1.- Contexto de un interesante y sugerente artículo de Pedro Henríquez Ureña, de hace un siglo
Esbozada el 2 de diciembre de 1823 por el 5to. presidente de los Estados Unidos, James Monroe, durante su quinto mensaje sobre el Estado de la Unión, la famosa doctrina de política exterior que lleva su nombre tuvo como primigenia justificación el que la misma constituía una especie de salvaguardia de los intereses norteamericanos contra manifiestos o potenciales actos de agresión por parte de las potencias europeas.
Como bien lo expresara un cronista en procura de interpretarla, se trataba de “curarse en salud contra el imperialismo del viejo continente, colocando una verdadera muralla de contención contra los apetitos de reconquista que, de luego en luego, reverdecían en las imaginaciones de los antiguos conquistadores o de sus descendientes”.
Pero con el transcurrir del tiempo, fue Estados Unidos acrecentando su preponderancia y vitalidad, hasta convertirse en potencia hegemónica. De este modo, se fue consolidando y definiendo su “esfera de influencia”, su “mare nostrum” y como forma de preservar intereses e incidencia en su órbita geopolítica, con la misma donosura diplomática con que se enviaban emisarios para negociar tratados, se disponía el envío de cañones y acorazados para zanjar por la fuerza lo que no era posible por la persuasión.
Y de este modo fue sufriendo la Doctrina Monroe diversas variantes interpretativas, según la naturaleza de los intereses imperiales en juego en una circunstancia determinada.
Y es lo que explica que en un flamante discurso, en agosto de 1923, ante los miembros de la Asociación Americana de Abogados, el entonces Secretario de Estado de los Estados Unidos Evans H. Hughes, ya instaurado en el gobierno el presidente Coolidge, al cumplirse los primeros cien años de ser planteada la Doctrina, esbozara una nueva interpretación oficial de la misma, haciendo en la ocasión referencia justificativa, entre otros aspectos, a la incursión imperial de los Estados Unidos en las Antillas, es decir, la efectuada en Haití en 1915 y en nuestro país en 1916, lo mismo que en Centroamérica.
Al respecto, en el referido discurso afirmaría Hughes, aludiendo a la Doctrina Monroe: “sólo los Estados Unidos tienen el derecho de definirla, interpretarla y aplicarla. La Doctrina de Monroe no impide la independencia y la soberanía de las otras naciones, y a este propósito el orador desmiente categóricamente las insinuaciones en contrario que, de tiempo en tiempo, han sido formuladas.
La Doctrina de Monroe en cuanto concierne a los países limítrofes de los Estados Unidos, y de las naciones del Golfo de México, implica derechos y obligaciones que ella no define.
Es en razón de un orden de cosas inquietante en aquellos países que los Estados Unidos se han visto obligados a afirmar esos derechos y esas obligaciones así como los límites de los principios de la Doctrina Monroe”.
Tan altisonante y altanero discurso de Hughes, fue rebatido y replicado con su proverbial agudeza y lucidez por nuestro gran Pedro Henríquez Ureña, escribiendo el interesante artículo titulado “La peligrosa Doctrina Monroe”.
El mismo fue publicado por el Listín Diario en su edición del 8 de abril de 1924, varios meses después del discurso de Hughes en Minneapolis, Minnesota, donde precisamente estuvo Pedro hacia 1921, ya en condición de conferencista, en el marco de su entonces exitosa como efímera experiencia académica en aquellas latitudes.
El referido artículo es particularmente sugerente respecto de los pensamientos y sentimientos que alentaba Pedro Henríquez Ureña en aquellas dramáticas circunstancias respecto al destino de su patria, en momentos en que todavía hollaban nuestro suelo las tropas interventoras.
Para los estudiosos de su pensamiento se comparte ahora en su versión íntegra el artículo reseñado.
La peligrosa Doctrina Monroe
Desde hace más de cuarenta años, cada gobierno, en los Estados Unidos, tiene SU Doctrina Monroe. Es decir, cada gobierno- Cleveland, Mackinley, Roosevelt, Taft- se cree con el derecho de promulgar una nueva interpretación de la Doctrina.
Woodrow Wilson llegó a promulgar dos, el orden teórico, sin contar con las variaciones de sus actos en la práctica: una doctrina de INFLUENCIA MORAL y otra de NO INFLUENCIA.
No podía esperarse menos de aquella cabeza fecunda, de aquel espíritu brillante pero superficial, que tenía la inquietud de la ardilla y la variabilidad de la veleta.
La administración que comenzó en 1921 no había promulgado aún su Doctrina Monroe: se contentaba con dejar entender que aceptaba la tradición del Partido Republicano, y en general, los hechos consumados.
Si se toma en consideración el carácter del Presidente Harding, su ningún deseo ni aptitud para la originalidad intelectual o moral, se comprende que así haya ocurrido.
Ahora, apenas muerto Harding, el nuevo Presidente Coolidge, republicano del tipo estrictamente apegado a las tradiciones del imperialismo capitalista, autoriza al Secretario Hughes a promulgar la nueva DOCTRINA MONROE. Así lo ha hecho el secretario en su discurso pronunciado en Minneapolis el 30 de agosto.
Tienen significación el lugar y la fecha, sobre todo la fecha: Minneápolis es el centro de una región donde se hacen ensayos de política avanzada, es una de las primeras ciudades norteamericanas que se ha atrevido a elegir un ayuntamiento socialista; y el día 30 fue la víspera del reconocimiento del actual gobierno Mexicano.
Esta NUEVA DOCTRINA, no es tan nueva como peligrosa. Con aquella impávida incapacidad típica de las INTERESADAS inteligencias septentrionales, para percibir contradicciones flagrantes, el Secretario Hughes declara que los Estados Unidos no pretenden ejercer el derecho de intervenir en los asuntos de la América Latina, pero intervendrán cada vez que les convenga.
Hay que recordar aquel ENCABEZADO de un diario alemán durante la gran guerra, citado por Jacques Riviere: una barca noruega había sido atacada y hundida por submarinos alemanes, y en el naufragio habían desaparecido quince o veinte hombres y se habían salvado siete; el periódico daba la noticia íntegra, sin atenuaciones, pero el encabezado decía: SIETE NORUEGOS SALVADOS.
Así, el discurso de Hughes está tejido de afirmaciones teóricas contradichas luego por afirmaciones particulares, concretas. La Doctrina Monroe, declara el Secretario (y, en verdad, así la pensó el Gobierno de Monroe); al defender a la América Latina, los Estados Unidos sólo quieren defenderse a sí mismos.
Ya es mucho que se haya pensado en volver a las originarias limitaciones de la Doctrina. Pero se engañaría el que esperara de los republicanos tradicionalistas una declaración amplia de principios de justicia modernos, siquiera como los que con tan escasa realidad cuanto buena literatura lanzaba Wilson, siquiera como los estallidos generosos que a veces se le escapaban a Roosevelt, MONSTRUO DE LA NATURALEZA, cuyos instintos se debatían entre las redes del REPUBLICANISMO.
Apenas limitada la Doctrina a su círculo originario, el portavoz del Gobierno defiende la declaración, hecha por el Senado de los Estados Unidos, en 1912, de derechos potenciales con relación a la Bahía Magdalena ( en vista de unos hipotéticos tratados extranjeros que pudieran afectarla) y proclama el derecho de su nación sobre el Canal de Panamá y sobre cualquier otro canal entre el Atlántico y el Pacífico como si los territorios que esos canales atraviesan fueran propiedad del gobierno de Washington.
Donde la contradicción entre las afirmaciones generales y las particulares llega al máximum en el discurso, es donde se refiere a las Antillas.
Qué razones obligan a los Estados Unidos a intervenir en Cuba (después de 1898), en Santo Domingo, en Haití? ¿Quién los amenazaba allí?
El Secretario de Estado dice, por ejemplo, que el desembarco de tropas en Santo Domingo, el año de 1916, tuvo por objeto PROTEGER LAS VIDAS DE LOS EXTRANGEROS: falsedad comparable a la de otro Secretario de Estado, Colby, quien se atrevió a afirmar en la Argentina (afortunadamente hubo quienes le contradijeron en público, cosa que él de seguro no esperaba), que el gobierno de Santo Domingo había pedido la intervención.
¿Hay en los archivos del Departamento de Estado a cargo de Hughes una sola reclamación, UNA SIQUIERA, por la vida de algún norteamericano que haya sido víctima de las revoluciones en Santo Domingo antes de la intervención?
Y ¿Cuando dejó Santo Domingo de pagar su deuda exterior, cuestión que tanto interesa a los republicanos?
El ataque contra Haití, en seguida, es despiadado.
Admitamos que Haití sea punto menos que salvaje; ¿es que la inferioridad de civilización da a los que se creen más civilizados, derecho de intervenir? Si así fuere, ¿por qué negar las antiguas pretensiones de Alemania, o las modernas de Francia o de Inglaterra, a ocupar cuanto territorio les viniere en gana?
Y- como tuve ocasión de decir en conferencia pública, en 1921, precisamente en Minneápolis,- si Washington se cree en el deber de CIVILIZAR a Haití ¿por qué no se civiliza primero el Estado de Georgia, por ejemplo?
No: estas pretensiones PATERNALISTAS no pueden engañar más que al infantilismo mental del público q. se nutre del NEW YORK TIMES y de la CHICAGO TRIBUNE.
En la América Latina, nadie se engaña (véanse los comentarios que recibe el discurso de Hughes en LA NACIÓN de Buenos Aires), en los mismos Estados Unidos, comprenden la verdad los numerosos lectores de publicaciones generosas e inteligentes como THE FREEMAN y THE NATION.
Si Washington civiliza la República de Haití y no civiliza el Estado de Georgia o de Alabama, es porque en Haití le urge asegurar el predominio del capital norteamericano, mientras que en Georgia o Alabama el predominio está bien asegurado.
Hacia el final del discurso, Hughes se quita la máscara, como el enmascarado que, en momento de inadvertencia, descubre la cara porque hace mucho calor. Al llegar a los problemas de Centro América declara que los Estados Unidos tienen el deber y el derecho de proteger el capital norteamericano.
En resumen: el discurso exhibe al desnudo las nociones de capitalismo imperialista que domina en el Partido Republicano.
Tanto más desnuda queda la tendencia cuanto más cree el orador estar enunciando ideas justicieras: su criterio es impermeable a la ideología política y económica q. caracterizó al nuevo siglo, a las aspiraciones generosas que flotan en el ambiente de su propio país.
Como preludio de centenario el discurso es de toda oportunidad. El día 2 de diciembre de 1823 se cumplen cien años de la proclamación de la Doctrina Monroe”.