Tenía curiosidad. Tenía curiosidad por conocer personalmente y escuchar de viva voz a Manuel Montilla, artista surrealista, integrante del Grupo 6, una agrupación que, desde el estudiantado de Bellas Artes, marcó el paisaje creativo-cultural de Santo Domingo en la época de los 70. Manuel Montilla, que hoy en día ya suma 75 años de vida, radica desde hace más de cuatro décadas en Madrid (España). En la tarde de un domingo del pasado mes de abril, fui a visitarlo. Me recibió, junto a su esposa Natividad Abad, en el apartamento donde viven en las afueras de la ciudad. Me hicieron pasar a la sala donde nos sentamos cómodamente y me agasajaron con una cervecita bien fría y una pequeña picadera de papas y almendras fritas. Yo saqué mi grabadora y mi computadora y, así armada, le expliqué que le plantearía, a modo de provocación, una serie de temas predefinidos para que él me fuera contestando de manera libre y espontánea. De este modo, Manuel Montilla, de habla pausada, ojos brillosos y manos grandes, fue desenredando recuerdos, vivencias y reflexiones.
AGP: Grupo 6
MM: El Grupo 6 estaba compuesto por Alonso Cuevas, Kuma (Ignacio Rincón), Héctor Rodríguez, Fernando Suncar, Alberto Ulloa y yo. Estudiábamos en la Escuela de Bellas Artes y queríamos aunar esfuerzos para ayudarnos mutuamente y para llevar la cultura a los pueblos donde no había educación artística. Así nació el grupo. Empezamos a dar clases gratis a jóvenes en la escuelita Lira de Bonao, fundada por Cándido Bidó. Íbamos todos los sábados. Lo que pretendíamos era llevarles lo que nosotros estábamos aprendiendo. Era algo así como responsabilidad social o distribución del conocimiento. A nosotros, en la Escuela de Bellas Artes, nos tocaron unos profesores de primera, como Domingo Liz, Gaspar Mario Cruz, Vicente Pimentel, Norberto Santana y Leopoldo Pérez (Lepe), de los que aprendimos mucho. Eran un ejemplo a seguir. Por eso teníamos que llevar ese conocimiento que ellos nos brindaban a otros lugares, a otras personas que no tenían acceso a esa educación. Sentíamos que era nuestra obligación. Por otro lado, conseguimos que la Escuela nos concediera un espacio en la azotea. Estoy hablando del tiempo en el que estaba ubicada en el Palacio de Bellas Artes, antes de que la trasladaran al Palacio de Borgellá. Ese espacio allá arriba era nuestro refugio. Ahí pasábamos el día entero, pintando, trabajando. Nos quedábamos hasta las nueve de la noche, muchas veces sin cenar, produciendo y produciendo. Éramos muy serios y teníamos una amistad de hermanos. Recuerdo que de repente se aparecía por ahí Patricia Reid Baquero; subía a ver lo que estábamos haciendo. Le gustaba mucho el arte.
Las obras que hacíamos las presentábamos luego en las exposiciones de fin año de los estudiantes. Jesús Hernández, el que era dueño en aquella época de la Cartonera Hernández, tenía muy buen ojo y le gustaba comprar a los estudiantes que ya estaban terminando la carrera. Y cuando uno de nosotros vendía algo era una gran fiesta. Todo el dinero prácticamente lo destinábamos para material: pintura, pinceles, telas, pero sobre todo el papel, el papel Fabriano que era carísimo en esa época. Decíamos: “Vamos a comprar un par de papeles Fabriano para hacer un dibujo buenísimo”. Acostumbrábamos surtirnos en el Atelier Gazcue, el negocio de Marcelle Pérez Brown, la mamá de Lyle, de la Galería Lyle O. Reitzel. Ella era una persona muy, muy buena, que aportó mucho a los artistas. A veces también hasta nos fiaba; nos decía: “Llévenselo, después me pagan”. Luego, con lo que nos quedaba, íbamos a comer una pizza calzone en la pizzería Sorrento que estaba en Independencia. ¡Cómo nos gustaba!
Pero fíjate que tampoco nos apuraba demasiado eso de vender por vender. No era nuestra prioridad. Para nosotros lo importante era la seriedad de nuestro trabajo. Hablábamos muchísimo de la honestidad, de hacer una obra, una obra buena, de mucha calidad. No queríamos que nadie nos encargara nada, porque decíamos que al hacer una obra por encargo, se pinta lo que el cliente quiere y no lo que uno necesita expresar. La complacencia es mala: cuando tú complaces, cuando tú dices; “Bueno, déjame hacer este color porque este color es el que se vende”, ahí hay peligro. Esa es la diferencia que veíamos entre pintor y artista. Y nosotros queríamos ser artistas. Éramos todos muy soñadores, pero unos soñadores serios. Al día de hoy, yo prefiero que una obra esté en un museo a cerrar una venta. Por eso me llena de orgullo que unas piezas mías hagan parte del acervo del Museo Reina Sofía, aquí en Madrid, y que otra más se encuentre en la colección del Museo de Arte Iberoamericano de la Universidad Alcalá de Henares donde se atesora la colección de don Luis González Robles. El coleccionismo, sobre todo el público, es una manera de asegurar legado para la actualidad, pero también para la posteridad. Ahora los jóvenes piensan nomás en el hoy. No dejan madurar las cosas, no piensan en el paso del tiempo. Siento que la inmediatez, que el “ya, ya, ya”, son malos consejeros para el arte.
AGP: Pintura, escultura o dibujo
MM: Uumm… qué será… el dibujo está siempre presente en todas mis obras. Todos mis cuadros, los trazo previamente en un dibujo a lápiz. Todas mis esculturas, también. Hago boceto de todo, por eso puedo decir que el dibujo está en la base de mi arte. Pienso que con un dibujo, la obra final llega más cabal, más fuerte. Cuando voy a hacer una escultura, en el papel voy definiendo previamente el volumen que quiero imprimirle a la hora de realizarla; y cuando voy a pintar, el dibujo me permite calibrar la expansión, el movimiento en el espacio.
Además, déjame decirte, que le debo mucho al dibujo. Gracias a él, gané el primer premio, de dibujo precisamente, en la XIII Bienal Nacional de Artes Visuales, en el año 1974, el mismo año en que Oviedo ganó el gran premio de pintura. Me acuerdo que no me dejaron entrar a la ceremonia de premiación que tuvo lugar en la cúpula del Palacio de Bellas Artes. Había un anillo de seguridad muy fuerte porque el presidente Balaguer iba a hacer entregar personal de las distinciones; yo llegué con mi afro enorme y una barba grandísima, y en aquella época eso era visto como signo de comunista. Así que me quedé fuera. Pero en fin, esos premios nos abrieron, a Oviedo y a mí, el camino para una exposición, al año siguiente, en la sede de la OEA, en Washington. Yo tenía poca obra hecha, así que me puse como loco a dibujar para poder responder a ese compromiso.
En cuanto a la escultura en sí, me gusta su lado lúdico, se me hace entretenido, y también su potencial para intervenir espacios urbanos. La escultura de gran formato se presta a ello. Lamentablemente, en Santo Domingo, todavía no hay mucho aprecio hacia el arte público. Yo tengo una escultura de bronce que se titula “Libertad de pensamiento” frente a la biblioteca de la UASD y cada vez que viajo para allá, voy a darle una limpiadita.
Está además el grabado, que es una técnica que me gusta mucho; especialmente el grabado en metal, porque supone todo un reto. Hasta que se imprime, uno no sabe bien cómo va a quedar. Eso da mucho juego para experimentar. Una vez que tú tienes la técnica, entonces ya puedes expandirte, explorar, descubrir cosas nuevas. Todas esas cosas son las que hacen que cada día tú tengas más deseo de vivir.
Pero si de veras tuviera que escoger entre todas esas expresiones artísticas, me quedaría con la pintura. Cuando me siento a pintar con pincel en mano, emprendo un viaje maravilloso que me lleva muy lejos en el tiempo, en el espacio, en la memoria…
AGP: Antillanismo, surrealismo y/o sincretismo
MM: Siempre han catalogado mi obra dentro del surrealismo caribeño. Y efectivamente. Para mí es muy importante posicionarme dentro de la escuela latinoamericana, en contraposición a la europea, aunque me haya podio nutrir de ella. Es una cuestión de identidad. Mis cuadros tienen muchas figuras abstractas, dispersas y fragmentadas que aparecen gravitando en el espacio, pero en realidad, metafóricamente, tienen mucho de tierra, de mi tierra dominicana y sus costumbres; incluso tienen reminiscencias de los bateyes.
Yo soy de La Romana y mi padre era pesador de caña; por su trabajo, nos fuimos a vivir una temporada al batey de Guaymate del Central Romana. Yo tenía seis o siete años. Vivíamos en una casa de pilotillo que nos daba la empresa. El patio era el cañaveral entero. Yo veía a los haitianos ahí que cortaban la caña, cantaban, bailaban, hacían su vida normal. Aprendí mucho de ellos. Y comprobé que había mucha mentira. Había mucha gente fuera que hablaba que los haitianos se comían a los niños. Pero a mí no me comió nadie. Y todo eso se me quedó grabado. Hasta el día de hoy. Por eso en mis cuadros hay tantas referencias simbólicas a los gagás.
Quizás el espacio oscuro en el que coloco esos elementos, sí tenga que ver con el sincretismo. De alguna manera, plasmo mi admiración por Goya. Cuando llegué a España y pude ver con mis propios ojos su obra de los Caprichos en el Prado, me quedé muy impresionado. En su pintura negra yo sentía que afloraba toda la potencia de su personalidad, todo su interior, a diferencia de la pintura que él realizaba por encargo para los reyes. Se me hacía mágica esa manera suya de que las cosas surgieran desde atrás y cobraran luz y forma con tanta fuerza. Ojalá algún día pueda alcanzar esa maestría.
AGP: Madrid y RD desde la distancia
MM: El grupo entero de los 6, excepto Fernando Suncar, nos venimos a Europa. Llegamos escalonados entre el 76 y el 77. Yo ya me había graduado como profesor de dibujo en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Santo Domingo y obtuve una beca para especializarme en pintura mural y grabado calcográfico en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, que se convertiría luego en Facultad perteneciente a la Universidad Complutense, aquí en Madrid. Era una beca, bueno, una pseudobeca, de 100 dólares, de la que prácticamente vivíamos tres: Kuma, Héctor y yo. Hacíamos malabares con ese dinero. El cheque tardaba en llegar tres o cuatro meses. Y cuando llegaba comprábamos un gran saco de arroz para hacerlo rendir. No alcanzaba para el metro, así que íbamos caminando hasta la facultad y ahí nos pasábamos el día entero, hasta la noche. El ayudante del catedrático, don Manuel de la Colina, era muy buena persona y nos invitaba a bocadillos. Así estuvimos todos esos años. Fue una época sacrificada, pero la gozamos mucho. Y la aprovechamos mucho también, porque queríamos progresar, aprender, hacer una obra de arte sólida. A mí me tocó estudiar pintura con el catedrático don Manuel López Villaseñor y gráfica con el catedrático Jesús Fernández Barrio, dos eminencias en sus áreas respectivas. Nos tenían aprecio porque nosotros que veníamos del Caribe, junto con otros compañeros de Latinoamérica, aportábamos un toque nuevo, que ellos –los españoles- no tenían. Teníamos poco material pero una imaginación desbordante.
Además, aunque pobres, teníamos la gran suerte de vivir en la calle Santa María, en lo que hoy es el Barrio de las Letras, a poquísimas cuadras del Museo del Prado. Una maravilla. Ahh… déjame contarte… otra manera que teníamos de hacernos con unos cuantos chelitos eran las vendimias en el sur de Francia. Eso lo gestionaba Alonso Cuevas que estaba viviendo en París y era el que hablaba francés. Nos juntábamos todos en Burdeos y de ahí íbamos juntos al lugar donde teníamos que recolectar uvas de mesa y uvas para coñac. Nos llevábamos las tamboras, las güiras y en las noches nos poníamos a hacer relajo, a cantar, a tocar. Estuvimos yendo durante varios años hasta que no quisieron contratarnos más. Eso porque armamos una huelga: el dueño empezó a quejarse de que gastábamos mucha agua caliente y nosotros le dijimos: “Nosotros nos tenemos que bañar todos los días; si los demás no quieren bañarse, allá ellos; pero nosotros los dominicanos tenemos la costumbre de bañarnos después de trabajar un día entero”. Y le hicimos entender que si no nos dejaban bañarnos, entonces que dejaríamos de cortar la uva. Bueno, ya al año siguiente no nos llamó más.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aquí seguimos. El único que se regresó a vivir a Santo Domingo fue Alberto Ulloa. Los demás nos quedamos. Bueno, mi esposa y yo hicimos el intento de instalarnos de manera definitiva allá. Desde 1983 viajamos religiosamente todos los años, compramos un apartamento en la capital, donde tengo armado un taller, y a finales de 1999 decidimos establecernos de manera permanente. Duramos cinco años en Santo Domingo, pero por motivos de salud, nos vimos en la necesidad de regresar a España, ya que la Seguridad Social nos cubría, y nos sigue cubriendo, todos los tratamientos médicos. Es que ya no somos tan jóvenes… Pero en fin, una cosa es cierta: acá o allá, yo defiendo mi identidad dominicana. Es sagrada para mí.
AGP: Su esposa y su desarrollo como artista
MM: Sin mi esposa no sería nada. Todo se lo debo. Me ha acompañado y apoyado siempre, desde que nos conocimos a finales de los 70 en una fiesta. Desde un inicio, la hablé bien claro y le dije que yo era artista, no millonario. Para que no se fuera a ilusionar. Y me dijo que a ella le gustaba el arte y que caminaría conmigo. Y así ha sido. Inquebrantable. Al principio fue complicado porque en aquella época todavía estaban vigentes las leyes franquistas. Eran unas disposiciones legales muy duras que no reconocían ningún derecho a las mujeres. Y ella se encontraba justo en un proceso de anulación de matrimonio; eso significaba que mientras no se resolviera a través de los canales eclesiásticos, le era imposible entablar otra relación sentimental, dado que corría el riesgo de que la culparan de adulterio, la llevaran presa y le arrebataran a su hija. Así que tuvimos que esperar tres años antes de poder formalizar nuestro vínculo. Desde entonces, han pasado 46 años, pero seguimos tan enamorados y compenetrados como al principio. Ella ha trabajado toda su vida como funcionaria pública, pero siempre ha sacado tiempo para apoyarme, sobre todo en las labores de organización de los archivos, documentación de las obras, gestión de las exposiciones, elaboración de catálogos y mil cosas más. Igualmente mi hija Yeray, quien gusta colaborar junto a mi esposa en la gestiones. Ambas se identifican totalmente con mi pintura y con Santo Domingo. Es innegable: las mujeres son fundamentales en mi vida y mi arte.