Un tres de diciembre del año 1990, fue el día en que falleció mi madre, comencé a escribir este poema el mismo día de su muerte, pero lo concluí el día de su novenario. Es decir, en este diciembre se cumplen 32 años tu lamentable partida. El final del poema fue la primera parte, de mi angustia por su muerte y la funesta soledad que me aguardaba. Como todos los años, enciendo un velón en esa fecha para honrar su memoria y su nombre en la sala de estar, junto a su Santa Virgen. A la entrada tengo un dibujo del afamado pintor Ricardo Toribio, quien me lo regaló como un gesto de solidaridad ante mi sufrimiento. En mi habitación tengo enmarcada su cédula y la Virgen María, también en mi biblioteca personal una foto de ella.
No importa los años que pasen, siempre la muerte de una madre se siente como si fuera la primera vez. El poema lo titulé Una herida en la sangre, porque uno viene de la de ella, entonces solo así podemos sentir una herida en la sangre. Además, considero que la única experiencia verdadera que podemos tener con la muerte, es cuando fallece nuestra progenitora; porque personalmente uno no puede sentirla ni verla, si no es a través del otro. No le deseo a nadie ese aterrador y deleznable momento. Después que la mía murió, jamás he podido recuperarme ni por las teorías de los psicólogos o terapistas espirituales. No soy Neruda, pero confieso que no he podido superarme de ese trauma infernal, porque uno viene del vientre de su madre, para luego ser su continuidad tanto en el corazón como en el cerebro.
Mi patria y mi bandera es mi mamá Alicia Peña, aunque después descubrí que su verdadero nombre era María Luisa Santos. De ahí viene mi apellido, el cual nunca me he querido quitar, por nada ni por nadie, sin importar lo que diga mi documento oficial de nacimiento. Poseía un corazón noble, un alma solidaria y una seriedad intachable. Era de estatura promedio, de piel trigueña, de ojos marrones, de cabellos encrespados y canosos. Nació en la tierra de Yelidá de Tomás Hernández Franco, aunque nunca leyó su extraordinario poema, porque no sabía leer ni sabía nada de lo que era la poesía. Ese lugar es conocido por el paraje de Maizal de Tamboril, desde donde adquirió sus dos apellidos: Santos y Peña, aunque solo conservó el primero.
De familia digna y generosa, pero con la desgracia hereditaria de que todos mueren de problemas cardíacos, como mi progenitora, también yo que sufro de una hipertrofia ventricular del lado izquierdo, teniendo que domarme cuatro pastillas al día. La luz de la existencia de mi madre se apagó con apenas solo 48 años, al parecer nació como el poeta César Vallejo: «Yo nací un día que Dios estuvo enfermo», pero también me hace recordar al aeda Miguel Hernández: «¡Cuánto penar para morirse uno!». No soy filósofo, aunque la poesía es lo único que me ha salvado, después de su defunción, considero que la vida está en el ser, pero la nada está en la muerte.
Una herida en la sangre
(Más allá de mi sombra sigo
buscando tu voz).
Sangran mis heridas
en los ojos del ser
al tejer el misterio
de una sombra que camina.
Una voz me dice:
su penumbra es inminente
busca el vestigio inmutable de su rostro.
Miro a los lejos el cristal de la memoria
en la soledad del camino
interrogando el espacio de la vida.
Entre el principio de sus formas
y la existencia de la nada
que vive en la sombra;
se va cerrando la noche,
donde la realidad busca su lenguaje
y despierta mi agonía:
-Madre, una voz escucha tu silencio-.
Hijo, la muerte es una sombra que camina-.
Si mal no recuerdo, creo que fueron los simbolistas que dijeron: la poesía no debe explicarse, pero yo lo haré ante la publicación de dicho poema, para los lectores de Acento y los que pueden ser también los míos.
Este poema se encuentra publicado en mi primer libro Más allá de mi sombra (1993), fue impreso por el Círculo de Escritores de Santiago, en su sello editorial Ediciones Imposibles. El texto viene en su portada con un dibujo del famoso pintor mexicano Rufino Tamayo, de una mujer saliendo de una puerta con una carta llevándola hacia el cielo o el infinito, luego se ven dos relojes. El poema lo empecé el mismo día que murió mi madre un tres de diciembre de 1990, aunque lo concluí el día de su novenario. Los últimos versos fueron los primeros, donde descubrí la extraordinaria metáfora: la muerte es una sombra que camina, porque siempre vive detrás de uno buscándolo hasta llegar a encontrarnos. El poema tiene una frase de mi autoría que dice: La muerte es la segunda razón de la vida. Como había dicho ya, el texto se llama Una herida en la sangre, porque uno viene de la sangre de ella.
Ante la muerte de la madre uno sigue buscándola más allá de la existencia material de las cosas que existen, para tratar de encontrarla en la vida espiritual. Es la razón de que, el primer y el segundo versos digan: Más allá de mi sombra/sigo buscando tu voz. Es decir, después de mi propia muerte, la seguiré buscando en los efluvios del cosmos o de la metafísica. Con este verso introducimos el texto poético, para continuar con la primera parte:
Sangran mis heridas/en los ojos del ser/ al tejer el misterio/de una sombra que camina. /Entonces viene el dolor insuperable de la pérdida física de esa diosa natural de la existencia humana, uno siente y sufre en su propio ser -que es la vida- la angustiosa y desesperada partida, de ese otro ser en la insondable hondura de la existencia humana.
Mientras estamos vivos, nos olvidamos de pensar en la inevitable presencia de la muerte, como la segunda razón de la vida. Ella con su eterna existencia, va tejiendo su misterio y en su devenir va caminando hacia cada uno de nosotros. La muerte como es inaplazable entonces uno vira -por última- vez la cara de su madre, aunque después, uno apele a al pasado para volver a mirar su efigie: Una voz me dice:/su penumbra es inminente/busca el vestigio inmutable de su rostro./
Por medio del recuerdo de la memoria regresamos a ella, ante la soledad que nos embarga, comenzamos a investigar la existencia humana, por su inoportuna ida: Miro a los lejos el cristal de mi memoria/en la soledad del camino/interrogando el espacio de la vida./
Nos vamos a la iniciación de las cosas y de sus formas, llegamos entonces a la espantosa conclusión de que en la vida solo somos nada, cuando ella va llegando a su final. Además, de descubrir ante la muerte de la madre que también nosotros morimos, tarde o temprano. Es decir, todos moriremos ya sea por un designio natural o por una injusticia divino, para que Dios sea eterno. La muerte es una realidad tan terrible como la vida, por eso debemos aprender aceptarla y a convivir con ella. Dejemos que sea la voz del poeta que nos lo diga: Entre el principio de sus formas/y la existencia de la nada/que vive en la sombra;/se va cerrando la noche, /donde la realidad busca su lenguaje y despierta mi agonía:/-Madre, una voz escucha tu silencio-./Hijo, la muerte es una sombra que camina-./