La creatividad colectiva es el acto más elocuente de la actividad artística porque en su desarrollo intervienen energías y emociones que trascienden la cotidianidad y nos sensibilizan de tal modo que nos ayudan a superar las trabas individuales de nuestros sentimientos.
Cuando somos capaces de superar el individualismo y convertirnos en entes colectivos, nos liberamos de la hipocresía y damos un salto hacia la conquista de la libertad material y espiritual, a través de la cual nos permitimos vivir bajo la tutela del conocimiento y el amor.
Se podría pensar que vivir en colectividad es difícil, mas si nos trasladamos a los primeros tiempos de la historia comprobaremos que así era como se vivía por entonces: mi problema es compartido por todos, y yo asumo como mío el problema de los demás.
En esto, claro está, interviene la pureza del espíritu, lejos de contaminarse de los vicios y prejuicios creados a partir del nacimiento de la propiedad privada, hecho que devino desgracia universal, con su secuela de egoísmo, envidia y odio.
En adelante, sería difícil de asimilar lo colectivo como entidad necesaria para vivir en paz y armonía, pues los obstáculos surgidos del proceso de desarrollo de la propiedad privada fueron muchos, y todos proclives a la degradación humana.
Como sabemos, el vínculo con la naturaleza y el trabajo ayudó a acelerar el desarrollo cognitivo y corporal del Homo habilis, y con ello adquirió mayor conciencia de la importancia del proceso creativo.
Si queremos recorrer el camino de la creatividad colectiva, debemos despojarnos lo antes posible de los tabúes impuestos por quienes han tenido y tienen el control de los medios de producción, única forma posible de salir del oscurantismo.
Hoy estamos inmersos en el consumismo. El consumo, que era un hábito natural, ha devenido en una necesidad compulsiva ante la que se doblega nuestra existencia y nos aleja del patrimonio legado por nuestros antepasados: pureza de espíritu y repartición equitativa de los bienes materiales.
Hoy nos cuesta entender estos valores.
Cuando nuestros antepasados directos, los Homo habilis (hombre habilidoso) se multiplicaron y se expandieron por las regiones del Este de África hace aproximadamente un millón setecientos cincuenta mil años no solo nació en ellos la necesidad de agruparse para obtener sus alimentos, sino también para crear. Así, además de juntarse para cazar animales gigantes y comérselos crudos porque no sabían hacer el fuego, celebraban sus triunfos con fiestas y expresiones pictóricas que aún se conservan.
Como sabemos, el vínculo con la naturaleza y el trabajo ayudó a acelerar el desarrollo cognitivo y corporal del Homo habilis, y con ello adquirió mayor conciencia de la importancia del proceso creativo. Entonces apareció el Homo erectus, quien sí aprendió a hacer el fuego, hará quizá unos trescientos mil años, hecho que le daría un giro de más de 360 grados a la historia de la humanidad, pues el fuego, contrario a la simbología dada por la sociedad de consumo (el fuego es destructor y es del infierno, lugar adonde van quienes atentan contra los dictámenes de la Divinidad) se convertiría en el elemento unificador por excelencia.
Recordemos que el Homo erectus se reunía en las cuevas para recibir luz y calor a través del fuego, alrededor del cual contaban historias de caza, fabricaban herramientas de piedra y hacían el amor.
El fuego constituyó una de las piezas claves en el desarrollo inmediato del hombre.
Hace doscientos cincuenta mil años, el Homo erectus se transformó en un nuevo tipo de hombre: el Homo sapiens.
Haffe Serulle en Acento.com.do