En los últimos años, la neurociencia ha estado arrojando luz con relación a la nostalgia (en especial cuando una persona adulta evoca los lejanos años de la infancia). Se cree firmemente que los momentos felices de la infancia crean una especie de cóctel en el cerebro que genera hormonas como la dopamina, la oxitocina y la serotonina, lo cual queda guardado en el hipocampo. Estas son las hormonas de la felicidad y tener contacto con un sonido o un olor que recuerde esos momentos pasados hace que estas hormonas se reactiven. Por tanto, surge la felicidad. Al menos así lo cree la neurociencia. De manera que, salvo tener un trauma de infancia, recordar los momentos dorados de la niñez es motivo de inmensa felicidad.  De ahí que el escritor francés Marcel Proust (1871-1922), en su adultez, recurriera con frecuencia a buscar el tiempo perdido que tanto le recodaba al pequeño Marcel.

Proust es uno de los más grandes artistas que jamás hayan existido y, por supuesto, En busca del tiempo perdido es una de las más emblemáticas obras de arte de la historia. En esta excepcional creación artística, como en otras de sus obras, Proust no hace otra cosa que ir una y otra vez en busca del niño Marcel. Para él, el adulto debe buscar el paraíso en los momentos vividos en la infancia. No fue sin embargo el más feliz de los niños, pues a los nueve años de edad le sería diagnosticado un asma agudo y, como hijo de familia pudiente que era, no le fue permitido jugar con cualquier niño de su entorno; pero fue un niño, al fin y al cabo: era un ser inocente y, como tal, no tenía las preocupaciones de un adulto y sobre todo carecía del abrumador conocimiento y la triste vida del Marcel Proust adulto. No es que el narrador y el autor sean la misma persona; incluso el propio Proust en el ensayo Contra Sainte-Beuve hace hincapié en que el crítico no puede analizar una obra tomando como base la biografía de un autor porque narrador y autor no son la misma persona, lo cual puede ser aplicado a su propia obra; pero de cualquier modo el Marcel de papel y palabras es el alter ego del Marcel de carne y hueso y, además, la infancia en ambos es prácticamente la misma.

Sabido es que —en los Campos Elíseos, en las orillas del Sena, en playas y en parques bien custodiados— el niño Marcel jugaba a menudo con su hermano Robert y con algunos niños que eran hijos de los amigos de sus padres. Las golosinas, los globos, los silbidos, los saltos y las carreras a pie eran frecuentes en la vida del niño Marcel. Estos momentos, unidos a sus alegres escapadas de casa y a los paseos veraniegos, marcaron su infancia. Un abuelo, una abuela, un tío y sobre todo su madre constituyeron también fuentes de inmensa felicidad para su infancia de niño mimado (al morir éstos, Proust cae en la nostalgia y, por ende, no deja de hacerlos partícipes de sus persistentes recuerdos). No en vano en su hermoso ensayo Sobre la lectura se remonta una y otra vez a hacer mención del placer incomparable de leer en la infancia cuando, como él, se es un niño amante de los libros.

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Marcel (a la izquierda) y su hermano Robert (a la derecha).

El primer volumen de la obra cumbre de Proust es Por el camino de Swann (1913), que consta de tres partes: en la primera, "Combray", Proust busca al niño Marcel porque lo ve teniendo una infancia casi siempre alegre en el pueblo de Combray. Aquí vemos juegos, inocencia y mimos y ternuras maternas para el niño. La segunda parte, "Un amor de Swann", es un estudio sobre el amor y los celos, pero el niño Marcel es inmensamente feliz al conocer a su ídolo Swann. La tercera parte, "Nombre de países: el nombre", gira en torno a los recuerdos de la adolescencia de Marcel. Aquí hay momentos de tristeza en mezcolanza con la felicidad, pero en cualquier caso está el predominio de un Marcel feliz, al menos en comparación con el Marcel adulto, o, más precisamente, con el Proust adulto.

El segundo volumen de En busca del tiempo perdido se titula A la sombra de las muchachas en flor (1919), en donde evidenciamos una vez más el persistente recuerdo hacia la infancia y la adolescencia de Marcel, el cual conoce ahora el enamoramiento a través de sus dos amores, Gilberte y Albertine. El tercer volumen es La parte de Guermantes (1921), en el cual Marcel tiene unos años más que en los volúmenes anteriores, pero es todavía un joven casi siempre alegre. Conoce en persona el mundo de la aristocracia que tanto desea conocer. Queda decepcionado, pero intenta salvarse pensando en los momentos de su infancia.

El cuarto volumen de esta monumental obra es Sodoma y Gomorra (1922). Aquí Marcel sigue conociendo el mundo de la alta aristocracia y la belleza de los salones mundanos. Conoce los gustos sexuales del barón de Charlus y de otros miembros de la alta sociedad y entonces su decepción es cada vez mayor, mas sigue buscando el tiempo perdido. El quinto volumen es La prisionera (1923). Conoce ahora los celos en carne propia y los años de la infancia se van alejando, pero decide enfocar su mente en torno al arte, lo que hace que el joven Marcel encuentre la ansiada felicidad, pero, desde luego, no deja de buscar el pasado remoto. El sexto volumen, Albertine desaparecida (1925), narra la angustia de Marcel, sus celos y dolores por la ausencia de su amante, pero vuelve a recurrir como antídoto a los recuerdos de sus años mozos. Se ve feliz paseando con Albertine; poco a poco este Marcel menos niño sale en busca de un Marcel más niño.

El séptimo y último volumen, El tiempo recobrado (1927), es la prueba fehaciente del poder de la nostalgia en Proust. Los personajes están aquí afectados por los implacables efectos del tiempo: envejecidos, achacosos y hasta decrépitos, pero Marcel vuelve otra vez a recordar los momentos felices de la infancia y no parece envejecer; Proust se niega a presentarnos a un Marcel envejecido. Es casi inverosímil, pero los años no parecen pasar para él y cada vez escapa más y más hacia el mundo casi inocente de la infancia y la adolescencia, pues está claro que Proust no quiere que Marcel pierda sus años dorados. Descubrimos que Marcel es un adulto que juega a convertirse en niño, por eso en las páginas de En busca del tiempo perdido vemos con verosimilitud a un mozalbete hablando como un experimentado adulto que profundiza sabiamente sobre el arte y los más variados temas de la condición humana (experiencia para la cual no estaría dotado un niño propiamente dicho).

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Marcel Proust en la infancia.

Desde que perdió su infancia y a su madre, Proust viene escribiendo en torno a la nostalgia. Y siendo un adulto con una vida como la suya, es normal que recurra a la nostalgia de esos años ya idos en los cuales fue feliz. Por tal razón, esta propensión a la memoria intuitiva no sólo es visible en su obra cumbre, sino que además en su novela póstuma, Jean Santeuil (1952), es notorio el predominio del recuerdo de la infancia. Inició la escritura de este libro en 1866 y la abandonó años después para escribir su obra maestra, pero aquí ya el personaje central —Jean Santeuil— rememora una y otra vez sus años de infancia y de adolescencia en las cuales jugaba felizmente en los Campos Elíseos y se veía enamorado de una compañera de juego, Marie Kossichef. Incluso confunde el nombre de Jean con el de Marcel, por eso en una ocasión un personaje de este libro llama a Jean por el nombre de Marcel, sobre todo cuando evoca los recuerdos del tiempo perdido.

En Los setenta y cinco folios, una serie de manuscritos redactados mucho antes de En busca del tiempo perdido, Proust también recurre al Marcel niño, o, más bien, como en su obra máxima, en estos manuscritos inéditos el Marcel adulto recuerda al Marcel de la infancia. Y no es casualidad que el Marcel nostálgico sea también el personaje principal de los diecisiete breves manuscritos inéditos que la editorial Lumen editó conjuntamente con Los setenta y cinco folios; de hecho, un manuscrito como el titulado Cada día le doy menos valor a la inteligencia, pone de manifiesto que Marcel considera que para el adulto, y sobre todo para el artista, la inteligencia puede ser abrumadora y entonces es preferible la intuición, por eso Marcel trata de ser intuitivo y de rememorar huyendo a toda costa de la adultez. No es que niegue el valor y la utilidad de la inteligencia, sino que considera superior el poder de la intuición y su recurrencia a la ilusión y a un pasado absurdo pero que a la vez puede ser dulce y reconfortante.

No todo es sin embargo dulce como la miel en las evocaciones de Proust, puesto que como en su monumental ciclo novelístico, como en Los setenta y cinco folios, como en Jean Santeuil, en los otros diecisiete manuscritos inéditos conocidos hasta ahora el protagonista también busca de forma tan obsesiva la felicidad tenida en la infancia que, sin duda, también encuentra lo que no busca: la tristeza y la melancolía, porque sería erróneo decir que en sus reminiscencias únicamente encuentra los momentos felices de esos años dorados tan inolvidables para él. Pero, para bien o para mal, desde el primer libro que publicó, Los placeres y los días (1896), muestra propensión a las evocaciones de la infancia y presenta la dualidad —tristeza y alegría simultáneas— que ésta representa, tal como se evidencia en el cuento Las añoranzas, sueños color del tiempo, en donde el narrador recuerda la historia de un niño de diez años que, sin querer consumar el noviazgo, prefiere imaginar y soñar el amor de una niña mayor que él. Ya aquí se anuncia a Marcel, lo cual no es casual.

Tampoco es casualidad lo nostálgico del poema titulado A menudo contemplo el cielo del recuerdo (1982), el primero que escribió Proust, cuyo tema gira en torno a la evocación de la infancia y a su vez el recuerdo es considerado una especie de cielo o paraíso. En un poema como el titulado Soneto (1982) el tema también es el recuerdo, aunque de forma más sutil que el anterior. En el poema Schumann (1982), la nostalgia también es la protagonista, pues en este poema el compositor alemán Robert Schumann está sumido en penas y hastiado de una guerra hipotética, pero decide recordar sus mocedades y, entonces, se ve a sí mismo rodeado de niños alegres y traviesos que juegan en un jardín en donde está contemplando todo en derredor con los ojos de la felicidad. Nótese además que el poema Muchachas en flor (1919), contemporáneo del volumen A la sombra de las muchachas en flor, nos alerta de la importancia de no desperdiciar la inocencia de la infancia y la pubertad y, de paso, nos sugiere lo abrumador de la certeza de la adultez y de la madurez. Y en un poema como ¡Navidad, Navidad! (1902), nos pinta con exclamación el colorido de la infancia del niño Reynaldo (compañero de juego del autor), el cual estará presente en más de un poema alegre de Proust.

Sea como fuere, Proust siempre recurre al recuerdo del tiempo perdido y las obras que nos remiten a su arte son incontables. En la República Dominicana, por solo mencionar un país, Proust está presente en cuentos como La campana rota, de Virgilio Díaz Grullón, y en Ahora que vuelvo, Ton, de René del Risco Bermúdez. La evocación a la infancia en estos dos grandes cuentos dominicanos es similar a la evocación del Marcel adulto en busca del Marcel niño, procedimiento tan recurrente en Proust. (Con mucha probabilidad, puede ser que estos autores no tengan la influencia directa de Proust, mas en estos cuentos de carácter proustiano la presencia de Julio Cortázar, discípulo confeso de Proust, es harto evidente. Pero, por ejemplo, Ahora que vuelvo, Ton es una especie de En busca del tiempo perdido en miniatura). En todo caso, Proust siempre sale en busca de Marcel —o mejor dicho, en busca de lo mejor de sí mismo— porque para él Marcel joven no es Marcel Proust adulto sino un mozalbete inocente, resiliente, alegre y divertido que desde luego no puede ser olvidado por un adulto atareado, trágico, enclaustrado, angustiado, incomprendido y clínicamente sentenciado a muerte.