En su discurso de Estocolmo, entre otras cosas, Pablo Neruda expresó algo que se divorcia de su oposición a Vicente Huidobro,  quien  escuchó de voz de unos indígenas americanos: el poeta es un pequeño dios.
Pablo Neruda era senador e iba fugitivo hacia el exterior cruzando la gran cordillera fronteriza chilena, huyendo del general Augusto Pinochet y sus ángeles de la muerte, y naturalmente, cuenta la siguiente historia:
“Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.
“Algo nos esperaba en medio de aquella salva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz interrumpida por ningún follaje.
“Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, un calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.
“Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo”.
Más adelante, Pablo Neruda confiesa lo siguiente: “Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema; y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferente a lo acontecido, es que en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo”.
El presidente Salvador Allende y el poeta Pablo Neruda.
“De todo ello”, -afirma Pablo Neruda un párrafo antes de expresar su oposición a Vicente Huidobro, – “amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos”. De suerte que, al afirmar que “el poeta no es “un pequeño dios”, sin mencionar el nombre de Vicente Huidobro, Pablo Neruda no sólo estaba siendo injusto con los conceptos citados anteriormente de su discurso de Estocolmo, sino derribando de un hachazo al “pequeño dios” del Creacionismo para afirmar de una vez y para siempre, su propia arte poética. Sin embargo, en aquel momento, al retomar a Huidobro, pienso hoy que Pablo Neruda debió colegir allí, en Estocolmo, que de la misma forma en que él comprendió entonces de una manera imprecisa, que aquellos compañeros que se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de una calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos otros bailes de otros que por allí cruzaron antes, también Huidobro, al oír que el poeta es un pequeño dios de unos indígenas, estaban ambos grandes poetas de América, sin lugar a dudas, descubriendo y fijando los caracteres inmortales del alma hispanoamericana, para las entonces presentes y para las actuales y futuras generaciones; y comprender entonces que existe “una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo”, de la misma manera en que hoy poetas Hispanoamérica le rendimos culto no sólo a Pablo Neruda, sino también a Gabriela Mistral, a Borges, a García Márquez, a Mario  Vargas Llosa, a Rubén Darío, a Alfonso Reyes, a Carlos Fuentes, a Octavio Paz, a Moreno Jimenes, y a tantos otros monstruos de la cultura hispanoamericana, sin que aquellas banderías ideológicas nos impidan hermanarlos y quererlos por igual, pues si bien la muerte es la gran igualadora, y que el poeta nace cuando muere, a decir del Maestro Mágico Manolito Mora,  y todos ellos habitan como aquellos indígenas,  en el centro de esta danza circular alrededor de la calavera del buey Apis, bajo el sol dios, y en medio de la madre naturaleza, fascinados por el amor de esta mujer diosa que sigue haciendo que el cielo en su presencia siga haciéndose más cada vez más infinito, más bello y más glorioso en el este mundo.
“El mundo de las artes es un gran taller en el que todos trabajan y se ayudan, aunque no lo sepan ni lo crean –nos recuerda el poeta (Pablo Neruda) en 1962-. Y, en primer lugar, estamos ayudados por el trabajo de los que nos precedieron y ya se sabe que no hay Rubén Darío sin Góngora, ni Apollinaire sin Rimbaud, ni Baudelaire sin Lamartine, ni Pablo Neruda sin todos ellos juntos, especialmente sin el Cantar de los cantares, de Salomón, y del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz,  “Y es por orgullo y no por modestia que proclamo a todos los poetas mis maestros (Selena Millares)”. Lo mismo hace Jorge Luis Borges en su esencial libro de poesías El oro de los tigres.