencia, sino con la expresión de una toma de conciencia respecto a la vacuidad del sentido posmoderno de la vida. Como esa vacuidad quedó expuesta de manera absoluta durante la pandemia, se comprende que el desengaño y la ironía constituyan hoy, como entre los poetas del Siglo de Oro español, dos señas características de la zona de la poesía caribeña que se mantiene ajena a la vacuidad imperante en esta época de líquidas frivolidades.
A estas alturas, tal vez está de más decir que es precisamente que los poemas de Alberto Martínez Márquez se inscriben de pleno derecho en eso que desde ahora podemos llamar la zona saludable de la poesía caribeña. Por esa razón, la lectura de este libro debería recomendarse como terapia obligatoria contra el terraplanismo, la ideología antivacuna, el gusto por el dembow, la dependencia enfermiza de las redes sociales y todos los demás efectos delirantes que produce en la actualidad la picadura del mosquito neonazi.