Odiamos porque existe la esperanza del perdón.

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Todo narcisista sólo cree en la vanidad de lo que hace porque piensa que todo lo que crea es perfecto e inmortal.

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Quien se cree en falta se da por ofendido. El ofendido siempre busca refugio en su propia máscara.

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Todo agraviado se refugia en la pena del otro.

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Se vende como víctima porque ama la indulgencia.

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El vanidoso no incuba ni metaboliza las ideas. Se le quema la cabeza si no la divulga al calor de su gestación.

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El pusilánime hace de la prudencia una religión.

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Quien se ama a sí mismo odia a los perros.

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El éxito es la vigilia de los vanidosos.

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Es tan intrigante que sus oídos se niegan a escucharlo.

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El vinagre es el desayuno de los amargados.

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El remordimiento del envidioso ulcera su humor.

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El progreso ajeno es el demonio del egoísta.

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El narcisista ordena comprar para su muerte un ataúd de espejos.

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El odio es la compensación de las ruinas del  envidioso.

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El vanidoso se alimenta de fantasías que transforman sus vigilias en el placer de la resaca.

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La envidia: corrupción de la mirada.

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El narcisismo: religión de los egoístas.

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Toda belleza tiene sed de vanidad.

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Los males ajenos son el espejo de nuestra resignación.

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Solo los desdichados pueden aconsejar.

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El fracaso es la experiencia de los nihilistas.

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El llanto es la salvación de los tristes.

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La búsqueda de la felicidad es el derecho de los necios.

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Si haces un favor a alguien esperando gratitud, encontrarás a un enemigo.

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Escribimos para olvidar;  leemos para recordar.

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El odio se alimenta de la envidia.

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No vive para los demás, y se alimenta de los murmullos de la ignominia.

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Vivir es batallar hasta la muerte contra la envidia de los perversos.

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Nadie lo ama porque su narcisismo le es suficiente.

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El mejor amigo del ególatra es su propia figura en el espejo. Un ególatra es pues un narcisista, cuyo sentimiento de autoestima, está por encima de su propia obra de creación. Para el narcisista, el mundo es un yo trascendente y eterno.

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El mitómano miente por arrogancia.

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No duerme cincelando la obra de su vanidad literaria, y publica, publica y publica para curar su sed nerviosa de inmortalidad.

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Leyó tanto que terminó en un egoísmo, que lo condujo a la banalidad de su intelecto.

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El desagradecido cree, en su íntima convicción, que el otro tiene la obligación moral de favorecerle, y de ahí su ingratitud.

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La envidia es la psicología natural del ser humano.

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Se fue al desierto a predicar promesas de felicidad y edificó un castillo de arenas movedizas, que el viento se llevó.

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Las alabanzas y los elogios de los amigos desagradecidos son el protocolo del veneno de sus vilezas.

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Sólo pensamos en la eternidad, el infierno o el paraíso cuando nos flaquea la salud, y  cuando nace la voluntad de perdonar a nuestros adversarios.

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Los ojos del narcisista se cierran ante la necesidad de un acto de solidaridad colectiva.

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Si te sueñas con tu peor enemigo es porque tu perdón es imposible y la reconciliación está lejos.

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Hay quienes combaten su amargura, odio y resentimiento con la escritura, y acaso por eso evitan caer en el asesinato o el suicidio.

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La gratitud se paga con lealtad; la lealtad con gratitud.

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El que es capaz de escribir contra un amigo no tiene sentido de la culpabilidad ni de la piedad cristiana, y lo hace porque existe el perdón. O porque olvida que existe la muerte.

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La poesía, lejos de hacernos altruistas, nos embriaga de un narcisismo perverso. Algunos poetas, al terminar de escribir un poema, descienden al abismo de la perversidad egoísta, que le corroe el carácter y le crea la vana ilusión del superhombre.

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La venganza pare un resentimiento similar al sentimiento del crimen; es amarga, y su realización entraña una culpabilidad de victimario.

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El ingrato rechaza la gratitud del agradecido para no estar solo; o, al sentirse solo, quiere que todo el mundo imite su ingratitud.

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El resentimiento social un día estalla bajo la máscara de la envidia reprimida.

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La risa del hombre feliz irrita el espíritu de los ácidos, que se vengan de él con la ira de la amargura.

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El ingrato tiene una mala educación sentimental que le impide dar las gracias para no sentirse débil. Cree que su ingratitud es una fortaleza moral, y de ahí que actúe en consecuencia.

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El demonio para los amargados y los resentidos es su sonrisa natural.

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El envidioso actúa como tal porque está intoxicado de resentimiento; anhela lo que carece, y está convencido de que se lo merece todo, y que todos los demás son culpables de sus insatisfacciones. Aspira a que se le reconozca lo que él -y solo él- entiende que le pertenece por derecho y méritos propios. El envidioso engendra, pues, un resentimiento contra sí mismo, que lo proyecta en el otro, y, por tanto, los triunfos de los demás, le ulceran su ser y su alma.

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La prueba de fuego de nuestra ética personal reside en la guerra cotidiana que llevamos a cabo contra la vanidad para curarnos de mundanidad.

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El crítico literario resentido escribe para no matar; publica para no suicidarse. Su crítica narcisista y ortodoxa para “indios remisos” la hace porque se cree que tiene la última palabra de la tribu. Vive irritado porque no tiene auditorio.

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Carece de sentido común porque no conoce los límites de la cordura y la prudencia, y de ahí la estulticia de sus puntos de vista.

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Uno se plantea en la vida, como meta, conquistar la mayor cantidad de amigos posibles para vivir menos solo. Sin embargo, con la experiencia,  uno se da cuenta que no es posible ser amigo de todo el mundo. Con el paso de los años, uno se va quedando con los amigos que necesitará para morirse.

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Las enfermedades son la madre del perdón y el espejo del cielo.

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El ingrato vive insatisfecho porque jamás se sacia ni aprende de los generosos. Por eso vive infeliz o, más bien, no vive, pues la vida para él es un proyecto por venir.

El que calumnia lo hace porque sabe que existe el perdón y el olvido, pero ignora que existen la muerte y las enfermedades.

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El mentiroso miente porque tiene miedo de lo que dice, y a lo que dice.

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Siempre es tarde para el arrepentimiento, pues nacemos con la culpa en nuestra conciencia.

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La vanidad, herida de indiferencia, reacciona con virus de inclemencia.

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El intelectual narcisista no perdona que le hieran su ego ni su vanidad de estilo.

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La gratitud es la fiesta de la memoria y su oxígeno más preciado.

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Lo borré del mapa de mis sentimientos, como se borran las volutas de humo en un bostezo de hastío.

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La gratitud es una moneda sin cambio. Aléjate de aquel que, en nombre de la dignidad, echa por tierra la gratitud.

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El hombre es malo por la naturaleza de la brevedad de su vida. La maldad humana reside pues en que la vida no le alcanza para arrepentirse del mal de sus actos.

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Si me envidias, te expulso de mi reino interior, y así me curo de tener que odiarte.

Basilio Belliard en Acento.com.do