Hace ya un tiempo que cierta filosofía ha venido cuestionando el concepto de sujeto y en su lugar propone al “cuerpo sin órgano” como crítica a la moral burguesa y religiosa. Sin embargo, con el fracaso de la política del individuo y las distópica subordinación del hombre a la máquina, parece pertinente al menos revisitar la subjetividad. Incluso, la “materialidad del cuerpo” es un campo de batalla teórico a la hora de preguntarnos quiénes somos ante el advenimiento de lo postorgánico.
En medio de esta lluvia de incertidumbres todavía nos quedan abordajes como aquel que Luis Villoro llama la suprema paradoja del amor. Nos quedan las preguntas, los bordes, el error y los sueños para reflexionar nuestra mismidad como nueva inmanencia. Empero, ¿Cuál será el escenario para esos sujetos que preguntan de si? ¿Dónde y con quién fundarán espacios dialógicos? Los últimos sujetos con alta capacidad se han quedado sin escuelas, sin universidades, sin amigos.
Hasta hace poco, la soledad intelectual era un tema de la ficción y el pesimismo filosófico. Hoy resulta una preocupación de la psicología, como puede evidenciarse en la gran cantidad de investigaciones que van desde la psicología social hasta el estudio de los factores de riesgo psicológico y físico en niños y adolescentes con capacidades intelectuales excepcionales. Pero cabe preguntarse: ¿Qué ha pasado y pasará con el adulto que ha cruzado esas aguas cenagosas de la soledad intelectual y ha formado su personalidad en un entorno hostil al saber?
Es una verdad de Perogrullo que las personas con alta capacidad intelectual enfrentan mayores dificultades para satisfacer sus necesidades sociales de adaptación y pertenencia, siendo el primer escenario la propia familia de niños y adolescentes excepcionales que no cuentan con un entorno seguro para desarrollar sus capacidades cognitivas y curiosidades tempranas. Drama que se agudiza cuando el niño se enfrenta a maestros sin entrenamiento para el manejo de individuos dotados.
Hoy como nunca, la soledad intelectual es la más radical. El mundo esta amueblado con las guillotinas contra el saber. Y la cercana utopía será la del sujeto vaciado de saber, “libre” de preguntas.
En nuestro país el drama es aún mayor si aceptamos la pobreza epistémica ya referida en otro artículo, cuyo mayor grado de expresión es la epistemofobia. Digámoslo sin ambages, esta sociedad promueve el odio al conocimiento, odio que se expresa como hostilidad a quien ostenta algún saber, aun fuera el pequeño desliz de leer libros.
Si aceptamos que los escenarios del desarrollo psicosocial son las esferas familia, escuela y sociedad, y que estos están, o deben estar, interconectados, el adulto dotado sufrirá el no poder establecer satisfactoriamente vínculos sociales. Sus intereses y conocimiento se erigirán como barrera para ingresar a grupos de amigos, establecer relaciones sentimentales y cumplir con las expectativas sociales de su entorno, lo que promueve una personalidad introvertida y, en algunos casos, rebeldía e inadaptación. A Erick Erickson y su teoría del desarrollo psicosocial, que promueve la integración y adaptación como “ideal” de sanidad, se le olvidó que el sujeto “perfectamente adaptado” no genera cambios.
En la búsqueda, a veces inconsciente, de amigos con intereses y curiosidades comunes, se ve reducido su entorno. Además, las relaciones proximales (familiares, compañeros de la escuela y coetáneos) se “defienden” de la alta capacidad intelectual con conductas hostiles, burlas y distanciamiento. Como si el “lobo estepario” estuviera predestinado a su destierro, su pelambre, su aullido y el modo en que explora las estepas lo distancia taxativamente de la manada.
En esta época el escenario es desolador. Es la era donde el éxito no se mide por ser sino por poseer. Incluso, cierta psicología pugna por desapoderar al sujeto dotado de sus dones, asumiendo un conjunto de habilidades como “formas de inteligencia” que conduce al éxito social y a la adaptación a una sociedad de consumo y competitividad. En este contexto, la alta capacidad intelectual que se infiere de la creatividad, actitudes transformativas y criticidad, queda fuera como desadaptación.
Atribuyendo “inteligencia” a las respuestas flexibles, convirtiendo en cognición a la techne, esto es, la forma artesanal de manipulación del otro en las relaciones interpersonales, e instituyendo la falacia de la “inteligencia de las emociones”, se desdibuja el talento. Mientras, el sujeto de alta capacidad intelectual sufrirá el distanciamiento por complejidad cognitiva. En otras palabras sentirá que los demás están en lo correcto al no comprender sus niveles de procesamiento. “Algo malo hay en mí que los demás no me entienden”. Esto encuentra fundamento en la afirmación seudocientífica de la "inteligencia emocional”.
Lo que a cada momento se le impone al sujeto excepcional es que debe aceptar su colonialismo intelectual en academias de enseñanza mnemotécnica y, más allá, en una cultura “global” que lo impele a la acriticidad como uno de los síntomas de lo que hoy se llama “inteligencia emocional”. Dejarlo todo como está y asumir su turno en la fila para recibir el reforzador social para el éxito adaptativo, renunciar a la náusea que para Sartre era la conciencia de sí, y aceptar feliz ser un ladrillo en el muro.
Hoy como nunca, la soledad intelectual es la más radical. El mundo esta amueblado con las guillotinas contra el saber. Y la cercana utopía será la del sujeto vaciado de saber, “libre” de preguntas. Ya no será el cuerpo sin órganos de Deleuze, sino los órganos desparramados y sin cuerpos. Dispositivos “inteligentes” para individuos estúpidos, y la moral, la ética y la estética serán “piezas” de una vieja máquina desparramada en el taller de la desesperanza.
El intelectual sabe que no se trata de la deificación de la soledad como “obra de arte”, sino de la toma de consciencia de lo poco que queda en un rango relacional estrecho: pequeñas soledades compartidas.