La ventana
Hoy volví a sentarme en mi ventana. Me acomodo, y me pongo a mirar hacia la habitación de Rosa Almodóvar, que permanece abierta desde el atardecer hasta altas horas de la noche. Nunca me retiro hasta que ella cierre la suya.
Mientras miro, comienzo a evocar la época cuando la conocí. La recuerdo tímida. Sin embargo, hoy es una mujer distinta.
Hace unos días, al llegar del trabajo coincidimos en la parada del autobús. Cuando se desmontó, me miró de reojo, se detuvo algunos pasos, y sin darme cuenta se esfumó de mi presencia.
Sentí en mi interior un impulso morboso. Intuí a donde pudo haberse ido y de pronto la seguí. Cuando pude verla me oculté. Para mi sorpresa, estaba abrazando y besando a un hombre. En principio aquello no me causó extrañeza, pues como vivo tan cerca de ella, pensé que era a su esposo a quien abrazaba y besaba. Más no era así.
Me quedé estupefacto. Nunca había visto a alguien tan parecido a su pareja como aquel joven que estaba con Rosa Almodóvar. Podría decirse que era un duplicado de él, pero con una sola diferencia: era mucho más joven. Muy escurridizo me retiré. No obstante, nunca supe hacia donde se fueron.
Después de ese episodio, Rosa Almodóvar no deja de mirarse al espejo. La veo taciturna y meditabunda, en una especie de confidencia con su propio yo. Desde el ángulo de visión de mi ventana, pienso que un tormento interior le retuerce el alma. Casi le reclama a su imagen en el espejo. Se cuestiona a sí misma como quien busca sacar desde la profundidad de su ser alguna explicación.
He permanecido sentado en mi ventana bastante tiempo. De pronto, Rosa Almodóvar ha desaparecido de mi vista. No alcanzo a verla y la de ella permanece abierta. Desde este lugar solo puedo observar una habitación vacía, y percibo un silencio sepulcral.
Imagen
Cada viernes, de manera rigurosamente metódica, andaba por la calle El Conde un hombre de caminar pausado. Calculaba con rigor sus pasos, de estilo erguido y bien peinado; lo que se puede decir, un hombre dueño absoluto de una vanidad muy propia. Aunque su aspecto despertaba curiosidad, ningún transeúnte sabía su nombre, tampoco donde vivía. Solo una mujer dijo que le decían el hombre del traje gris.
Tenía un aire de estilo poético, cualquiera podía pensar que sabía interpretar el lenguaje de los árboles cuando hablaban con el viento. El hombre del traje gris siempre llegaba con una carpeta repartiendo unos escritos. A veces lo veían entrar a La Cafetera, y a pesar de algunos contertulios, se quedaba ensimismado.
Cuando de nuevo llegaba el día acostumbrado, a la manera de un ritual, hacía el mismo recorrido y volvía a repartir sus escritos. Un viernes lo vieron cansado, y cuando el sol se desvanecía, y las nubes se teñían de penumbra, se retiró el hombre del traje gris con la misma atmósfera de hermetismo que mantenía. No habló con nadie. Se fue tal y como llegó: completamente solo.
Desde la Cafetería Paco vieron a un hombre sentarse en el parque Independencia y sacar de su gabán un espejo. Se miró pensativo y se marchó. El martes temprano, los medios noticiosos daban cuenta de que en el segundo nivel de un edificio de apartamentos, un hombre que vivía completamente solo había aparecido muerto. La referencia que daban, era que lo veían cada viernes salir con unos papeles debajo del brazo.
Dejó tras de sí un aura de luz, y sus elegidos lectores, quienes cada viernes recibían sus escritos, coincidían en afirmar que era él quien había muerto, que además, le faltaba mucho por escribir, al hombre del traje gris.
El Minotauro
Para Atilano Pimentel.
El Minotauro podía estar tranquilo, tenía un solo enemigo y le quedaba al frente de su casa. Puedo decirlo porque vivía detrás. Lo visitaba con frecuencia, nos sentábamos en la galería, y a veces lo acompañaba a escuchar música.
Siempre estaba inquieto, miraba para todos lados con un puro en la boca. Sin embargo, su enemigo lo miraba fijamente por una persiana. Se reía, y lo único que hacía era burlarse de él.