Durante el régimen maoísta, de hambruna planificada, purgas ideológicas y guerra civil, murieron millones de chinos, de los cuales no hay un registro exacto. Ya en 1971, el escritor Simon Leys había denunciado dichas tragedias, en su libro Los trajes nuevos del presidente Mao. Lo extraño, en cambio, es el silencio y la negación de parte de tantos intelectuales marxistas y maoístas que ocultaron las atrocidades de los regímenes totalitarios de izquierdas, de China y de los países de la órbita socialista, de la URSS, durante la Guerra Fría. En cambio, fueron muy críticos de las dictaduras y tiranías de derechas y aun, paradójicamente, de las democracias occidentales. Heidegger hizo mutis del nazismo, y acaso fue cómplice (aunque tampoco era marxista ni maoísta); Louis Aragon y Neruda se refugiaron en el estalinismo; Cortázar y Gabo, en el castrismo; Pound, en el fascismo, del cual fue un fanático propagandista, lo que lo llevó a parar, durante un gran tiempo, en prisión, en una jaula-manicomio en Estados Unidos, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, antes de morir en Venecia, ya liberado, en 1972. La excepción fue André Gide, cuando publicó el texto que se volvió un best sellers con más de 50 mil copias, titulado Regreso de la URSS (1936), y luego Retoques a mi Regreso de la URSS (1937), al revelar los males y deficiencias del régimen estalinista, tras su viaje en 1936, cuando fue recibido como una celebridad por Stalin. (Cuenta Octavio Paz, en una crónica, que, al coincidir con Gide en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura –celebrado simultáneamente en Valencia, Madrid y Barcelona, y en Paris, en 1937–, el autor francés era visto como un leproso, al que casi nadie se le acercaba).
En 1974, los miembros de la revista francesa Tel Quel (1960-82), los intelectuales Roland Barthes, Phillips Sollers y su esposa Julia Kristeva, visitan China y regresan entusiasmados, hasta el punto de que Sollers dijo que se trababa de una “verdadera revolución antiburguesa”, y la feminista Kristeva, afirmó: “Mao ha liberado a las mujeres”. La popularidad de Mao fue tal en la intelligentsia francesa, que la Escuela de los Nuevos Filósofos declaró. “Mao es Cristo resucitado”, y que el Libro Rojo era la reedición de los Evangelios”. Sartre y sus adláteres, tras la muerte del Gran Timonel, en 1976, embadurnaron todo Paris con la cara de Mao como afiche. ¿Por qué los intelectuales franceses fueron ciegos ante la barbarie maoísta e insolidarios con el pueblo chino? ¿Qué visión de la libertad, la justicia social, la democracia y los derechos humanos tenían? ¿Por qué fueron tan severos criticando el régimen francés ante el colonialismo y a Estados Unidos con el imperialismo, y tan laxos ante los totalitarismos de la izquierda marxista-leninista-maoísta? ¿O esos valores intrínsecos a la naturaleza humana y a la dignidad universal de la persona solo son defendibles bajo los regímenes democráticos? ¿O solo glorificaban y veían con buenos ojos la violencia revolucionaria desde la oposición y desde el poder comunista, donde vieron una “estética de la violencia”?
Sartre, que tuvo una etapa estalinista, al adjurar de esta ideología, tras la invasión de la URSS a Checoslovaquia y Hungría, dijo la siguiente herejía: “Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno”. Quizás estos intelectuales franceses, que tuvieron su rol estelar en el Mayo del 68, sabían del horror maoísta, pero prefirieron ser sordos y ciegos frente a las violaciones a los derechos humanos y las libertades públicas, siempre que provinieran de los Estados comunistas. O fueron revolucionarios y comunistas a su modo, a la francesa, y optaron por disfrutar del festín ritual de la revolución como espectáculo, desde las gradas de la dolce vita de la bohemia parisina de posguerra.
Sin embargo, sabemos que el maoísmo, a la francesa, no era el estalinismo; ni el marxismo europeo, el marxismo latinoamericano. A los intelectuales y pensadores franceses y europeos también les atraían y seducían la grandeza, la magia y la sabiduría de la cultura, el arte, la filosofía y la espiritualidad de la China milenaria y ancestral. Había (y hay) una sinofilia y una seducción histórica que trascienden la esfera política, el régimen y el Estado chino.
La presencia del imaginario chino de su literatura, su filosofía y su arte, ejerce una insólita fuerza de atracción en la mentalidad europea. Los chinos, con una moral atea, de estirpe budista, con mandarines éticos, y aun con emperadores sabios, conforman parte de su grandeza y su peculiaridad de carácter y personalidad como pueblo y país. Un pueblo que practica el budismo, el confusionismo y el taoísmo ha de poseer valores morales y éticos de inconmensurable riqueza espiritual y filosófica. Pero, durante la era de Mao, ya el emperador no era solo un sabio, sino, además, un tirano, con una burocracia política corrupta, represiva y sádica. Una cosa es la China real y otra la ideal: la del pasado milenario y la maoísta. Y una tercera china: la posmaoísta.
Los jesuitas de la China religiosa abogaron por la reconciliación entre Confucio y Jesucristo, mientras que los maoístas vislumbraron una “revolución total”. La China contemporánea ha valorado el potencial económico y se abraza al libre mercado capitalista. La fusión de capitalismo y comunismo fue (y ha sido) la clave o la magia de su salto al desarrollo y al progreso como potencia imperial. Es decir, combinar, al mismo tiempo, el control de las libertades y la libertad productiva y comercial.
Lo triste de la era de los intelectuales franceses fue la complicidad y el silencio, ante los horrores y el asesinato de las libertades individuales y la violación a los derechos humanos de parte de estos humanistas a su modo –acaso muy distantes de Voltaire y los enciclopedistas del siglo XVIII. Lo peor es que después del fin de la era maoísta no hubo un mea culpa ni un harakiri ideológico. Tampoco ha habido confesión y admisión de culpa ni arrepentimiento. ¿Hubo un maoísmo filosófico idealista o un estalinismo utópico? ¿Se produjo una reivindicación real, un exorcismo político, un acto de expiación o un psicoanálisis de Petain a Charles de Gaulle, de Stalin a Jrushchov, de Mao a Xiao Ping? ¿Hubo una desestalinización y una desmaoización?
El Partido Comunista Chino, al morir Mao, concluyó que hubo un 66% de aciertos y un 34% de desaciertos. No sé cuál fue el porcentaje concluyente del Partido Comunista de la URSS. Lo cierto que Nikita Jrushchov denunció, tras la muerte de Stalin (con el deshielo o desestalinización), las atrocidades de los campos de concentración del régimen estalinista, incluyendo la purga de los otrora estalinistas, que la llevaron a cabo contra los disidentes y los de baja ideológica, como el célebre fusilamiento (o ajuste de cuenta) del sanguinario, sádico y cínico Lavrenti Beria (sobre quien Stalin, en la Conferencia de Yalta, les dijo a Roosevelt y a Churchill, que Beria era su Himmler). Otro tanto hizo Aleksandr Solzhenitsyn en sus novelas Archipiélago Gulag y Pabellón de canceroso.
Si bien la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping exhiben sus triunfos hegemónicos y sus logros económicos y materiales, los millones de muertos de la era de Mao, los cientos de muertos de la masacre en la Plaza de Tiananmen de 1989, los millones de camboyanos asesinados por el sádico y criminal Pol Pot (un maoísta nacionalista que estudió, ¡vaya paradoja!, en La Sorbona) y los miles de desaparecidos de la Siberia en la era de Stalin, siguen siendo enormes incógnitas encerradas –o enterradas– en el silencio y la oscuridad.