Jean Arthur Rimbaud escribió sobre el mar antes de conocerlo, como si hubiera sido marinero o nacido frente al mar, cuando escribió el poema El barco ebrio, en 1871. Al ser un poeta mediterráneo, demostró que la poesía tiene poderes de evocación e imaginación: de hacer realidad lo deseado y lo soñado. Había nacido en Charlesville, Francia, en 1854. Por tanto, era un poeta provinciano, que soñaba conquistar París para recibir el sacramento de la poesía. Aspiró, desde muy temprana edad, a la idea de que el hombre debe volver al estado primigenio, originario y salvaje, para encontrar la iluminación a través de la poesía y del “desarreglo de todos los sentidos”. Pero muy pronto, pese a su precocidad, abandonó la poesía porque la consideró una práctica falsa: traicionó así su oficio y su pasión. Acaso porque entendió –o llegó a la convicción– la falsedad de la sociedad y del mundo. De ahí que subvirtió el orden capitalista y burgués, y la moral cristiana, inconforme con sus hipocresías. En tal virtud, buscó la esperanza en otra parte, y la fe perdida, en la eternidad anhelada. De ahí la explicación de su huida de Occidente, buscando en África, los tesoros perdidos, el origen del hombre, la esencia de la cultura: el hombre de Cro-Magnon y de Neanderthal, quizás. Fue así, a la vez, Marco Polo, Humboldt, Enrique el navegante y Cristóbal Colón, no tanto el navegante o conquistador, sino el aventurero: el nómada, el caminante sin rumbo, que descendió a los infiernos durante una temporada. “Uno de esos extraños prófugos de Occidente”, como diría William Ospina.
Rimbaud no sabía quedarse quieto y en reposo, pues se percibía como un ser llamado a errar y divagar por el mundo para dar testimonio del infierno que –a su juicio– creó la razón occidental. De ahí que trató de recuperar lo alquímico, la alquimia de la palabra, es decir, lo material e inmaterial, la sustancia y la esencia de la vida: la “alquimia del verbo”, dijo. Por eso decía que había que “cambiar la vida” porque se encontraba inconforme con esta vida, y había que cambiarla –o buscar otra. Marx dijo que había que “transformar el mundo”. No sólo interpretarlo, como habían intentado hacer los filósofos que lo precedieron. Rimbaud creía que era otro, o quería ser otro: “Yo es otro”. O, “Yo soy un otro” (“Je est un autre”). Así le dijo a su único maestro Georges Izambard. Entre Rimbaud y Marx están las claves, poéticas y filosóficas, del cambio de vida y de sociedad, de la transformación del hombre y del mundo: el idealista y el materialista, el soñador y el pensador, el poeta vidente y el filósofo pragmático. El alemán y el francés que, en el siglo XIX, sin conocerse, postularon la rebeldía y la revolución, desde la palabra y el pensamiento, contra un sistema de creencias y un orden económico y social –a los ojos de Marx, injusto y desigual. Fueron dos inconformistas, dos incómodos, dos iluminados, dos mentes –una filosófico-materialista y otra poético-simbolista—que persiguieron una dialéctica y una metafísica de la sociedad, y que fueron, a su modo, dos revolucionarios de Occidente, contra las supersticiones y los dogmas religiosos y contra el orden burgués.
Rimbaud fue muy precoz. Un predestinado. Fue el poeta-niño, que a los 19 años dejó de escribir poesía –es decir: a la edad en que muere la adolescencia. Fue el Mozart de la poesía. Tocaba el piano, dibujaba sus teclas y hacía composiciones poéticas en latín y griego, desde la adolescencia. Su sueño era París. Y de ahí que, tras varios intentos de huida del hogar materno, se escapa dos veces, pero su madre lo rescata. Sin embargo, a los 17 años, logra escaparse en tren, definitivamente, para vivir su vida loca en el bajo mundo parisino y satisfacer así su rebeldía, y su sueño de libertad. Y hacer realidad su vocación: satisfacer su sed de conocimiento y sus experiencias vitales. En París conoció el paraíso y el infierno, y se volvió un transgresor, un “poeta maldito” –junto a Verlaine.
Rimbaud dejó de bañarse como rebeldía para que nadie se le acercara. Se volvió violento y un antisocial: golpeaba, apuñalaba, escupía, eructaba en las comidas y miraba para otra parte cuando los demás poetas leían sus versos. Y conoció al gran poeta Verlaine, su perdición y su tragedia. O la tragedia y la perdición de ambos. Se enamoran. Huyen a Bruselas, y allí, en un arranque de celos, borrachos, drogados, en un rapto de desesperación y cerrazón, Verlaine hiere en una mano a Rimbaud, y tiene por esta acción, que ir a la cárcel por dos años. Verlaine termina desacreditado y delatado. Pese a ser casado, su mujer lo abandona, y tiene que vivir en el infierno, en el abismo de una sociedad aún moralista. Jamás se vuelven a ver. Rimbaud huye a África, acaso para olvidarlo y para dejar ese episodio de experiencia profana e infernal con el mal, y luego experimentar con relaciones heterosexuales. “Tal vez, al huir del mundo, Rimbaud salvó su alma de una suerte peor que la que le estaba reservada en Abisinia”, dijo Henry Miller.
Rimbaud, simbolista, precursor del parnasianismo y enemigo del romanticismo, odiaba la belleza, pues quería otra Belleza porque tenía otra visión de ella como categoría estética. Así exclamó en Las iluminaciones:
“Una noche, senté la Belleza en mis rodillas y la encontré sentí amarga. Y la injurié”.
Rimbaud fue, en el fondo, un incomprendido, que anheló ser incomprendido. Configuró o articuló la estética simbolista –heredera de Baudelaire–, y fundó un concepto del poeta como vidente y creador de una nueva sensibilidad –que ya estaba en Baudelaire, autor de Las flores del mal (libro en parte censurado, igual que Madame Bovary, por el mismo juez de una sociedad puritana). La teoría de Rimbaud del “vidente” y del “desarreglo de todos los sentidos”, se fundamenta en la idea de que el poeta ve donde los demás no ven: ve con asombro donde los demás ven con costumbre, como dijo Platón de los poetas.
El poeta debe convertirse en otro para comprender la esencia de las cosas del cosmos y para alcanzar lo desconocido. A saber, salirse de lo común, del mundo ordinario. Es un ser, un sujeto lírico, que busca la otredad desde la subjetividad. Que recupera el numen de las cosas y convierte en oro el plomo; es decir, a través de un proceso alquímico, es capaz de transformar el mundo sensible, usando opio y hachís. Fue así un artista poseído, en estado de éxtasis creativo, un médium: un alquimista de la palabra, un artesano del verso, que tuvo el don de ver colores en las palabras y sonidos en el silencio, a través de la figura retórica de la sinestesia (como en su soneto de las vocales).
Únicamente publicó un libro, y solo imprimió 100 ejemplares, y de esos regaló 5 o 6, y los demás, se quedaron almacenados en una librería: aparecieron muchos años después de su muerte. Ese fue su destino, su enigma y su misterio, y así fue como nació su mitología. Sin embargo, revolucionó la poesía y dejó un legado imperecedero: hay un antes y un después de Rimbaud, en la historia de la poesía occidental.
De versos sutiles y clásicos y prosa poética, Rimbaud llevó el ritmo y la musicalidad de la sintaxis francesa a la prosa. Víctor Hugo –una de sus influencias–, dijo de él que era un “pequeño Shakespeare”. Rimbaud, pese a su malditismo, a sus blasfemias e imprecaciones, era un místico en estado salvaje, un creyente sin iglesia, que vivió una crisis religiosa. Heredero del protestantismo, como buen galo, se sentía un hijo del sol. Asumió la postura de la revitalización del arte y la poesía como una religión, es decir, la poesía como religión del arte –o como “religión natural del hombre”, como dijo Novalis. La patria literaria de Rimbaud era el lenguaje poético: su patria poética. Criticaba la decadencia del cristianismo y el espíritu de la época, y de ahí que tenía la creencia de que había que volver al estado del cristianismo primitivo. Y que había que ir al infierno a pasarse una temporada o estación para experimentar las tentaciones del pecado original, de la carne, como prueba de fe, es decir: pasar por el infierno para alcanzar el paraíso. Buscó la barbarie, lo primitivo, lo salvaje, para alcanzar la modernidad, como Baudelaire: o sea, ir de la naturaleza a la civilización y de esta a la aquella. Rimbaud hizo el camino de Dante: descendió a los infiernos para conquistar el paraíso a través de la “alquimia del verbo”. En cierto modo, Rimbaud fue un santo poético, un místico sin religión, un vate que vaticinó (como los antiguos griegos) el destino, y que descreyó de su condición de autor, de poeta, con lo cual negó su yo, pues lo percibió en el otro, en los otros, en los demás. Y de ahí que, pese a su genialidad y talento único, los asumió con humildad, con sentimiento de autocensura, sin conciencia de autoconocimiento del oficio poético y de la palabra. O por eso mismo: porque tenía demasiada conciencia de la poesía, optó por negarla, y escogió el camino de la perdición y del encuentro con los orígenes nómadas del hombre. Abandonó el oficio de la poesía cuando otros se inician.
En su poema El barco ebrio, habla el barco, es decir, el barco es un sujeto vivo, que habla y canta de un mundo exótico y desconocido. El barco asciende hasta el cielo, flota y navega en estado de euforia o borrachera, en un viaje interior. Su yo poético se libera y va a conocer una realidad en sus sonidos y colores. Rimbaud buscó una libertad creadora, huyendo a África como un explorador y un aventurero del alma, un nómada que camina sin rumbo: un flaneur. Fue así el poeta-vidente que abjuró de la poesía cuando apenas iniciaba su oficio, traicionando su vocación y obviando los aplausos del público lector y los elogios de la crítica. Para Rimbaud, la poesía es una experiencia intransferible, una visión interior, que se interna en la naturaleza de la vida y del mundo. Así pues, se anticipó a Whitman y a Neruda (quien lo tradujo y fue precoz como Rimbaud).
“Toda luna es atroz y todo sol amargo”, dijo el poeta francés.
“Carta al vidente”, su manifiesto poético, contenida en Una temporada en el infierno, es una despedida, un adiós a la poesía.
Buscando lo primitivo en África, para huir de la civilización del mal, encontró su autorrealización en tierras vírgenes. Allí se enferma de una pierna, abandona la poesía, solo escribe cartas en las que pide (a su hermana, a su madre y a sus amigos) que le compren libros, objetos y cosas, envía dinero para que se lo ahorraran en un banco. Y la palabra poesía desaparece de su mente y de su memoria: la rechaza y se molesta cuando se la mencionan, y le piden que vuelva a escribir y publicar. Es decir, expulsa la poesía de su corazón y de su conciencia.
Se enfermó de artritis una pierna, se le gangrenó, y hubo que amputarla, pues se le volvió cancerígena, de tanto caminar a pie (caminó miles de kilómetros), por senderos, montañas, valles y carreteras pedregosas, fangosas y desérticas. En Abisinia traficó con armas, comerció con café, marfil, caucho, oro, tabaco, níquel, plata y cacao, y hasta con esclavos, se dice. A su regreso, por barco y por tierra (o a caballo), finalmente, retorna a morirse en brazos de su hermana Isabella, quien lo alimenta, cuida y limpia. Aceptó a Dios: se confiesa, a instancia de su hermana católica, antes de su último suspiro, el 10 de noviembre de 1891, en Marsella. Tenía solo 37 años.