“El ser se disuelve en la nada”. MB.
Si bien la pregunta por el hombre y su ser en el tiempo, parece una cuestión ontológica o una pregunta central en la mente de un filósofo o de un teólogo, no menos cierto es que también puede ser la metáfora esencial del imaginario de un poeta. Preguntarse retóricamente sin esperar respuesta lógica es una forma de pedir peras al olmo. Y es lo que ha tratado de dibujar poéticamente Marino Berigüete (1962) con su libro Donde empieza el hombre (Círculo de Poesía, México, 2024). Se trata de una pieza de orfebrería lírica y metafísica, que nos remite a una honda sabiduría ancestral y a las preguntas que siempre han inquietado al hombre, como “ser en el mundo”. Berigüete bebe en los manantiales de la tradición de la poesía filosófica y aforística, y en la tradición de la poesía del pensamiento, pero aderezada con los alimentos de la experiencia vital de los sentidos, con visiones sensibles, sedimentadas con su memoria sensorial y con la cotidianidad de las cosas del mundo. Articulado en base a conjunciones y disyunciones, su voz lírica teje el misterio de la vida, entre el tiempo y el espacio, la luz y la sombra. El poeta se pregunta por el hombre ante la angustia no por su destino sino por su origen. Es decir, el génesis antes que el apocalipsis: principio y fin de un diálogo entre el hombre y la naturaleza, el pensamiento y la vida. El narrador Berigüete, sorprende con este poemario por su madurez no solo creativa sino por su profundidad y por el misterio que encierran sus versos, cargados de ideas y pensamientos. Funda un mundo de palabras que se encabalgan entre el silencio y la voz, y en un soliloquio entre la luz y la sombra del ser, la plenitud y el vacío de la memoria.
Donde empieza el hombre es un viaje a la infancia, recuperada por la nostalgia y la memoria, donde está la fuente de toda sabiduría. Rilke dijo: “La patria es la infancia”. Y no erró, pues es la etapa de la vida humana de la libertad, los sueños y las ilusiones, donde se anidan o incuban las historias y los deseos, que son como los ríos y los mares que flotan en el aire. O “nuestras vidas que son los ríos que van a parar en la mar, que es el morir”, como dijera hace muchos años Jorge Manrique.
Berigüete crea un clima de desolación, abulia y pesimismo, un laberinto de la muerte como destino y viaje temporal, entre la voluntad y la memoria, el deseo y lo inefable, la melancolía y el tedio vitae. Si bien el tiempo es el centro de gravedad de toda metafísica, desde su origen, en este poemario, el tiempo es el protagonista del acto lírico, la piedra angular, que le inyecta e irradia movimiento al presente del poema. Si el tiempo es la esencia de toda metafísica (“o la sustancia de la que estamos hechos”, como dijera Borges), este poemario es esencialmente metafísico. Como la poesía es presente –es decir: tiempo presente, no pasado– el poema pugna entre el instante y la eternidad, como la vida del hombre y del poeta, que se deshace, y cuyo deshacimiento, lo conmueve, entristece y perturba. Si el tiempo es el eje central de esta obra poética, también lo es la muerte. Tiempo y muerte, temporalidad y mortalidad, son pues los ejes gravitacionales en que transcurre. Son los polos magnéticos en que transcurre la órbita cósmica del universo de símbolos que instaura Berigüete en las páginas de este libro. A la oposición binaria tiempo y muerte, agrego otra oposición: ciudad y campo. Oigamos al poeta:
“La ciudad me envuelve con abrazo frío
en su trama de espejos mi imagen se pierde
me devuelvo en la multitud de rostros sin nombre”. (Poema XXXIV, p. 70).
Es poesía de experiencia y de visiones: no libresca, pues se nutre y alimenta de la vida misma. Está marcada y matizada por la angustia del vivir y los imperativos del tiempo que devora su existencia terrenal. Crea así un clima, una atmósfera de desolación e incertidumbre. La poesía deviene aquí poesía del desencanto y del desengaño del mundo. Se nutre de los elementos de la naturaleza, que son el origen de todo lo existente: el agua, el aire, la luz, el viento, el río, el mar, los árboles, los pájaros, el eco, el silencio y la voz. Poesía de cielo abierto y de espacios; poesía que se alimenta de espacio y de tiempo; poesía que busca develar los secretos del cosmos, del infinito del mundo. Ascenso y descenso, caída hacia arriba: comienzo y fin de las cosas, en un eterno y perpetuo laberinto. Circularidad del ser que anhela eternidad y cuya búsqueda de eternidad, lo atormenta. El poeta aquí aborda poéticamente los grandes temas metafísicos y teológicos que siempre han atormentado e inquietado al hombre: cosmología y cosmogonía, mitología y alquimia. El alma y la ciudad se abrazan en un diálogo de sordos. La ciudad es también otro de los ejes que matiza el dilema existencial del poeta, que se bate entre el cuerpo y el espíritu por explicar el mundo y se resigna, vencido por lo inexorable. Visión y ceguera, búsqueda de la verdad de las cosas a través de la poesía, como querían los románticos y el malogrado John Keats (“La belleza es verdad”), en una aventura estética entre la oscuridad y la luz, la penumbra y la sombra del tiempo: sus reminiscencias y su devenir olvido.
Nacimiento y muerte que no espera resurrección, sino resignación teleológica del ser y su camino de incertidumbre. Marino Berigüete refleja ser un poeta del tiempo. Un sujeto poético dominado por la temporalidad como destino, envejecimiento y memoria, para quien escribir poesía se ha transformado en oficio de vivir, estilo de vida y porvenir lúdico, que pone en crisis el trabajo. O la vida como oficio que crea la abulia y el tedio vitae. (“Trabajar cansa”, dijo el poeta suicida Cesare Pavese).
La búsqueda y el refugio en la naturaleza y el pasado es una forma de combatir la sociedad y sus normas, y una manera de sobrevivir al caos y a los deseos del cuerpo. En fin, su refugio en la escritura poética es una vía de escape del orden político y sus trivialidades, del mundo ideológico y sus sectarismos; es, también, un camino para ocultarse en el silencio, en la quietud y el reposo del alma. También una opción para superar los vaivenes y avatares de la sociedad y sumergirse en la palabra poética, la lectura y la contemplación de la naturaleza con su orden, belleza, verdad y perfección. Este libro es pues el reflejo de un ser poético autoral que expresa la vida de un cuerpo con alma, en declive natural, que se aproxima a la muerte y al mundo, en lucha contra la eternidad inexpugnable, misteriosa e inexorable. Dice el poeta, en tono filosofante:
“El mundo no está hecho de cosas,
sino de intervalos:
un parpadeo entre dos ausencias,
un puente que duda
si une o separa”.
Y sigue diciendo:
“No caminamos hacia adelante ni hacia atrás:
somos un punto suspendido,
una palabra en el aire
que se disuelve antes de ser pronunciada”.
(Poema XLI, p. 84)
Abundan juegos metafísicos con el tiempo y trampas metafóricas del pensamiento poético. Además, el poeta merodea o bucea en su condición insular. La isleñidad del ser lo persigue, en esta poesía de cariz autobiográfico, que refleja la tragedia de la memoria de su ser. Es la tragedia de toda insularidad, que anhela y sueña con su búsqueda de trascendencia, terrenalidad y ansia de viajar y volar, donde la isla se vuelve cárcel del cuerpo. Hay además un vértigo del instante, una vertiginosidad del tiempo. Y donde los sueños representan los recuerdos y las evocaciones deseantes del viaje de la infancia como renacimiento constante de la memoria, en su batalla tanto contra el olvido como contra la muerte.
“Antes de escuchar cantar el pájaro,
Lo que había escuchado era su vuelo”, dice Beriguete (Poema XXX, p. 64).
La de Berigüete aquí es poesía del desarraigo, del exilio y autoexilio interior de la conciencia poética, del ser que se desgarra en nostalgia del hogar y del suelo nativo. Es decir, este libro se sitúa en las coordenadas del pensamiento y en la tradición de la poesía del desgarramiento y de la soledad terrenal. De esa soledad que deviene experiencia del desarraigo del ser, atravesado por los fantasmas del pasado y del futuro, que navega en el insomnio de la memoria y la eternidad. Es una poesía que refleja la sabiduría bucólica, ancestral y primitiva de un pueblerino, que se enfrenta a la realidad urbana, con sus demonios, aridez y fantasmas, entre el silencio y la soledad, esa que existe en medio de la muchedumbre.
El poema reflexiona sobre el sueño y el mundo:
“Nos sueña el sueño
y en esa trama indefinible,
somos más completos
que en el mundo de los ojos abiertos”. (Poema XIIX, p. 102).
Búsqueda de la huella del pasado, la poesía es camino como lo es en Octavio Paz. Es decir, una larga caminata reflexiva, que se nutre de espacio y se alimenta de tiempo; que le inyecta aire de movilidad; que le suministra imágenes, en su contemplación encantada y aguda. Aquí la poesía deviene tránsito y trayecto. Un laberinto metafísico: la expresión de un ser extraviado en los caminos del deseo y la voluntad. Un ser solitario, hecho de soledad ontológica intrínseca al hombre, que lo habita y lo persigue, esa soledad que es condición únicamente humana, y que refleja la conciencia temporal de que somos seres que vivimos y morimos solos. Y que es la gran tragedia del espíritu humano: que lo abisma y refugia en la religión, la espiritualidad, la secta o el dogma. Beriguete asume, por consiguiente, la ontología fenomenológica de Heidegger, de que “somos seres para la muerte”.
Con este poemario, Marino Berigüete instala una poética del vacío existencial y de la nada, antes que del ser y su plenitud. Y de las angustias existenciales como representación de la angustia del hombre contemporáneo, desde una sensibilidad poética y un imaginario metafísico. Oigamos de nuevo la voz del poeta:
“Y mientras esa mano invisible
explora mis entrañas,
yo caigo,
me disuelvo en la nada,
dejando atrás
el peso inútil del ser,
y en ese desvanecimiento
tal vez,
por fin,
encuentre
la paz de vacío”. (Poema XXXVIII, p. 80).
Este libro es una elegía de 54 estrofas. Son a la vez cantos, que representan un discurso poético articulado y pensado, desde la experiencia, del vacío y la conciencia de un sujeto lírico y sensible al mundo actual, con sus miedos, angustias, psicosis y neurosis. Escrita a la medida y forma de su carácter y su temperamento. También a su destino; y donde la guerra sirve de telón de fondo de sus preocupaciones angustiosas del devenir humano. Hay una nueva tierra baldía, una tierra yerma, un páramo sombrío como el que vislumbró T. S. Eliot en La tierra baldía y Los hombres huecos, lo que ha percibido Berigüete y que nos presenta como un presente oscuro, laberíntico y sin fin. Así, vemos ecos, recuerdos y visiones de su región nativa, del sur profundo, árido, sin lluvia y seco, y que evoca como memoria nostálgica de su infancia en Barahona. La suya es escritura con libertad imaginaria, que expresa el fluir del pensamiento poético, en su temporalidad sensible y como encarnación del espacio. Diálogo con el silencio, comunión con la soledad, Marino Berigüete nos sorprende con esta poética y con este libro tardío, pero de madurez, que ha escrito desde la experiencia del recuerdo y la prefiguración del presente. Entre la palabra y el silencio transcurren su obra y su escritura, tejida de visiones y elucubraciones, evocaciones simbólicas y ensoñaciones solitarias del ser como persona y como yo desgarrado y angustiado, en el laberinto de su sombra. Escritura de la vigilia con los ojos cerrados. Escritura de la ensoñación, que canta en claves metafísicas a los misterios del tiempo, de la vida y de la muerte. Berigüete pinta un mundo donde todo se desmorona, un tiempo social y un espacio humano, que se deshace en la sombra, en las grietas de la nada. Dibuja una civilización y un paisaje ontológico perdido en el círculo cerrado de la soledad y la destrucción de un mundo egregio, ilustre y más humano. Percibe así, poéticamente, un universo sombrío, un mundo muerto, asesinado por los demonios que habitan los bajos instintos del espíritu humano. Este poeta ha escrito este libro desde la experiencia del desarraigo y la tentación del tormento de su espíritu y desde su memoria personal, infantil y adulta.
En síntesis, el poeta Marino Beriguete ha escrito una épica de este tiempo, una epopeya trágica del hombre, de matiz homérico, que nos deja sin palabras, sin aliento y sumergido en la perplejidad, el vacío, el silencio, y aun en la duda. Es una poesía que nos arrebata las palabras porque nos hiela la sangre y nos paraliza la conciencia. Nos insta a perder la fe en el hombre porque ha matado a dios –como bien lo vislumbró Nietzsche. Beriguete ve, en efecto, en cambio, al hombre nacer en las palabras, en el viento, en la nada, en la mente, en la naturaleza, y más aún, lo descubre en el sueño del tiempo y en el vacío del mundo.
Tras un largo canto en 54 estrofas, de meditaciones y cavilaciones metafísicas, en tono épico y claves filosóficas, el poeta Berigüete se pregunta, como epílogo y colofón:
“Y por fin, ¿dónde nace el hombre?
¿En las palabras que se ahogan
antes de ser pronunciadas,
en ese filo del silencio
que corta la lengua
y de una herida invisible”.
Y sigue preguntando:
“O nace en el pliegue del viento
que nunca supimos escuchar,
o en la nada que se escurre
por las grietas de mundo?”
El poeta duda y vacila. Y continúa sus afirmaciones, monólogos y diálogos consigo mismo y con el lector.
“Tal vez nace en la mente
que sueña sin saberlo,
donde cada idea es
una hoja que cae sin tocar el suelo.
O quizá nace
en la naturaleza que camina
entre nosotros, sin sombra,
sin ruido, sin ojos, sin manos,
como un secreto en la piel de los arboles
o debajo del vaivén de las aguas
donde los peces nacen y desparecen.
Es el hombre quizá un sueño
que la noche trenza con hilos de niebla.
O es la chispa que cruza el firmamento
en el borde del tiempo, esperando
que el vacío la reclame.
Dime tú
revela la verdad a esta hora,
cuando la magia de la palabra
cae sobre mi cabeza
como una lluvia invisible
que arrastra significados
hacia este papel en blanco.
El lápiz de tinta verde
rueda como un signo incierto,
dibujados caminos que no conozco,
se detiene en límite
que no se si cruzar.
Tal vez el hombre nace
en la palabra no escrita,
en el hueco de un verso
que no se ha revelado aun.
Tal vez no nace en la carne,
ni en el aire,
sino en ese espacio entre ser
y no ser,
en el borde mismo del pensamiento
que se esfuma al ser pensado.
Y tal vez, lector,
Tú tengas la respuesta a mis preguntas.
Dime tú,
donde empieza el hombre.
En ti
¿o en mí
que no tengo respuesta?”
(Poema LIV, p. 109-110).