1

Mi nombre es Pablo. Había escuchado que existen cosas inexplicables, cuestiones que la gente no le encuentra sentido. Pero yo era escéptico, no creía en nada ni en nadie y tampoco me importaba creer; quizás por eso tenía pocos amigos. Naturalmente jamás me preocupé por cambiar mis puntos de vista respecto a las cosas, simplemente me limitaba a existir como un espectador de la vida; como alguien que contempla la existencia tal y como es, sin juzgarla, sin analizarla.

Después de haber vivido por más de 30 años con la única persona lo suficientemente especial como para tolerarme, me había vuelto un ser insensible. No me importaba cuando la gente decía que éramos extraños, que cómo podíamos vivir en un lugar así, tan solitario y dantesco, y aunque mi madre se esforzaba por ornamentar cada rincón de la casa seguía siendo gris y repugnante.  Pero yo ya estaba acostumbrado a eso: a mi casa, a ver a las mismas personas merodear al frente, contemplar los rostros de siempre, percibir las mismas expresiones, escuchar las mismas voces y vivir día tras día la misma rutina. Qué desolador era todo.

Pero un día ocurrió algo distinto, algo que rompió el letargo existencial en el que me encontraba y que me hizo replantear mis convicciones. Aquella vez me levanté muy temprano y después de hacer lo que hacía todos los días, me senté a leer una historia. La trama consistía en la necesidad que tenía alguien de matar un perro a palazos por la sencilla razón de descubrir si estaba en la capacidad de sentir algo. Así lo hizo el personaje, quien se mantuvo expectante en procura de algún sentimiento, pero el perro en su agonía lo mordió en el pie, lo que le produjo más dolor que pena y se sintió irritado. Concentrado en lo que leía, me causó risa el episodio del borracho que salió de la nada para decirle al mata perros que eso no se hacía, que después los demás perros vendrían a cobrárselo. ¡Que vendrían a cobrárselo! Creo que mi risa fue sardónica, lo que provocó la discusión entre mi mamá y yo.

Los vecinos debieron asomarse a través de sus ventanas, pues se estaba produciendo un hecho extrañísimo: Allí, en la casa de los locos, se escuchaban gritos y clamores. Exasperado por la discusión salí de la casa. Resolví visitar a uno de los pocos amigos que tenía y que vivía no muy lejos. No sé por qué, pero a las siete y media de la mañana, hora exacta del momento de la discusión, me sentí extremadamente nervioso. Debía ser por el pleito con mi madre o quizás por las miradas de los vecinos que debieron estar clavadas en mí cuando salí en dirección hacia mi amigo.

Considerando que tuve que caminar varias cuadras creo que llegué más rápido de lo normal, y una vez allí toqué la puerta en espera de alguna contestación. Al cabo de algunos segundos volví a tocar, pero nadie acudió a mi encuentro, por lo que imaginé que la casa estaba sola. Todo lo que anhelaba era hallar un poco de calma, procuraba encontrar en mi amigo una compañía que me proporcionara tranquilidad, así que seguí aguardando frente a la puerta esperando que alguien me contestara. Al cabo de algunos minutos la ansiedad me estaba matando. Miraba a todas partes y exigía que alguien acudiera a mi encuentro, pero nadie se presentó. Exasperado, traté de abrir la casa por mis propios medios cediendo la puerta sin mayores esfuerzos. En verdad no tenía derecho de entrar sin que me abrieran, pero tras el episodio ocurrido en casa, mi estado de ánimo estaba dislocado. Era como si no pensara en lo que hacía.

No puedo describir lo que sentía mientras veía la sangre bullir de su cuello. ¡Oh, Dios, que es esto!

Nunca olvidaré cómo se tornó el ambiente una vez entré a la vivienda. Todo estaba calmado, en silencio, y mi amigo seguía sin aparecer. Caminé lentamente hacia la recámara sintiendo que la quietud se convertía en tensión mientras atravesaba el pasillo, era como si estuviese viviendo una película de terror donde se experimentan escenas de calma justo en el instante en que ocurre lo peor. Como ráfagas centellantes aparecieron en mi mente algunas de las escenas de la novela Crimen y Castigo, las cuales asocié sin quererlo a lo que estaba viviendo en aquel pasillo interminable. Curiosamente, al llegar al final presencié uno de los hallazgos más horrendos de mi vida: El cuerpo de mi amigo estaba tirado en el piso con una grotesca incisión en la garganta. ¡Estaba muerto!

No puedo describir lo que sentía mientras veía la sangre bullir de su cuello. ¡Oh, Dios, que es esto!, exclamé con espanto, al tiempo que mis sentidos se constreñían.

Al parecer no había pasado mucho tiempo de su asesinato, era evidente por la frescura de la herida. Pensé que quién fuera el asesino debió huir casi al momento de mi llegada, lo que me hizo estremecer. Saber que alguien capaz de degollar a una persona estuviera tan cerca me causaba terror. Luego entendí que pocas cosas importaban en esos momentos, pues lo que debía hacer en lo inmediato era llamar a la policía para ponerlos al tanto. Sin embargo, como si se tratara de una voz interna y disociada de mí, me dijo que asumiera la responsabilidad de investigar el hecho para así vengar el crimen.

En aquel instante eran ya las ocho y media de la mañana y había pocas pistas que pudiera identificar, o a lo mejor estaba limitado por la falta de conocimientos en cuestiones de investigación. Hasta ese momento sólo contaba con un dato fundamental: La hora de la muerte. Según mis cálculos, el hecho había ocurrido a las 8:00am, pues cuando llegué a la casa eran aproximadamente las 8:10am, y la muerte parecía haber ocurrido casi al instante en que llegué. Además de ese dato también creía saber cuál arma sirvió para la comisión del crimen, que a juzgar por la herida pudo haberse ocasionado con una navaja o con un cuchillo de buen filo. Conforme a las circunstancias del caso era evidente que aún no existían las condiciones para calificar el hecho de homicidio o asesinato, pues esa cuestión tendría que salir a relucir en la medida que avanzara en mi investigación.

2

Contemplando el cuerpo sin vida deploré como la sangre se expandía en el piso, la cual pronto se secaría sobre la cerámica y yo debía hacer algo lo más pronto posible: Buscar pistas, analizar huellas, imaginar al menos las circunstancias de lo ocurrido. Yo sabía por pura referencia que todas las acciones, sobre todo las violentas, venían precedidas por acontecimientos que la generaban. Esta no debía ser la excepción. En ese momento me pregunté con quién mi amigo pudo haber tenido problemas, quién podía sentir inquina contra él, o si había alguien a quien le debía algo, ¿Quizás algún problema amoroso?, mis preguntas no encontraban respuestas.

De pronto mis pensamientos volvieron a nublarse, era algo desalentador no hallar causales a lo que había ocurrido, por lo que mis intenciones de llamar a las autoridades volvieron a aparecer. ¡Pero qué estaba pensando! ellos jamás comprenderían mis sentimientos, no se entregarían a la venganza que justo necesitaba ante la muerte de mi amigo, y en el hipotético caso de que dieran con el autor todo concluiría con un simple sometimiento a la justicia y eso, naturalmente, no sería justo frente a un hecho tan vil y miserable. Si no podía acudir a la policía, pensé, al único al que debía recurrir era a David, otro de mis pocos amigos dedicado a estudiar algo así como investigación. Él siempre apelaba a palabras muy raras cuando hablaba de sus clases. En una ocasión lo escuché decir que existían distintas posiciones en las que podía caer un cuerpo cuando mataban a alguien. ¡Un desastre! ¿A quién le importaba eso? Sin embargo, ahora adquiría para mí un interés especial.

David vivía solo al igual que mi difunto amigo. Su casa era más bien una habitación donde pagaba una mensualidad irrisoria, pero decía que a pesar de sus estrecheces tenía espacio suficiente para hacer lo básico, como chichar con quien se le pegara la gana o disparar pedos como metralleta para luego olerlos. Creo que era feliz. Decidí sin vacilaciones llamarlo por teléfono para cerciorarme de la visita y él contestó como al segundo timbrazo. Lo escuché pesaroso, como arrepentido de tomar la llamada. Le expliqué sin muchos preámbulos lo que había ocurrido y él, como cuando alguien se despierta de espanto, cambió de golpe su estado de ánimo. David aceptó mi visita y yo de inmediato salí corriendo hacia su casa sin tomar en cuenta algunos detalles en la escena del crimen, como el hecho de haber tocado el teléfono, mis huellas al pisotear la sangre, o quizás algunos testigos que me vieron escabullirme de la casa tal como me habían visto mis vecinos cuando me largué de donde mi santa madre.

Mi ansiedad era una espuma efervescente y esta vez casi no podía disimularlo, pues caminaba a pasos acelerados mirando a todas partes como un prófugo de la justicia. Pero al llegar al cuartucho de David todo se calmó, recobré mi compostura y procedí a tocar la puerta lentamente. Nadie acudió a mi llamado. Continué tocando sin éxito hasta notar que la puerta estaba abierta, por lo que solo era cuestión de empujarla. Así procedí. Adentré mi cabeza por el entreabierto de la puerta y hurgué con mirada huraña cada rincón de la parte adentro. Y allí estaba David, ¡Tendido en el piso con una profunda herida en la garganta! Todas mis emociones al igual que mis esperanzas se diluyeron en aquel momento. Mi segundo amigo estaba muerto en la misma forma y modo en que encontré la primera escena.

Sucedieron cosas en fracciones de segundos que no consigo recordar, solo sé que de pronto estuve frente al cuerpo de David. Era aterrador y espeluznante, pero también era cierto: David había sido asesinado. Estaba vuelto un zombi, ya no sentía, tampoco pensaba, ni siquiera tenía capacidad de procurar venganza, sin embargo, no era el momento de perder la cabeza, estaba en la obligación de recobrar la compostura. Al momento noté, con escalofriante impresión, que este segundo hecho era idéntico al primero y la herida en el cuello lucía reciente, tanto que la sangre aun manaba de ella.

Debía ser las nueve y treinta de la mañana aproximadamente y éste último asesinato pretendía tener 6 o 7 minutos de haberse ejecutado, lo que indicaba que el asesino estaba muy cerca, aunque al parecer ya se había marchado arrancándole la vida a la única persona que podía ayudarme. En ese momento me sentí observado, como si alguien desde las sombras me vigilaba. Pero era ilógico pensar algo así, no habían sombras ni mucho menos personas dentro de la casa, no debía permitir que el terror se apoderara de mí.

Luego un mar de preguntas comenzó a invadir mi cabeza, cuestiones que de alguna manera forjaron una hipótesis de lo que sucedía. Alguien estaba cometiendo estos crímenes y a juzgar por el tiempo transcurrido entre una muerte y otra, debía ser alguien que me estaba dando seguimiento. Probablemente su intención era matar a todos mis amigos, aniquilarlos, acabar con ellos y conmigo, sin sentir la menor compasión a pesar de que mis allegados era un estrecho círculo compuesto por Yerald, nombre de la primera víctima, David, que yacía muerto frente a mí, y Mónica, que aún permanecía con vida. Fue así como salí despavorido en dirección a la casa de ella, quien por desgracia también vivía sola, y si mi hipótesis era cierta, en aquel momento corría un gran peligro.

Al llegar a la casa de Mónica sentí un frío estremecedor, mi corazón era un bloque de hielo: ¡La puerta de su residencia estaba abierta! Entré cautelosamente caminando por todo el pasillo mientras susurraba su nombre y, efectivamente, mi amiga se encontraba en la habitación con una herida grotesca en el lado izquierdo del cuello y sin signos de contusiones.  A esas alturas creía que me estaba volviendo loco. Yo ya no pensaba en investigaciones ni en quién podría ser el autor, sino en protegerme y proteger a mi madre de otro posible asesinato. Fue así como salí corriendo hacia mi casa en un desesperado intento por llegar antes que el psicópata, quien probablemente había resuelto arrancarle la cabeza al único ser querido que me quedaba vivo. Mientras corría analizaba el tiempo transcurrido durante los macabros crímenes y me di cuenta que todos ellos habían sucedido con una hora aproximada entre uno y otro, así que tenía que acelerar el paso para llegar antes y enfrentarme con el mal nacido en su aparición.

Cuando llegué a mi casa ya eran las once y veinticinco minutos de la mañana, o sea que faltaban cinco minutos para que se completara una hora. Entré por la puerta sin mayores dilaciones, ni siquiera presté atención a lo que había a mi alrededor, pero, lamentablemente, mi precipitación fue en vano, pues mi madre también había sido asesinada. Obviamente la causa de muerte ya no me sorprendía, se trataba del mismo tipo de herida infligida a mis amigos. Pero en este crimen había algo diferente, algo que lo separaba de los demás. Claro que la herida, la sangre, la posición del cuerpo, todo era igual, pero la muerte no parecía reciente, al contrario, daba la impresión de que el asesino había comenzado su maléfica operación justo en el momento en que partí de mi casa.

Me debatía entre esas cuestiones sin darme cuenta que casi se cumplía una hora, solo faltaba un minuto para que el psicópata apareciera según mi teoría. Fue entonces cuando comencé a sentirme acorralado en espera de su llegada. Él me estaba persiguiendo y ya no había hacia donde correr. Sospechaba que el muy criminal estaba a punto de terminar justo donde empezó, en mi casa y conmigo, aunque yo no estaba en disposición de dejarme matar. Ese último minuto marcó el cumplimiento exacto de una hora, momento en que, de acuerdo con las otras muertes, el psicópata hacía su aparición. Algo asustado y faltando apenas segundos, saqué una navaja de doble filo que conservaba en el bolsillo delantero y esperé con estupor al asesino. Éste nunca apareció…

Luego sentí una calma, una calma difícil de describir, una tranquilidad que me permitió pensar con mente fría. Pronto comencé a percatarme de cada detalle a mi alrededor, a analizarlo todo, a darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Miré en torno a mí constatando cada cosa, cada artículo de mi hogar, incluyendo aquellas páginas que contenían la historia del mata perros y que estaban dispersas junto al desparrame de unas pastillas que me daba mi madre todos los días. Luego me observé a mí mismo, comenzando por mis pies hasta llegar a la mano con la que sostenía la navaja. Ésta, al igual que mi mano, estaba ensangrentada, y así esperé por un buen rato al psicópata, pero este nunca llegó, jamás lo pude ver…

20 de octubre, 2007