Generalidades

Jarabacoa.

Las crónicas de los conquistadores destacan unos 50 topónimos entre los utilizados por los indígenas para denominar el sistema montañoso, hidrológico y la división política de la Española. En sus notas se lee que para denominar los lugares de la isla tomaban en cuenta los rasgos físicos del espacio geográfico, y que las demarcaciones más extensas eran reconocidas por los nombres de los caciques que las regían. Como muestra de la toponimia de origen indígena están los vocablos Azua, Básima, Bonao, Cotuí, Dajabón, Guayajayuco, Jacagua, Jarabacoa, Jaibón, Macao y Manoguayabo, que denominaban la concentración de poblaciones. Además, destacan Ánima, Bajabonico, Bicayagua, Jaina, Macabón, Maimón, Nizao y Yaqui, denominados por Gentil Tippenhauer, historiador haitiano alemán, como los ríos del oro. En la orografía figuran Baoruco, Bayahá, Cibao, Guanabo, Hunumucú, Jarabacoa, Jicomé, Manabao, Mogote, Ocoa y Nigua.

Con el paso del tiempo, y a pesar de la violencia de los conquistadores, una muestra importante de la toponimia indígena subsistió y alternó con el uso de la impuesta por los españoles, caracterizada por una influencia notable de la fe cristiana.

Esta inclinación por los hagiónimos se inició con Cristóbal Colón, quien, al parecer, se hacía acompañar de un santoral o inventario de efemérides religiosas para asociar la designación de los lugares en que fondeaba anclas con la celebración de alguna fecha ´santa´. Santo Domingo de Guzmán, La Concepción, Santo Tomás, San Nicolás, San Miguel, San Carlos, San Rafael, bastan como ejemplos.

Como dato curioso, pues los españoles siempre discriminaron a los pueblos originarios del continente, en la toponimia colonial se dio la combinación de vocablos indígenas con nombres de “santos”. En tal sentido destacan: San Juan de la Maguana, Santa María del Puerto de la Yaguana, Santa Cruz de El Seibo, Salvaleón de Higüey, entre otros.

Hacia 1518, la necesidad de dotar a los ingenios azucareros de una mano de obra más efectiva que la de los taínos provocó la entrada masiva de pobladores de África a la colonia. Su llegada en calidad de esclavos implicó, entre muchos efectos, una tercera línea de influencia en la conformación de la toponimia dominicana: la africana.

Los topónimos de origen africano recogidos por los cronistas, aunque escasos, representan un valor inestimable, pues reflejan las contradicciones propias del sistema de explotación esclavista impuesto al negro esclavizado en la Española. Como respuesta a esta situación, la rebeldía de los negros se expresó durante todo el siglo. Esta resistencia, superó la capacidad de combate de los conquistadores y estimuló el surgimiento de topónimos para señalar con desprecio a los lugares refugio de los alzados. De esta manera, la sierra del “Baoruco”, escenario de las luchas antiesclavistas africano-indígena, fue llamada “La Cimarronera”, y cimarrones los negros allí protegidos. De igual modo, el agrupamiento de negros así como el lugar escogido para la resistencia era denominado palenque, y cada palenque era identificado por el nombre de su líder. En interés de identificar el origen de los alzados, surgieron topónimos como jelofes, minas, mandingas, entre otros.

Con las devastaciones ejecutadas por Antonio de Osorio a principios del siglo XVII, lejos de apaciguarse, las actividades de contrabando aumentaron al establecerse más aventureros en la zona del comercio ilegal. Estos nombraron de manera diferente a los lugares despoblados, incluso, algunos fueron traducidos al idioma francés. De este modo, entre otros casos, Bánica pasó a llamarse Banique, el río Artibonito pasó a ser reconocido como Artibonite, Santo Domingo, pasó a llamarse Saint Domingue español y Puerto de Paz se llamó Port de Paix. Esta tendencia se mantuvo por la consolidación durante el siglo siguiente de la colonia establecida por Francia en el oeste de la isla, sin que despertara gran atención a partir de la proclamación de la independencia dominicana.

Trujillo y la toponimia dominicana

Trujillo vistiendo uniforme de generalísimo..

La toponimia dominicana tuvo cierta estabilidad durante el primer cuarto del siglo XX debido a la crisis económica, a la inestabilidad provocada por las luchas intestinas y a la imposición por Estados Unidos de un gobierno militar durante los años 1916-1924. En ese contexto resultaba imposible legislar a favor de cambios políticos administrativos en la división territorial que imperaba. Mas, todo cambió a partir de la conversión forzosa de Rafael Leonidas Trujillo Molina en presidente de la república.

A finales de su primer mandato presidencial, Trujillo comprendió la utilidad de la toponimia en la proyección de su megalomanía y su afán de ascenso social. Estos deseos tuvieron un respaldo institucional cuando, en junio de 1933, promulgó la ley 522, que permitía nombrar las calles, paseos, comunes y provincias, cuando las ordenanzas municipales o resoluciones legislativas fueren aprobadas por lo menos por las dos terceras partes de los votos de cada cámara. Esta disposición anulaba la ley núm. 40, del 10 de diciembre de 1930, mediante la cual, solo podrían nombrarse las villas, comunes, provincias (…) cuando se tratara de persona o personas de tal recompensa por sus servicios distinguidos a la patria, a las provincias o a las comunes (…) y para hacerse acreedora de ese honor debía tener no menos de 10 años de haber fallecido.

Hasta 1930, doce provincias, dos distritos municipales y 61 secciones componían la división política del país. Al pasar inventario a raíz del tiranicidio, resalta la duplicación del número de provincias, se cuadruplicó el número de distritos municipales y, en menor proporción, el aumento considerable de las secciones.

Durante los primeros quince años de la dictadura se crearon diez provincias, de las cuales, seis tenían vigencia en 1945 y sólo la provincia Baoruco no constituía un “trujitopónimo”, siendo las cinco restantes: Benefactor, Libertador, San Rafael, Trujillo y Trujillo Valdez. En esta lista destacaba el nombre de la ciudad capital: Ciudad Trujillo.

De los trujitopónimos citados, tres acentúan la presencia del ´jefe´ en la zona fronteriza. ¿Por simple azar? Evidentemente que no. Las ejecutorias de Trujillo en cuanto al problema fronterizo enarbolaron desde temprano el mito de la ´dominicanización´. En junio de 1938, por ejemplo, se proclamó la ley número 1521, mediante la cual se fundaron las provincias Monte Plata, Dajabón, luego Libertador, y Benefactor. Con las dos últimas, fronterizas, se perseguía intimidar a la inmigración haitiana puesto que surgieron en el contexto de la matanza de haitianos llevada cabo por Trujillo en octubre de 1937.

Apaciguado el escándalo internacional que provocara la operación del corte, como también era conocida la matanza del 37; por medio de las leyes 319 y 229, en julio de 1943, unos 86 topónimos de origen franco-haitiano, vigentes en las comunes de Neiba, Barahona, La Descubierta, Duvergé, Pedernales, Cabral y de otras zonas, fueron sustituidos por topónimos dominico-españoles, prevaleciendo antropónimos alusivos a personas oriundas de los lugares donde se registraba el cambio.

Vale destacar que esta práctica no siempre resultó de la iniciativa de Trujillo. En muchos casos, resultaba de la adulonería y debilidad que para con el ´jefe´ guardaban sus colaboradores; como sucedió en el caso siguiente.

En julio de 1935, el señor Mario Fermín Cabral, a la sazón presidente del Senado, propuso el cambio del nombre de la ciudad de Santo Domingo, erigida en Distrito Nacional, por el de Ciudad Trujillo. El pretexto era agradar a su reconstructor después de los efectos devastadores del ciclón de San Zenón, ocurrido en septiembre de 1930. Esta idea debió ser espina para los que no comulgaban con el régimen, debía resultarles inconcebible tener que pronunciar y escribir a cada instante el nuevo nombre de la Capital.

Trujillo y Lescot en franca camaradería durante su reunión de Elias Piña en septiembre de 1941

Por su parte, el dictador fingió el rechazo a dicha propuesta al afirmar que estaba en franca oposición con una de sus aspiraciones más caras de gobernante y de patriota: la de mantener la nación dominicana íntimamente ligada a sus gloriosas tradiciones (…). Ruego a mis amigos de ambas cámaras no iniciar ningún proyecto de ley cuyo objeto sea cambiar o alterar el nombre con que aparece consagrada en la tradición y en la historia la ciudad de Santo Domingo. La teatralidad es manifiesta si acotamos que hacia 1945, unos 30 topónimos tradicionales habían sido sustituidos antojadizamente por el Dictador.

El ruego elevado por Trujillo al presidente y amigos de las cámaras legislativas sólo tardó cinco meses en dar sus frutos, pues, en fecha 2 de enero de 1936, fue proclamada por él la ley número 1067, mediante la cual el nombre de la ciudad de Santo Domingo era sustituido por el de Ciudad Trujillo.

Durante la Era, los antropónimos ocuparon el primer plano en la toponimia domincana. Resaltar ciertos nombres, en especial el de Trujillo, obedecía a sus planes de perpetuación en el poder, también añorados por sus seguidores. Hagiónimos e indotopónimos lograron sobrevivir, mas, cuando de legislar se trató, muy pocas veces fueron tomados en cuenta.

La mayor actividad en el aspecto abordado se registró durante el primer quindenio de la Era. A partir de 1945, los cambios en la toponimia fueron esporádicos, llamándose especialmente a la designación de calles, puentes y parques.

La división territorial realizada durante la dictadura facilitaba el control del país, proporcionaba más empleos y, con la expresión toponímica alusiva al Jefe estaba presente un importante elemento del terror psicológico utilizado en todo gobierno tiránico. Trujillo inició esta modalidad en la historia política dominicana.

Los topónimos sustituidos por la megalomanía del sátrapa de San Cristóbal fueron sustituidos casi en su totalidad a raíz del tiranicidio. Las siete provincias, los diferentes distritos municipales y comunes cuyos nombres hacían referencia a la familia Trujillo fueron barridos de un plumazo en los meses inmediatos al fin de tan oprobiosa Era.