El manejo de los objetos europeos por los indígenas de Las Antillas, en el contexto del llamado “descubrimiento” y de la conquista de la región, a partir de 1492, se ha visto generalmente como la recepción ingenua y exaltada, de una materialidad exótica y compleja, por gente primitiva y tecnológicamente atrasada. Se repite la pintoresca imagen del cambio de oro por fragmentos de cerámica, espejos, cascabeles o alfileres. Se recuerda al cacique Guacanagarix, usando los guantes que le dio Cristóbal Colón, o se asiste al modo en que el más aguerrido de los jefes indígenas de la isla que llamaron La Española, Caonabo, fue engañado al dejarse poner brillantes grilletes de latón, por Alonso de Ojeda.
En las últimas décadas, desde la arqueología y la antropología se ha construido una visión que intenta explicar algunas de estas situaciones, contextualizándolas desde las perspectivas de valor de las sociedades locales. Muchos de los objetos europeos tuvieron esta acogida porque encontraban espacio en el entorno simbólico indígena, o se asimilaban a sus conceptos de lo sagrado, de lo imbuido de poderes sobrenaturales. Por otro lado, con frecuencia su traspaso servía de complemento a la concertación de vínculos de amistad y alianza, inicialmente promovidos tanto por indígenas como por europeos.
Lamentablemente, las visiones académicas no corren al mismo ritmo que las narrativas tradicionales, o que los prejuicios a ellas asociados. Todavía en muchas partes de nuestras islas, decir “no soy indio”, alude a una condición superior, alguien difícil de engañar, que nunca cambiaría “oro por espejitos”. La construcción colonial sigue clavada en nuestras mentes cuando repetimos aquellas viejas miradas, y entendemos el ayer como algo superado: “fue un mal momento, pero todo paso, y dejo cosas positivas, por eso somos como somos”. También se expresa en un reconocimiento meramente simbólico y utilitario de lo indígena; es así cuando sirve para remarcar una conformación étnica que nos aleja de lo africano, o para reivindicar (desde la rebeldía y sacrificio de los ancestros indígenas) una posición de independencia respecto a lo europeo u otro poder externo, negando al mismo tiempo la necesidad de asumir este pasado.
El peso de lo colonial modela historias donde los conquistadores son héroes, y los indígenas, en el mejor de los casos, gente incapaz de sobreponerse a su primitivismo y a la falta de anticuerpos para enfrentar las nuevas enfermedades; la explotación laboral, la esclavitud y las matanzas ocurrieron, pero es exagerar, olvidar que “así eran aquellos tiempos”. Escribieron hombres, del pequeño grupo que sabía hacerlo, por ello no tenemos testimonios de indios. Eso igualmente marca la casi ausencia de las mujeres, excepto cuando se recuerda su lujuria y la atracción por los recién llegados, “viriles y muy superiores a los hombres locales”. Así vio el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo a la cacica Anacaona, ahorcada por Nicolás de Ovando cuando arrasaba con el liderazgo indígena para dejar pacificada La Española, y lista para usar su gente como trabajadores que pagarían la civilización y el cristianismo con una vida de esclavos-libres (encomendados).
Estas historias pasan de los libros a las escuelas, los monumentos, las celebraciones; persisten, aunque historiadores, antropólogos y arqueólogos, cada día ofrezcan datos que las niegan o al menos, las cuestionan. Sin embargo, las visiones cambian y algunos no solo ven las cosas de otra forma; también participan de la construcción de otras narrativas. Aquí comentamos y celebramos, uno de esos casos. No se trata de una historia contrafactual, de especular sobre lo que hubiera podido pasar si la conquista y la colonización no hubieran ocurrido o hubieran sido diferentes. Hablamos del ejercicio de imaginar, desde la pintura, un acercamiento distinto al modo en que hemos construido y seguimos viviendo la memoria sobre aquel momento.
Marc Bloch, un intelectual brillante, asesinado por los nazis, escribió historia y sobre historia, casi hasta sus últimos días, y pidió no retirarle a esta ciencia su parte de poesía, ese rasgo que era su flaqueza y su virtud. La obra plástica a la que nos referimos es una especie de historia contada desde la poesía de la pintura; su autor es Jimmy Verdecia.
Como muchos emigrantes este artista aprende y vive la República Dominicana, el país que lo acogió, buscando nuevas raíces y reacomodando sus propias memorias, marcadas por la afición a la arqueología y un largo interactuar con la iconografía indígena de Cuba, su tierra de origen. Mas fuerte que los libros o la narrativa académica, es el cotidiano diálogo con la gente, y su sentir, en el tránsito por los pueblos y paisajes, o en la cercanía a los museos y monumentos que, en la zona colonial de Santo Domingo, el mundo donde vive y pinta Jimmy, afortunadamente, no faltan.
Emigrar es como volver a nacer y en estas obras no hay pretensiones de dictar otra historia o de imponer una visión correcta, sino de agradecer la oportunidad de una nueva vida, viviendo a fondo la realidad presente y los sentimientos que un artista puede captar en la gente y en las cosas. Se quiere dar forma a visiones y preguntas, que van más allá del mismo artista; vienen de pintores y poetas, soñando y fabulando en el parque Colón, vendedores subiendo por padre Billini, mientras dibujan con sus pregones la trama del antiguo espacio intramuros, vecinos que añoran tiempos donde los automóviles no ocultaban los viejos caserones e iglesias, y cuentan anécdotas de siglos pasados, o de susurros salidos de las cuevas bajo las casas, y de patios recónditos y húmedos, atrapados entre hostales y restaurantes de la zona colonial. Esta también, la omnipresencia del artefacto arqueológico en playas y campos, el fantástico catálogo de rostros grabados en las rocas y las cavernas, en constante recordatorio de una existencia que no desaparece y murmura relatos, a veces imposibles de entender, aunque algunos nos recuerdan las pozas de los ríos con espíritus de piel cobriza, y nos piden desconfiar de mujeres solas, con los pies vueltos al revés.
Con una pintura que es esencialmente dibujo y figuración, Jimmy imagina escenarios, diálogos, encuentros; raros y esperanzadores. Conecta lo arqueológico, con lo etnográfico y lo histórico, ilustrando una crónica (de ayer y hoy) de la isla de Santo Domingo, cuyo texto lo pone cada observador. Hay entonces una ciudad diferente, en la que si se puede escuchar a Montesinos, donde su estatua no es solo una mole pétrea sino un hombre que carga la virtud ausente en tantos otros y hace volar, en el torbellino de su sermón, todo el acto de descubrimiento, cuestionando los derechos y la obra de aquellos que cruzaban el Atlántico solo para enriquecerse a costa de la sangre indígena (Figura 1).
En este universo la Virgen de las Mercedes puede tener un hijo indio y quizás no mirar la batalla del Santo Cerro con un gesto de aprobación y apoyo a los cristianos, sino con tristeza por la muerte de tantos indígenas (Figura 2). También se puede viajar al presente y bajar a Cristóbal Colón de su pedestal, dándole la oportunidad de rendir homenaje a Anacaona y a su pueblo, pacífico y hospitalario, sin nada que agradecer ni pleitesías que rendir indígena (Figura 3).
En este escenario la Plaza de España es un gran batey indígena, y la figura de Ovando cae, porque retornan los cemíes, no en un tiempo viejo, sino en un mundo donde todos pueden ser (Figura 4). También (y aquí entra lo pan-antillano, pues se trata de Hatuey, que sucumbe en Cuba aunque provenía de la isla de Santo Domingo), un cacique que prefirió morir sin ser cristiano puede ser aceptado por un Papa (Figura 5); queda además, la oportunidad de devolver aquellos espejos, que no eran malos por baratos, sino porque vinieron acompañados de dolor y destrucción (Figura 6).
Estos y otros temas son tratados en las pinturas de Jimmy Verdecia. Al menos son los que alcanzo a ver; seguro sus cuadros generarán muchas otras lecturas. Los que trato y se aprecian aquí, son parte de una exposición a inaugurar el próximo 10 de diciembre, en la Fortaleza de Santo Domingo. Sera ocasión para acercarnos a la obra de un soñador, alguien que “Imagina” mundos, como quería John Lennon. Sabemos que no es el único, pero hoy, es él quien nos habla. Por la importancia de lo que cuenta, esperamos siga habiendo oportunidades de encontrarnos con sus pinturas.