Si es mirada con hondura, y no simplemente vista; si es escuchada con demora, y no simplemente oída, la poesía ha de considerarse, en su cercana relación con la filosofía, como el modo contemplativo por excelencia del lenguaje estético. Es en el lenguaje poético que, de hecho, contiene al místico y al sacro, donde se coloca más alto el umbral de la demora contemplativa, en tanto que puerta de entrada de la creatividad y del pensamiento crítico, que libera al ser de las manías presentes de la esterilidad y la inmediatez digital.

La poesía se asume como lenguaje literario por excelencia. Es la formación discursiva que manifiesta con esplendor la riqueza espiritual y la evolución morfológica de una lengua, de una cultura, así como de un espíritu individual o bien, de un imaginario colectivo. La poesía, más allá de las inflexiones de los órdenes sociales y culturales es la expresión estética señera de una lengua, y la lengua es, a su vez y en tanto que sistema de signos, el significante mayor de una cultura, el interpretante de los demás sistemas de la expresión artística o comunicacional.

Por su poder expresivo intrínseco; por su inherencia simbólica, que da a la palabra su valor multívoco, la poesía se revela en la cultura y en la lengua misma como una poderosa herramienta de cohesión social y de producción de sentido, ya sea para la identidad individual o colectiva, ya sea para la transgresión subjetiva de la realidad circundante. Pero, paradójicamente, el lenguaje artístico tiene mayor vigencia y trascendencia en la medida en que se presenta como lenguaje transgresor, subversivo, iconoclasta, como un lenguaje radicalmente inconformista y fundador. Entonces, la cohesión se torna ruptura y lo colectivo, que fundamenta al lenguaje mismo, se individualiza en la personalidad, el estilo y la voz del autor.

El poeta, ese sujeto que encarna la potencia de devenir hacedor del poema, el jardinero de la poesía, si se descubre a sí mismo poeta pensador, tendrá de la escritura, de la sociedad, la historia y la cultura una visión disruptiva y única. El lector, que funge como el otro, el alter ego del hacedor, tendrá por misión atiplar su sensibilidad y su sistema de sentidos, a fin de cerrar, en calidad de experiencia individual e irrepetible, el significado de la carga simbólica del poema. Un cerrar que, también paradójicamente, es equivalente de un abrir, porque el sentido de un poema se resuelve, a la vez, en un universo cerrado y abierto a la lectura misma, la significación o la simbolización.

Ideas como estas que acabo de expresar me fueron asaltando conforme me adentraba en la lectura del nuevo poemario de Juan Inirio (1991) titulado Vigilia en el desierto (Editorial Santuario, Santo Domingo, 2024). Se trata de un joven poeta pensador, cuyo primer libro de poemas, Cantar de hojas muertas (2010), lo publicó a la temprana edad de 19 años, seguido de Musa de un suicida (2014) y El oráculo ardiendo (2016).

Ha publicado además un volumen de cuentos titulado El nieto postizo (2021), donde entrega al lector una prosa narrativa con depuradas técnicas, imaginación desbordante y un estilo característico de quien maneja con destreza los secretos del género de las historias breves. Como antólogo, destaca su trabajo titulado La insurgencia de la metáfora. Treinta poetas de los años sesenta (2019).

En calidad de lector crítico, autor de recensiones, prologuista y conferenciante, parte de cuya trayectoria ha dado a conocer a través de la prensa, Juan Inirio estrena hoy el volumen Un bello balcón con vistas al incendio (Editorial Santuario, Santo Domingo,2024), donde evidencia su dominio de la técnica del ensayo y la agudeza de su escalpelo crítico, con que desentraña la urdimbre simbólica y metafórica del lenguaje literario y deja entrever los autores universales que fundamentan su concepto del oficio de escribir y de la literatura como expresión de un tiempo, una cultura, una lengua y un sujeto a los cuales, por su propia naturaleza semiótica y por su dimensión política y poética, habrá de trascender históricamente.

En el poemario Vigilia en el desierto la poesía, densa y conceptuosa, se materializa mediante dos formas arquitectónicas del ritmo. Por un lado, el verso que estructura el poema convencional, hecho de líneas cortas y versos escalonados; por el otro lado, el poema en prosa, cuya cadencia u orbe fónico del texto denota la agudeza del autor en la construcción metafórica y en la composición de espacios oníricos con marcada recuperación de técnicas surrealistas. Hilvanando versos libres y prosa poética, incluso, con la vuelta a formas clásicas como el soneto o el poema corto en octosílabos, toman cuerpo las dos partes de este nuevo libro de Juan Inirio, un poeta en cuya obra tiene lugar una teoría del individuo, su tiempo y su mundo.

Su escritura, rechazada, como confiesa, en la casa de empeño (“Curriculum no vitae”, p.13) refleja rebeldía, descontento, dolor suyo, dolor del otro y por el otro, y cuando se detiene a hurgar el entorno, ya sea La Romana, de donde es originario, Miches, también en el este o cualquier ciudad europea por la que haya caminado, lo hace con una mirada oblicua, a veces vigilante y otras expectante, pero, eso sí, al hilo siempre de un lenguaje cargadamente metafórico, preñado de simbolismo y buen uso del idioma, que juega entre la más exquisita expresión de belleza estilística, propia de la alta literatura, y el reencuentro provocador con frases propias del lenguaje ordinario o popular, ese que envuelve de magia la comunicación cotidiana de los sujetos en comunidad.

En versos como: “A mi boca, que vuelve de la guerra/ se le acaban las palabras en un himno de sal” (p.15); “sin más luz entre los dedos, sin más patria que la celosía hermética de las tinieblas” (p.24); “desde un drama de Pinter hasta un piano estallando: vivo la edad de la ruina” (p.27); “Hace mucho de mí mismo, en esta vereda/ oculta del mapa, en este cuerpo contiguo/ a la duda, futura estatura del silencio” (p.33); “El presente es un abismo equilátero” (p.35); “mi piel es una casa inundada de memoria” (p.50); o bien, “hay un mar que no opina sobre/ la doctrina de los náufragos” (p.66); “La balada del agua se desliza en tu desnudez, en el eco de tu cintura” (p.104); “Suena a invierno” (p.109) y “Lo sin futuro oficia en tu para siempre” (p.113), para solo citar un puñado de su cosecha en este libro, predomina una exquisita belleza y una sintaxis rigurosamente ceñida a la norma culta de la lengua. En cambio, en versos como: “tu seno que sabe a batata” (p.123); “un tíguere sin cabeza, jodido hasta la coronilla” (p.119); “duro como un pan de tres días” (p.64); “Le dieron pa bajo a un tíguere del barrio” (p.62); “Nadie le mentará su maldita madre” (p.60); “cuando el sol pica como/ una cacata” (p.56); “No sentí ni mierda, solo un estremecimiento” (p.55); “Bachata de los noventa, viernes y el alma lo sabe” (p.36); “Sin luz y sin invierno y un conuco de cruces” (p.35); “La gente bebe más que el diablo” (p.25) y, para cerrar, “Tuve un reguero de sueños y busqué/ trabajo hasta debajo de las piedras./ Dando bandazos en el dibujo/ desquiciado de los puntos cardinales” (p.14) nos encontramos con giros idiomáticos propios del lenguaje de la comunicación cotidiana, del habla popular de las barriadas, con la sintaxis y la estructura fónica del habla natural, esa a la que predicaba T.S. Eliot, debe retornar la poesía en su estadio futuro. Este contraste entre las normas culta y popular del español dominicano da una clara señal de que para Juan Inirio la problemática fundamental de la creación literaria está en la riqueza, la diversidad, en la tradición y la reinvención de la lengua en una determinada cultura, así como un tiempo y un espacio históricamente concretos.

Como poeta pensador, Inirio es capaz de crear una mirada distinta, una visión nueva sobre los acontecimientos de la sociedad, de la lengua que lo hace instrumento de la creación, del pensamiento y de la cultura. Se adueña de una mirada singular, matizada por su experiencia y sus lecturas, que desde lo particular, se orienta y construye lo universal. Nuestro poeta, volviendo a Platón y su acepción del conocimiento, mira con asombro donde el resto de los seres, distraídos en la eficiencia productiva, la autoexplotación, el narcisismo delirante, la ciberadicción, el consumismo desenfrenado y la aceleración digital alienante de la hipermodernidad, apenas pueden ver con la costra, con el velo difusor y engañoso de la mera costumbre.

Si bien en poemas de aliento entre extenso y medio, como los titulados “Sin más luz entre los dedos” y “Marco teórico de cuántos puntos se le ponen en el ser a un adulto recién coronado de cagada de pájaros prófugos”, se imponen de forma hegemónica la responsabilidad del sujeto creador frente a su momento histórico, además de la incertidumbre del futuro, y de su entorno social, como también respecto de la tradición del pensamiento occidental, ello no es óbice para otorgar un vasto espacio a una poesía más intimista, cargada de sentimientos y vivencias personales, que hacen del poema un lugar para la confesión, el testimonio, el desahogo existencial frente a acontecimientos aberrantes en nuestra sociedad. De este jaez son los titulados “Curriculum no vitae”, “Letanía personal”, “De esas personas que te dejan manoseando la vieja pregunta por el ser”, “La pelona” y la evocación de la muerte del padre en otros textos, los poemas centrados en la figura de la madre como “De rodillas ante mi madre”, “Semblanza de mi madre” y “Peligro materno”, como, para rematar el libro, el extenso poema de amor y desamor titulado “La religión del goce”.

Para la enorme poeta rusa Marina Tsvietáieva (1892-1941), todo poeta es, en esencia, un emigrante. Afirma que el poeta “lleva siempre la marca especial del descontento, gracias a la cual incluso en su propia casa se le puede reconocer. Es un emigrante de la Inmortalidad al tiempo, un exiliado de su cielo”. Y continúa diciendo, en su ensayo titulado El poeta y el tiempo, de 1932: “Tomemos a los poetas más diversos y coloquémoslos mentalmente en fila: ¿en el rostro de quién veremos la presencia? Todo está ahí. Su pertenencia a una tierra, a un pueblo, a una nación, a una raza, a una clase -y hasta a la contemporaneidad misma, que ellos crean- pero todo esto es solo la superficie, la primera o la séptima capa de la piel, de la que el poeta lo único que hace es tratar de escapar” (Marina Tsvietáieva, El poeta y su tiempo, Anagrama, Barcelona, 2024, p.63).

Lo que los poetas cantan “permanece en la superficie de la piel del mundo, de igual modo que el mundo visible permanece en la superficie de la piel del poeta” (Ibidem). Juan Inirio penetra, con su estro poético, la capa de su propia contemporaneidad, en procura de un decir y un pensar dueños de una característica calidad que le coloca en un espacio singular de la poesía de nuestro tiempo.

El poemario Vigilia en el desierto nos revela a un poeta de amplios y profundos registros expresivos y de agudo pensamiento, valores que me hacen sentir, contrario a la noción de “posliteratura” en Finkielkraut (2022), filósofo que anuncia la muerte de la función formativa de la literatura a consecuencia del imperativo de lo políticamente correcto, el pensamiento único, las industrias del espíritu, la cultura extremista de la cancelación y los nuevos populismos, que, por el contrario, la poesía y la literatura en general en nuestro país acrisolan un futuro promisorio.

Enhorabuena, Juan Inirio, por este nuevo poemario.

Muchas gracias.
Santo Domingo, D.N.
2 de julio de 2024