El viacrucis de Énnide Sena había comenzado en el primer lustro de los años 50 en el viejo campo de béisbol del municipio Pedernales que funcionó en el noreste de la comarca hasta el día en que el huracán Katie (16/10/1955) arrasó con el poblado de aspecto aldeano y el Gobierno encargó de la reconstrucción y modernización al hoy héroe nacional ingeniero Wáscar Tejeda Pimentel.
Estaba ubicado entre la cuadra que ahora configuran las calles 27 de febrero, Antonio Duvergé, Genaro Pérez Rocha y Duarte. El home play, en el vértice de las esquinas Duarte y 27 de febrero, a unos metros de donde luego hicieron la casa de su madre Rosa y su padre Merejo y él echó su vida.
La pared era imaginaria. Por el left, hacia el este, la hoy calle Genaro Pérez Rocha; por el center y right fielders, sudeste, la verja de la fortaleza de 1934 (hoy, en sus restos, el cuartel de la PN) y el obelisco.
Ya en esos tiempos, este pueblo de la parte más austral del territorio dominicano, frontera con Haití, tenía peloteros competitivos, aunque carecían de útiles apropiados y no celebraban torneos sino desafíos de diez cheles recolectados uno a uno entre los jugadores.
Negro Mimina, Güingo y Cheo eran “expertos” haciendo las pelotas. Enrollaban hilo sobre un “boni” y lo forraban con tape. También los bates con palos del monte, los guantes y los mascotines a partir de lona. Ellos debían jugar siempre, salvo que los demás quisieran terminar repentinamente el juego por ausencia de aquellos útiles rústicos.
Los receptores no usaban ni pechera ni careta de protección y los riesgos de un foul en plena cara o en el pecho abierto eran altos. Algunos jugaban descalzos y “a mano pelada”.
Butí Galarza quedó tuerto para toda la vida por esa causa, cuenta Miguel Pérez, 83 años, quien debía ir al polvoriento play en cada juego con una bandeja de dulces de coco al hombro para vender por encomienda de su madre María Pérez.
En la memoria han quedado el gigante utility y autor de batazos kilométricos, el cuarto bate Negro Mimina; Ramito, Tiquito, Milcíades, Cheo, Cristóbal o Toba, los hermanos Marión y Lulú Pérez Heredia; los hermanos Antonio y Miguel, hijos de Bienvenida Trujillo y Antonio Collado.
Pese a la distancia y al aislamiento, en aquella comunidad desterrada abundaban familias del tirano Trujillo (1930-1961): Danilo (sobrino del sátrapa, mismo de los aserraderos en Los Arroyos y Villa Aida en Sierra de Baoruco, mismo de la violación a las bellas hijas del pescador Carmelo Méndez), Orlando, Darío, Pasito, Bienvenida. Pero también estuvo en dos ocasiones como comandante de la 16 Compañía del Ejército, el mayor Juan Tomás Díaz, hoy héroe nacional.
Era potente el team de la minera estadounidense Alcoa Exploration Company con el que competían, afirma Miguel.
Allí estaban el manager Castro, un trabuco que había jugado en el shortstop para el Licey y era oficinista de la empresa; Críspulo, Bolívar, Güiri Medrano y como refuerzo un temido zurdo de la Marina de Guerra, considerado imbateable. Algunos peloteros habían llegado desde Manzanillo a la empresa que explotaba la bauxita y la caliza tras quedar desempleados en la Granada Company.
Los muchachos de Pedernales se veían obligados a reforzarse con guardias de gran calidad como Sánchez y Callayo, quienes después fueron parte del equipo del Ejército.
El legendario pitcher de Barahona, Paleta Medrano, iba en ocasiones como refuerzo. Era superior. El 11de enero de 1948, con el equipo Estrellas del Sur le había ganado uno de dos juegos a la selección de Santiago BBT que viajó a Barahona y al regreso, en la tarde, el avión de DC-4 Douglas de Dominicana de Aviación donde viajaban cayó en Río Verde, Yamasá, provincia Monte Plata. 32 personas murieron, según el periódico La Nación de la fecha. Del equipo solo quedó el receptor estrella Enrique –Mariscal- Lantigua- porque no montó el avión y viajó hasta Santo Domingo en su automóvil.
Con ellos jugaba Énnide, un hombre menudo (5.5 pies), pero fuerte como un toro, bateador y corredor respetado con cerca de 15 años.
Una mañana, él conectó un batazo enorme que chocó contra la verja de la fortaleza. Corrió a toda velocidad, pero cuando iba de segunda base para tercera, paró de golpe a mitad de camino, en terrenos del “sior”, y comenzó a girar como un trompo. Cada vez más rápido.
Los jugadores en el cuadro miraban con un dejo de molestia. Sus compañeros de equipo y los pocos fanáticos celebraban. Énnide seguía dando vueltas en el mismo lugar. Todos pensaban que estaba emocionado por su “estacazo”
Al ver la escena, el centerfield tiró al cuadro y le “pegaron out”. De inmediato, él se derrumbó. En el suelo temblaba. Botaba espuma por la boca. Sorprendidos, sus compañeros de juego le llevaron a su casa. Y se estabilizó, precisa Miguel.
Precio de una travesura
Pasaban los años y a Énnide se le veía caminar raudo hacia diferentes sitios del pueblo, chasqueando los dedos de las manos y hablando solo, bajito, como si estuviera rezando. Siempre limpio, vestido a menudo con una camisa manga corta a cuadro y un pantalón de drill claro, lucía un hombre indefenso.
Iba a diario al play. Era como un ritual sembrado en su cerebro por su antigua pasión por el béisbol. Cruzaba de norte a sur, entre el campo de pelota “de los grandes” y el de softball donde se entrenaban y jugaban las Pequeñas Ligas, y se internaba en algún potrero, dicen que en el Potrero de Bandá (hijo de Otilio y Emilia, de cimentadores del primer Pedernales). Eran los finales de 1972.
Una tarde en que hacía su caminata habitual, un par de niños jugadores se burló de él. Reían sin disimulo. Y huían. Énnide siguió su camino con el mismo ritmo hasta perderse en los montes. Pero la tarde siguiente regresó en actitud de defensa. En vez de su habitual retahíla de palabras en voz baja, con su navaja en una mano y moviendo rápido los dedos de la otra, se desplazaba rápido hacia el infield, murmurando sin parar: “Se jodién lo peloterito, se jodién lo peloterito, se jodién lo peloterito”.
Los niños (entre 9 y 12 años) huyeron en todas direcciones, gritando a toda garganta: ¡Ahí viene Énnide, coooorrran! (Yo estaba allí y hube de correr).
Desde aquel día, con los nervios alborotados, él no mancaba en visitas al campo deportivo para tratar de “pescar” a uno o varios de los peloteritos que, inocentemente, se habían mofado de su condición de salud. Y andaba por el pueblo con un cartón y un lápiz mostrando sus habilidades para las matemáticas, ufanándose de su cerebro.
Después de una intensa fiebre de varios días, confirma su sobrina Rudy Sena, moría el 15 de febrero de 1983, a los 47 años, pero su “se jodién lo peloterito” se ha quedado en el imaginario colectivo de pedernalense como una expresión hilarante.
Las cosas de Ña
En la capital, reencontrarse era muy difícil para los estudiantes universitarios y de politécnicos provenientes del Pedernales de los años 70 del siglo pasado.
René Mancebo (estudiante de Ingeniería Electromecánica), Enrique Pérez, de Ingeniería Civil; Luis Ney Hernández, Medicina, Yubín, Veterinaria; y Rafael Inoa (Gabino), vivían juntos, se veían a diario. Pero para el resto era una odisea. Las distancias y las precariedades económicas impedían muchas cosas.
De ahí que el campus de la Universidad Autónoma de Santo Domingo donde todos confluían surgió como opción para reunirse (la embajada). Y, para aplacar el ocio y sus propias necesidades, se inventaban cuentos y contaban cuentos que arrancan risas.
Ña, el padre de Yubín, fue llevado por primera vez a la capital. Le llamó la atención la profusión de siglas y acrónimos que veía por doquier: UASD, Poasi, Inapa, Caasd… El hijo le explicó el porqué.
El día en se preparaba para regresar al pueblo, le preguntó al hijo: ¿Qué le vas a mandar a decir a Laquetepa. El hijo preguntó asombrado: -¿A quién? -El padre respondió seguro de sí: La que te parió. Tila era la madre Yubín.
Camilo Pérez Cuevas era el padre de Diana, quien luego se graduaría en Administración de Empresas. Fue un marino reprimido que denunció las tropelías cometidas contra presidiarios llevados a isla Beata por el régimen de Trujillo. Luego conocido líder del Partido Revolucionario Dominicano, los universitarios de la época le atribuían la frase: “Mi hija Diana va guaguamente a la universidad”.
Alcides Pérez, hijo de Juancito e Irena Pérez, tenía fama de hacer buen mondongo junto a su hijo Fausto. Vivía en una casita a madera techada de zinc, ubicada camino a Anse -a- Pitre, poco después de la esquina de las calles Juan López y 27 de Febrero.
En los 70, hacían lo propio su hermana Minita y Mai Bota. El sabroso “picao”, de la gastronomía local, lo hacían en los patios de sus casas, en fogones, las hermanas Minita y Sulina.
Alcides cocinaba las tripas, trozos de patas y otros órganos en el viejo matadero que estaba más hacia la frontera, en la misma carretera. Y en las tardes llegaba la procesión de consumidores con sus envases a mano para comprar.
Sin ninguna luz académica, hacía lo que sabía hacer para criar a sus hijos. Cuando uno de su prole logró despegar y se ancló en el Distrito, luchó y luchó hasta que le convenció para que su papá conociera la urbe, “donde se hacen los cheques y todo es maravilloso”.
Tras mucha brega, él aceptó. En la ciudad, el hijo le explicaba con detalles todo lo que estaba a la vista. Pero él lucía como en otro mundo. En el periplo le incluyeron almorzar en un restaurante para que notara la diferencia respecto de la vida aldeana.
Sentados a la mesa, cada comensal pidió al mozo el plato de su preferencia. En el menú, Alcides vio el término “congrí” y le desorbitó los ojos.
En minutos, el mozo regresó con su pedido. Alcides no le miró con buenos ojos. El hijo le preguntó: –“¿Y ahora, qué pasó, papá?”
Con todo y frenillos en la lengua, campechano al fin, Alcides respondió frustrado: -“¿Y eso es congrí? ¡Ududui, cadajo, eso es moro; eso lo hacemos Fausto y yo allá en Pedernales y queda mejol”.
En aquellos días, Buyén, Radhamés Vitor (Nanino) y Mello Picú (Boyer) eran amigos inseparables. Cada mañana, al verse, se saludaban y salían juntos. Era un ritual.
En todas las conversaciones sobre cualquier tema, cuando había contradicciones, Buyén, por ejemplo, le decía: -Nanino, Nanino, di tú, tu verdad. Radhamés le respondía: -No, no, di tú, la tuya. Luego Buyén le decía a Boyer: -Boyer, ven, que Radhamés y yo estamos discutiendo. Di tú, tu verdad. Y Boyer, gago a rabiar, le respondía: No, no, di, di, di… digan ustedes la suya, di tú, tú, tu verdad.
Desde entonces, Di tú, tu verdad; di tú, tú, la tuya brota en cualquier juerga de pedernalenses.
Mello La India representaba un derroche de ocurrencias. Por un tiempo fue profesor en La Cueva de Cabo Rojo (zona ahora del proyecto de desarrollo turístico). Impartía clases los viernes a los hijos de los pescadores nunca reconocidos que vivían debajo de esa roca gigante, frente a la hermosa costa caribeña por donde zarpaban cada madrugada a buscar los productos para la venta y el consumo familiar.
Los muchachos tenían una alimentación basada en pescados y mariscos. Pero a Mello le impactaba que nunca le invitaran a comer. Un buen día dijo, en tono callejero: “Yo voy a ver si estos desgraciao no me van a regalá ni un pescaito, lo pai”.
Entonces les asignó una tarea de caligrafía: “El profesor también come pescado”. El mensaje no funcionó.
Ignacio Peña, el esposo de doña Mema (pionera de hotelería en el pueblo), tenía un colmado-barra en la calle Libertad casi esquina Santo Domingo, justo al lado del hotel Doña Fátima.
El negocio era muy concurrido y Peña, buen bebedor, solía acompañar a parroquianos amigos. Cuando un cliente le pedía una cerveza, este hombre grande y gordo se desplazaba lentamente hacia refrigerador y, cada vez que veía una botella muy “ceniza” (muy fría), solía decir enfáticamente, acariciándola: ¡Esta, esta, no se la vendo ni a mi madre! La reservaba para él. Rafael Reyes (La Puerquita) lo recuerda y ríe de buena gana.
El locutor Julián Almonte, desde Nueva York, recuerda una frase que anda de boca en boca en el pueblo, propia de la comerciante Nana Pachín. A ella le salía natural en cualquier momento de las conversaciones: ¡Ah, buen desgraciao!