El mono gramático (1974) ocupa un lugar preeminente en la totalidad de la obra literaria de Octavio Paz. Es un texto fundamental, innovador, experimental y transgresor, extraordinariamente rico en sugerencias y resonancias, sumario de las preocupaciones filosóficas y estéticas de su autor.
El mono gramático nace de la experiencia india y oriental de Paz, embajador de México en la India de 1962 a 1968. El título del libro se inspira en la figura de Hanuman, el jefe del gran clan mono, aliado de Rama (avatar o encarnación de Visnú). Su historia se cuenta entre las más fascinantes de la mitología y la teología hinduistas. En el Ramayana, Hanuman es ejemplo de valor, coraje y lealtad. Es capaz de volar y de atravesar regiones enteras. Aparte de tales virtudes y habilidades, el Gran Mono es también gramático, el noveno autor de la gramática.
El mono gramático es reinvención poética de una vivencia y experiencia de la escritura como camino. El camino reinventado sirve de pretexto para una aguda reflexión poético-filosófica acerca del cambio y la permanencia, la realidad y las palabras, lo nombrado y lo inefable, la escritura y la lectura, el cuerpo y el erotismo, la identidad y la analogía.
El pensar tiene lugar mediante el lenguaje. Este hallazgo apunta a la relación entre el pensamiento y el lenguaje, estudiada a fondo por la filosofía contemporánea. Pero, ¿qué cosa es el lenguaje? Desde Ferdinand de Saussure y Baudoin de Courtenay sabemos que el lenguaje es un sistema de signos. El lenguaje no es mero ensamblaje o suma de palabras, sino un conjunto de sistemas de categorías formales, con un material sonoro articulado, que cambian de una lengua a otra.
Pero si todo pensar ocurre mediante el lenguaje, ¿qué es lo primordial: pensar sobre el lenguaje o pensar sobre el pensamiento? Goethe se ufanaba de “no pensar nunca sobre el pensamiento” y prefería la simple naturalidad de la mente. Paz, en cambio, intenta pensar de nuevo la relación entre pensamiento y lenguaje.
La autorreflexividad es una propiedad del lenguaje. Esto significa que el lenguaje se vuelve sobre sí mismo para pensarse. El lenguaje no habla de las cosas ni del mundo: habla de sí, para sí y consigo mismo. Antes de dirigirse a cualquier instancia referencial, el lenguaje debe dirigirse a sí mismo. La escritura poética es también autoconsciente: reflexiona sobre su propio origen. Antes de hablar del mundo debe hablar de sí misma.
El lenguaje es siempre lineal, horizontal: una sucesión. El texto es una sucesión que comienza en un punto y acaba en otro. La escritura no consiste simplemente en poner una palabra tras otra o en trazar unos caracteres detrás de otros. Es mucho más: un camino, una búsqueda. La lectura es contemplación, pero también crítica y desciframiento.
Paz retoma un problema clásico de la filosofía griega: el conflicto dialéctico entre dos conceptos fundamentales: el ser y el cambio. Esto es: el problema del cambio y la fijeza, del movimiento y la inmovilidad, que se expresa en la vieja disputa entre Heráclito y Parménides. Para Heráclito, ser es ser algo. Lo que es, está cambiando constantemente. Todo fluye. Nada permanece igual en dos momentos sucesivos. Parménides, en cambio, afirma la imposibilidad del cambio. Nada cambia. Lo que es, lo que ha sido, debe haber sido siempre y será siempre. Su discípulo Zenón de Elea sostiene que el movimiento es imposible. Nada se mueve. Sólo existe la inmovilidad. El ser es siempre el mismo. Su célebre argumento de Aquiles y la tortuga es una aporía y una paradoja. Aquiles nunca alcanzará a la tortuga; la flecha nunca llegará a su blanco.
Toda la filosofía clásica posterior será un intento por resolver la vieja oposición entre cambio y fijeza, movimiento y quietud. ¿Es el movimiento sólo un estado de la inmovilidad o, en cambio, la inmovilidad sólo un estado del movimiento?
Entre el “todo fluye” de Heráclito y el “nada cambia” de Parménides, Paz escoge lo instantáneo, la momentánea fijeza. La sabiduría no está en el cambio, ni en la fijeza, sino en la dialéctica entre ambos. La sabiduría está en lo instantáneo, en la percepción de una sensación que se disipa.
La fijeza es siempre momentánea, sí, pero sólo en la memoria del escritor que, en el acto de escribir, reinventa el camino de Galta, un pueblo en ruinas en las cercanías de Jaipur, en Rajastán; que lo recorre de nuevo cuando lo describe y lo (re)inventa al recorrerlo. Las cosas están fijas en la mente, fijas por un instante en el acto de recordar. La fijeza es siempre momentánea, como es a un tiempo eterna e instantánea la espera de los duendes en el cuadro de Richard Dadd comentado por Paz: The fairy-feller’s masterstroke. Ellos esperan un instante, un milagro, el golpe maestro del leñador que rompa el hechizo y los libere definitivamente de su angustiosa espera.