¿Puedes levantar la vista, encontrarte con esa imponente bóveda celeste, a veces gris, otras naranja que tiene unos seiscientos millones de años con la manera en cómo la vemos hoy (pues su evolución ha pasado por varias etapas) solo para darte cuenta de que te observa? Subrayo los seiscientos millones de años y las etapas porque como todo (el reino vegetal y animal, la cultura, el lenguaje) atravesó un lento proceso de transformación para convertirse en lo que es hoy.
¿Y cómo una forma de expresión de hace más de mil años sigue vigente? A lo único que podemos apelar es a la poderosísima trascendencia de la poesía. Ya lo había dicho Platón en el capítulo diez de La República, cuando les daba a los creadores la calidad de imitadores: “Tan poderoso es el prestigio de la poesía”, había dicho y lo suscribo.
Pero lo más poderoso, desde mi punto de vista, es la manera en cómo la poeta, Leonor Elmúdesi, logra atrapar los instantes en pequeñas frases que eclosionan y dan matices, como colores que pueblan un cielo que es capaz de proyectar miradas. Sus reflexiones y su condición de poeta, me hace recordar invariablemente a las damas de la corte imperial del Periodo Heian en Japón: mujeres que evocan una personalidad sensible, observadora, compleja e inteligente, cualidades que, es indiscutible, refleja también Leonor.
El Periodo Heian es una época única en la historia de la literatura universal. Ninguna otra literatura en el mundo tiene la particularidad de ser esencialmente femenina. Esto se dio porque fueron las mujeres quienes hicieron florecer la escritura nipona en lengua vernácula, es decir, usaban los silabarios japoneses hiragana y katakana, mientras que los hombres continuaban utilizando los ideogramas chinos. Esta hazaña recuerda mucho al Nüshu: un sistema de escritura silábico que fue usado e inventado por las mujeres del sur de China y que utilizaban para contar sus penas.
Las mujeres han tenido siempre que ingeniárselas debido a las precariedades que les ha impuesto la sociedad durante un largo periodo de la historia: a tal punto de incluso inventar formas de comunicación alternativas. Como ha ocurrido en casi todas las culturas, las mujeres japonesas tenían limitantes en cuanto a la educación, incluso allí se creía que las mujeres eran incapaces de aprender las formas de comunicación convencionales, en este caso el Kanji, que eran los caracteres chinos adaptados a la lengua japonesa. Sei Shonagon, Murasaki Shikibu, la dama Sarashina y otras, demostraron que tenían todo el talento y el ingenio para crear una literatura compleja y profunda.
Y, El cielo mira, de Leonor Elmúdesi, te habla incluso desde la portada: el sol que se impone, semivelado por ramas, asemeja un impresionante ojo fulgurando con tonos anaranjados. En casi todas las ilustraciones aparecen amarronados amarillentos como un incesante otoño que recorre hasta la última página, aunque a veces trae tintes de ese verano protegido por el mar Caribe y sus palmeras. Esa ambigüedad le da al libro un sentido de apacibilidad que solamente es removido por los versos que en él se encarnan como acontecimientos, como pequeñas luciérnagas acompañando un firmamento estrellado.
Junto a los arcos
canta un grillo de luz.
Es menos noche.
Este poema acaba de ejemplificar precisamente lo que acabo de decir. Pero también el grillo de luz y la noche me figuran sentimientos de esperanza frente a las adversidades. El haiku tiene la peculiaridad de expresarte grandes mensajes por medio de la perífrasis y la economía de lenguaje. Un buen poeta sabe atrapar los instantes y convertirlos en sensaciones que pueden ser interpretados.
En otro poema podemos ver cómo la ingeniosidad nos trae el surgimiento de la noche:
En pleno día,
tímida, asoma el rostro:
nace la luna.
La poeta se sabe peregrina en este mundo cambiante y líquido. Se detiene ante una flor, el asomar de un búho, el canto de un gallo, el oleaje del mar. Sabe que, en su viaje, llevará consigo solo lo necesario: lo que puede ver, oír, oler. Eso me remite este poema:
Caracolito
con su casa en los hombros:
mudanza eterna.
Frente a todo esto, logro también percibir a una mujer, que, además de madre, es también un ser profundamente espiritual:
Agua bendita
refresca presurosa
la sed del alma.
La escritora Marta Aponte Alsina, había dicho en Desenlace: “Una anciana es siempre una pitonisa”. Yo diría que toda mujer que es capaz de abrirle una rendija al lenguaje es siempre sacerdotisa. Asistir a ese maravilloso llamado es reparar una herida. Celebro e invito a leer este precioso libro que nació adulto y está para quedarse.